Marc Sautet au Café des Phares (Paris 1994) Photo: Wolfgang Wackernagel

domingo, 28 de diciembre de 2014

Sobre el pensamiento autónomo

Café Filosófico en Vélez-Málaga 6.3
5 de diciembre de 2014, Biblioteca del IES Reyes Católicos, 18:00 horas.

Pereza y cobardía son las causas merced a las cuales tanto hombres continúan siendo con gusto menores de edad durante toda su vida, pese a que la Naturaleza los haya liberado hace ya tiempo de una conducción ajena (haciéndolos físicamente adultos); y por eso les ha resultado tan fácil a otros erigirse en tutores suyos. Es tan cómodo ser menor de edad. Basta con tener un libro que supla mi entendimiento, alguien que vele por mi alma y haga las veces de mi conciencia moral, a un médico que me prescriba la dieta, etc., para que yo no tenga que tomarme tales molestias. No me hace falta pensar, siempre que pueda pagar; otros asumirán por mí tan engorrosa tarea.

Immanuel Kant (escrito en 1784)


¿Por qué actuamos (casi siempre) como los demás?

A petición del Departamento de Filosofía, celebramos por primera vez nuestro café filosófico en el IES Reyes Católicos de Vélez-Málaga. Más bien se trataba de iniciar este tipo de encuentros —en los que puede participar toda la comunidad educativa— realizando una sucinta demostración de cómo puede llevarse a cabo. Es obvio que esta actividad necesita ser tomada como propia y adaptarse su estilo a la persona que la convoca y a la evolución de la misma en cada momento y lugar. Gracias de nuevo por la invitación.

De esta manera, a la par que seguíamos el proceso discursivo del café filosófico, se iban intercalando paréntesis sobre cuestiones metodológicas en el transcurso del mismo. Pues bien, allí estábamos, muy bien situados en el fondo de la Biblioteca, sentados en círculo, junto a unos prácticos estantes correderos y al lado de las entradas “Pensar, imaginar”. Nada más apropiado. No hay pensamiento sin la capacidad de imaginar. Y comenzamos preguntándonos: ¿Cuál sería una cualidad característica nuestra? (Que yo me veo, o bien que ven los demás en mí). La simpatía y la alegría emergieron por boca de los primeros participantes, pero pronto afloraron también características como la inseguridad y la negatividad personales.

—Has presentado  la inseguridad como algo defectuoso que hay que arreglar.
—Sí, así es, ¿no?
—Puede ser. ¿A qué te suele llevar tu inseguridad?
—A estar alerta.
—¿Y esto lo consideras un defecto? Cuéntanos los beneficios derivados de la capacidad de estar alerta…

—Yo me siento insegura al hablar en público.
—A ver: ¿Quién de vosotros no se siente inseguro en esa u otra faceta? (Y la respuesta fue unánime).

—A diferencia de cómo me ven, yo me veo introvertido. O más bien, una persona reservada.
—¿Y cómo te ves en el fondo de ti?
—Me veo una persona.
—Pues yo me veo como una persona amigable —afirmó otro participante.

Una vez roto el hielo —que no hacía mucha falta, pues, a pesar de las algunas cualidades expuestas, el grupo participaba con bastante fluidez—, planteamos juntos varios problemas que podríamos tratar aquella tarde: la Cultura, el Pensamiento autónomo, la Democracia, la Salud…, pero la Ilustración se coló de buenas maneras por medio y la temática que obtuvo más adeptos, después de la votación, fue la del pensamiento autónomo. Y preguntamos entre todos:

—¿Por qué no pensamos autónomamente?
—No, si pensar podemos pensar, pero si no podemos actuar por nosotros mismos, ¿para qué?
—Sí, tienes razón, eso es lo decisivo. Cambiemos, entonces, la pregunta de modo que sea capaz de abrir una brecha significativa en la temática que nos hemos propuesto: ¿Por qué no actuamos autonómamente?

—Os pregunto: ¿Siempre ocurre eso? ¿Nunca actuamos de una manera propia, y no como los demás?
—Sucede siempre cuando estamos con los demás. Sí, a eso mismo tendemos.
—Pero no, ¡hemos venido aquí esta tarde!
—No ha venido demasiada gente, ¿habéis sido vosotros mismos los que habéis venido aquí esta tarde?
—Hemos sido nosotros.
—No os confiéis, esto no son más que excepciones.
—Bueno, pues entonces —indica el moderador—, maticemos la pregunta: ¿Por qué (casi siempre) actuamos como los demás?

¿Por qué es frecuente que eso ocurra, que solemos actuar como los demás? Y el grupo fue trabajando una serie de hipótesis y se profundizó a través de ellas. (¿Pensabais que el uso de hipótesis y su comprobación era algo privativo de la ciencia?) En concreto, fueron estas dos las hipótesis: 1) Para agradar y evitar conflictos; 2) Para poder identificarnos con un determinado grupo.

—¿Tienen algo en común las dos hipótesis?
—La necesidad de sentirnos arraigados —manifiestan juntos los participantes—. De lo contrario, nos sentimos raros, diferentes, solos, marginados.
—Tratemos de levantar la cáscara de ese desarraigo. ¿Qué hay debajo?
—“El miedo a estar solos”.
—¿Y por qué sucede eso?
—Por nuestra inseguridad.

Y el grupo fue consciente de que había trazado un círculo, pues al principio —a través de la pregunta inicial de autorreflexión— todas las personas asistentes habían asentido afirmando que todas se sentían personas inseguras. Y en estas que el moderador plantea al grupo un conflicto:

—Si todos nosotros somos personas inseguras, ¿os estáis sintiendo, hoy aquí, personas inseguras?
—No, pero eso no tiene arreglo.
—Contra la inseguridad sólo se pueden tomar “medidas paliativas”. ¡No se cura!
—Sí, ahí sigue siempre, en el fondo de ti, tu inseguridad.
—¿Ni aunque tengas el reconocimiento de los otros?
—No, porque no se satisface tu inseguridad interior.

Esta última afirmación nos abría al abismo de la discusión. Si éramos capaces de lanzarnos, quizás podríamos encontrar una playa nueva, tranquila y apacible. Y así fue, pues se abrieron ante nosotros dos caminos: actuar buscando el reconocimiento de los otros, o bien, actuar por nosotros mismos, no para buscar el reconocimiento externo, sino nuestro propio reconocimiento interior. Quizás así, aquella inseguridad profunda —causa de nuestro miedo que nos lleva a rehuir sentirnos solos y a tratar de sentirnos arraigados aunque sea haciendo lo que otros hacen, para agradar y evitar conflictos, para autoidentificarnos— sea capaz de un comienzo nuevo, de reiniciarse a través de un nuevo punto de partida: mirar dentro.

Y nos dimos un buen paseo a lo largo de esta diáfana playa. Tan a gusto estábamos, que nos reacomodamos juntitos y respiramos profundamente la nueva brisa, cargada aromas nuevos. ¡Pensar por nosotros mismos! ¿Cómo sería mi vida allí, en tan dichosa playa, si me mantuviese más a menudo en ella? (Vamos a disfrutarlo unos instantes). Si pienso por mí mismo, mi acción será más apropiada a mí. Pero, ¿cómo saber que pienso y actúo por mismo, y que no me dejo llevar? Mirando dentro de mí. No miro fuera, no dirijo mi atención para otro lado, me miro primero a mí mismo. Y si está también fuera lo que encuentre, en otros, ya no me importa… Desde hoy mismo, voy a acostumbrarme a mirarme dentro. Pruébalo tú conmigo.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

El arte de quitarse de enmedio

Occidente busca saber, oriente siempre ha buscado experimentar y ser. Unir y sintetizar en vez de analizar y delimitar. En lugar de fijar fronteras, integrar y amar. A cambio de racionalizar y reducir a esquemas lógicos, oriente ha ido más allá, a lo transracional, que no puede ser explicado con palabras o razones lógicas simples, sino que hay que experimentar, que saborear. Así ocurría también en las escuelas antiguas de filosofía occidentales, en donde se practicaban ejercicios espirituales para conocerse a uno mismo (si alcanzas este estado de conciencia, conocerás a los demás y al universo entero, rezaba en el templo de Apolo en Delfos). Frente al voluntarismo occidental, estaría la capacidad oriental para confiar en que todo se hará por sí mismo, si tú no intervienes en exceso (actuando sin actuar, y sin actuar actuando, recomienda el Tao). No te resistas a lo que es, acéptalo. A partir de ahí, tu acción podrá ser más rica, más espontánea, más creativa, más adecuada. Si no comienzas aceptando lo que es y como es, mal comienzo, pues no partirás de la realidad misma.

Occidente ha ido olvidando muchas cosas importantes que oriente ha sabido mantener vivas —esperemos que ellos mismos no las olviden y no tomen el camino sin retorno que occidente ha tomado—, de ahí que nos resulte tan atractivo hoy día a los occidentales. Occidente pretende conocer y controlar racionalmente, disecciona; oriente experimenta y practica. Por eso, un libro iniciático sobre el Zen, como el que estuvimos comentando el otro día en el seno del grupo de lectura de la Biblioteca pública de Castro del Río, puede suscitar tanta perplejidad entre nosotros. En realidad, intenta trasladar con palabras una experiencia, y por eso el Zen, como otras tradiciones orientales, utiliza la paradoja. Así se provoca un cambio de mente, un nivel de comprensión y de conciencia más allá de la conciencia lógica ordinaria —aunque para nada la deja aparte de ella—. El libro de Eugen Herrigel, muy conocido y muy recomendable —mejor si es una buena traducción—, El Zen en el arte del tiro con arco, es una introducción a la filosofía y espiritualidad del budismo Zen, a través de la descripción de su experiencia de aprendizaje del arte japonés del tiro con arco (kyudo). Esto le ocurrió a este profesor de filosofía alemán entre 1924 y 1929 y más tarde escribiría este librito clásico sobre este “arte de quitarse de en medio”, “desprenderse de uno mismo” —nuestros pensamientos, temores y expectativas personales— que es el Zen, para poder dejar vía libre a lo que profundamente somos, a una experiencia mística de unión con todo, no reservada a unos pocos, como la tradición religiosa occidental así lo ha pretendido. Pues comienza a abrirse a nosotros esta experiencia simplemente cuando somos capaces de atender al momento presente. Como diría un castreño, “cuando se está en lo que se está”. Y todos hemos tenido al menos un atisbo de esta experiencia cuando nos encontramos absortos realizando una tarea, contemplando una película —metidos en ella— o jugando un juego por jugarlo, no para ganar —y entonces es cuando puedo ganar más—. En esos momentos mágicos, estamos pero no estamos, y somos más eficaces y sentimos más intensamente. Una especie de “inconsciencia consciente” que nota que algo más allá de su propia yoidad personal realiza la tarea, pues ésta parece que se hace por sí misma, y que está ordenada por sí misma. Entonces, el artista crea genuinamente y el lector deja de interpretar lo que lee —o el oyente de música ya no juzga lo que está escuchando— pero comprenden mejor que nunca lo que es el ser humano y la vida misma.

El tiro con arco —como el arte floral (ikebana), el arte de la espada samurai (bushido), las demás artes marciales, la poesía o la pintura japonesa tradicionales—, por tanto, no son meras artes prácticas, son “una maestría cuyo origen ha de buscarse en ejercicios espirituales que tienen por finalidad acertar en lo espiritual. En el fondo, el tirador apunta a sí mismo y tal vez logre acertar en sí mismo”. Cuando ello ocurre el tiro con el arco “cae” solo, como fruta madura, y se acierta en el blanco. Así también puede ser en nuestras vidas, con el estado de ánimo adecuado. El arte del tiro con arco es una suerte de meditación, un camino práctico de meditación interior, que luego tiene traducción exterior en nuestras vidas. Y allí anduvimos aquella tarde tratando de comprender entre todos los asistentes —en su inmensa mayoría, mujeres— el significado espiritual de estos ejercicios que apuntan a nosotros mismos, apreciando que la espiritualidad es anterior a la religiosidad y que no es algo privativo de las personas que profesan alguna fe religiosa particular —de hecho, puede haber personas espirituales que no sean religiosas y viceversa—. Varias horas de agradable y amena conversación, con algunas proyecciones de vídeo, donde la amistad desinteresada —o filía aristotélica— pudo campar a sus anchas y rebosar con suma facilidad.

domingo, 14 de diciembre de 2014

¿Filosofía en tiempos de crisis? (III) La función kantiana

¿Para qué queremos a la Filosofía en estos tiempos de crisis? Tú mismo, tú misma puedes obtener una respuesta. ¿Te merece la pena no dejar en el tintero nada importante de la vida que vivimos, no olvidarte de lo que es valioso para que no pueda ser obliterado ni denostado ni mancillado? El precio es la deshumanización, la enajenación personal y la crisis ecológica. ¿Te parece que todo puede ser mezclado, confundido, malogrado, perdido en el caos deltótum revolútum y que cada cosa no pueda mostrar lo que es y sus derechos? El precio viene de la mano del “todo vale” y de la anomia; la inmisericorde obsolescencia programada del negocio a toda costa o la invalidación y el menosprecio de tus juicios y decisiones, pues tú no eres experto y no entiendes. ¿Todo lo que hay, ha de ser así, como es? ¿Un mundo mejor no es posible? ¿No podemos plantearnos juntos qué mundo queremos? Procura aprender a autogobernarte, si no te seguirán gobernado otros y harán de tu mundo lo que sus intereses quieran.
Immanuel Kant (1724-1804)
Aunque te resulte a veces un poco difícil de leer, has de saber que de mucho más que de todo esto vas a poder encontrar abundantemente en los textos de Immanuel Kant, con un poco de paciencia. Este filósofo ilustrado, que puede seguir orientándonos si somos capaces de actualizar su pensamiento. Hay muchas cosas importantes de nuestro mundo que valen por sí mismas —son fines en sí—, y no pueden tratarse únicamente como medio para otra cosa. Te pasa cuando te vuelves adicto a algo, que lo que antes era un medio ahora es tu dueño y te esclaviza; siempre que te explotan o te ningunean te conviertes en un objeto: sexual, laboral o comercial, un mero usuario, consumidor o cliente; has dejado de ser un sujeto digno o bien tu dignidad está en serio peligro —y no hablemos de la Naturaleza, que ahora es medio ambiente—.
Imagina que debes que organizar una determinada marcha atlética popular, un maratón, por ejemplo. A ver: ¿Lo meterías todo en el mismo saco o tendrías que establecer categorías? Imagina si no lo haces la que puedes armar. Efectivamente, Kant te recuerda que nunca —en todo contexto— has de olvidarte de hacer justicia con lo diferente. Somos iguales y diferentes, el mundo es semejante y diverso a la vez. Lo igual, trátalo como igual y lo diferente, como diferente. ¿No es cierto que has tenido problemas cuando no lo has hecho así?
Y como no debes malinterpretar a Kant a la altura de nuestro tiempo —de crisis crónica—, te ofrecemos una versión transformada, a la manera habermasiana, de su famosoimperativo categórico (verdadera guía para todos nosotros, habitantes de este mundo complejo y cambiante): “Si, ante una determinada situación de decisión o de conflicto, participan todos los afectados y/o interesados y aceptan todos, sin coacción alguna, reconociéndose mutuamente como interlocutores válidos, las consecuencias y efectos secundarios que resulten del seguimiento universal de una determinada norma de acción, dicha norma será válida y será tomada como propia”. Ya sabes tú, ciudadano o responsable político: pasa por esta criba kantiana tus decisiones para que sean legítimas, puedan ser —quizás— buenas decisiones a largo plazo y así nos vaya un poco mejor a todos.

Publicado en Queaprendemoshoy

martes, 2 de diciembre de 2014

Sobre el miedo (2)

Café Filosófico en Vélez-Málaga 6.2
21 de noviembre de 2014, Cafetería Bentomiz, 17:30 horas.


Tetrapharmakon
Acostúmbrate a pensar que la muerte para nosotros no es nada, porque todo el bien y todo el mal residen en las sensaciones, y precisamente la muerte consiste en estar privado de sensación. Por tanto, la recta convicción de que la muerte no es nada para nosotros nos hace agradable la mortalidad de la vida; no porque le añada un tiempo indefinido, sino porque nos priva de un afán desmesurado de inmortalidad. Nada hay que cause temor en la vida para quien está convencido de que el no vivir no guarda tampoco nada temible. Es estúpido quien confiese temer la muerte no por el dolor que pueda causarle en el momento en que se presente, sino porque, pensando en ella, siente dolor: porque aquello cuya presencia no nos perturba, no es sensato que nos angustie durante su espera.

EPICURO, Carta a Meneceo


¿Por qué no hay que temer al miedo?

            Dejó escrito Michel de Montaigne —siguiendo a Horacio— que filosofar es “aprender a morir”. Esto nos ayuda a aprender a vivir mejor, pues la práctica consciente de la muerte nos capacita para apreciar la vida que somos y a no vivir temerosos de algo que no es mientras vivimos. No significa en absoluto rehuir la muerte, convirtiéndola en un tema cuasi tabú de nuestra época, como a menudo sucede. En efecto, no se trata de vivir como si no fuésemos a morir nunca, sino aceptar que la muerte forma parte de la vida —esto descubrimos juntos en un café filosófico anterior—. El “arte de morir” podemos practicarlo a diario, si morimos muchas veces antes de morirnos: ayudar a que muera nuestro ego, siempre que la ocasión lo ofrezca, poniéndonos en riesgo, estando dispuestos a perderlo todo en cada momento, estando yo preparado para dejar de ser yo y aceptar ser otra cosa, teniendo la valentía de ponerme en cuestión y poner en cuestión el mundo que yo he ido creando, todo mi mundo. Esto es filosofar. Precisamente, a lo que habíamos venido. En esta ocasión para no tener miedo al miedo.

          Pero la cosa no dio el primer paso por ahí, aquella tarde del segundo café filosófico de la temporada. El propiciador de estos encuentros agradeció la afluencia de personas y recordó que en la fecha anterior se había conmemorado el día destinado por la UNESCO a dar visibilidad a la Filosofía (el tercer jueves de cada mes de noviembre). Particularmente, en los IES Juan de la Cierva y Reyes Católicos se había realizado una lectura filosófica —junto con otras actividades— de la conocida Carta a Meneceo de Epicuro. ¡Ya se verá más abajo qué curiosa coincidencia! Se da también la feliz coincidencia de la conjunción este año de la efeméride filosófica con la celebración del día de los Derechos del Niño. ¡Y no acaban ahí las coincidencias! Pues no es nada descabellado que se reconozcan entre sí la infancia y la filosofía. No hay nada más filosófico que la pregunta, ni nada más infantil que un porqué a cada esquina de la vida. Y si ha de haber alguna diferencia, podría estar en que la pregunta filosófica se vuelve consciente de sí misma, no sabemos si perdiendo algo de su espontánea frescura. Una búsqueda consciente, sobremanera cuando la efectuamos conjunta y públicamente. Tales fueron los primeros pasos de aquella tarde filosófica.
        
           ¿Cómo veo yo a los demás? Una oferta de autoconocimiento que suscitó algunas respuestas entre los asistentes. “Los demás” pueden ser un poderoso espejo en el que reflejar la propia imagen, si quiero conocerme un poco más. Como yo veo a los demás tiene mucho decir sobre como me veo yo a mí mismo. Vamos a mirarlo. Anotar debemos que los más jóvenes parecían percibir a los demás más bien como una amenaza (cosas de la edad…). Comenzamos, pues, con las respuestas: los demás pueden ser personas como yo; una oportunidad para fijar mejor mi libertad; una diversidad que voy comprendiendo mejor; podemos vernos en ellos; a veces nos los figuramos como una amenaza, con interés al principio y aprensión después; o puede que como algo ajeno a mí, que no me interesa; los veo simples y necios, enemigos a veces; un mundo lleno de traiciones; o puedo percibirlos desde una vaga idea de confianza inicial; a veces se muestran críticos, otras veces iguales a mí; la imagen que me viene a la mente cuando pienso en los demás es la de una bola del mundo con sus antenas permanentemente emitiendo; puedes temer su reacción, sentirte inseguro, pueden parecerte un enigma siempre por descifrar; los demás son aquello que te dicen, a menudo una selva o una maraña y tú liado en ella.

           Muchos fueron los postulantes, uno el elegido. “Lo que somos”, “la importancia de la filosofía”, “el miedo”, “la moralidad”, “la naturaleza humana” se expusieron, pero el miedo fue el atendido. Hora y media de agradable y ordenada inquisición sobre esta temática. ¿El miedo es uno o hay muchos miedos? ¿Por qué tenemos tanto miedo? ¿Cuándo lo tenemos más? ¿Es bueno el miedo? ¿Es superable? Comienza tú también a indagar sobre ello. O mejor, si quieres, acompaña este recorrido que fueron siguiendo nuestros participantes, primero.
         
—Está mi miedo y hay miedos comunes.
—Al parecer mostramos un temor básico a lo desconocido.
—Muchas veces se manifiesta como inseguridad.
—Está el miedo y están las fobias, y esto ya entra dentro de lo patológico.
—Yo pienso que lo que hay son personas miedosas, más o menos miedosas.
—Así pues, ¿piensas que los miedos son comunes y sólo varía su intensidad en cada persona?

De este modo arrancaba la discusión. Poco a poco fue conviniéndose en marcar la distinción entre un miedo instintivo básico —que es natural— y las muchas modalidades del miedo, en donde el miedo al fracaso se lleva la palma —que es social o aprendido culturalmente—. Puede haber en el ser humano un miedo ancestral, atávico, pero que alcanza sus más altas cotas de sofisticación al recrearse y reproducirse socialmente. Esta forma social más sofisticada —según ellos relataban— suele expresarse generalmente como miedo al fracaso, el miedo a no “tener éxito”. Miremos a nuestro alrededor, si no, en la sociedad que nos ha tocado vivir. ¿Qué es lo que en realidad tememos? Nos da miedo lo desconocido —como quedó apuntado al principio— y esto tiene una base biológica: lo desconocido puede atentar contra nuestra integridad psicofísica. Pero lo propio de nuestro tiempo es vivirlo como “fracaso”. Es natural que lo desconocido nos asuste, es natural que aquello que puede amenazarnos nos arredre, pero el miedo al fracaso es un miedo imbuido socialmente que nos lleva a sentir miedo sin haber fracasado todavía. Tememos perdernos a nosotros mismos. Pues nos percibimos en riesgo permanentemente.

—El estrés que sentimos tan a menudo es el miedo al fracaso que está siempre al acecho.
—Pero, ¿el estrés es una causa o es un efecto?
—Un efecto.
—Una causa.
—Parece una causa y parece un efecto. Una tensión que es un miedo, un miedo que es una tensión.
—Pero antes habéis hablado de un miedo natural, instintivo. Éste parece que tiene un objeto. El miedo del que estáis hablando ahora no parece tener un objeto.

Así fue como se produjo en la discusión un atisbo interesante: la distinción entre el miedo y el miedo pensado, el miedo al miedo. Pero el grupo necesitaba una excursión para refrescarse y apreciar mejor este descubrimiento; volviendo después tras sus pasos para lanzarse a un nuevo territorio que alumbrara una salida creativa, digna del reto que proponía ese “miedo al miedo”. Un modo de no temer al miedo.

—El miedo, la tensión del miedo, ¿posee alguna función?
—Sí, ya hemos dicho que se relaciona con un instinto de autoprotección, de lo contrario peligraría tu vida. El miedo te hacer ser más sensato, más prudente.
—Un bombero o un torero no es que no tengan miedo cuando actúan, es que están preparados para lo que hacen.

Y es, en este momento, cuando aflora una bonita discusión sobre el miedo, a raíz de los ejemplos anteriores. “El toro, en realidad no quiere atacarte —decía un participante—, sólo quiere defenderse. Eres tú quién piensa que pretende acabar con tu vida”. Y estamos, de nuevo, tratando con un miedo pensado.

—No me parece que sea así: el bombero cuando sale a sofocar un incendio tiene miedo, esto no se puede eliminar.
—Pero si controlas tu miedo, ¿tienes miedo?
—Sí.
—Pongamos otro ejemplo con otra emoción: si mantienes a raya tus celos, los reconoces y no te llevan a malinterpretar la situación ni a poner fuera lo que está dentro de ti, entonces, ¿estás celoso realmente?

El grupo poco a poco fue reconociendo el origen de muchos de nuestros miedos: el mencionado “miedo pensado”; éste es el pernicioso, que nos produce mal; este miedo pensado que se vive como si fuese real, como si tuviera un objeto real. Acabó el grupo distinguiendo entre el miedo y la gestión del miedo. No podemos eliminar el miedo, pero podemos gestionarlo mejor y no sentir excesivo miedo cuando no hay que sentir miedo. El miedo al miedo es lo que, en realidad nos atenaza y nos impide vivir lo que estamos viviendo en cada momento.

En este punto, algunos participantes decidieron marcharse. Ya habrían recogido una parte suculenta de la cosecha (estarían satisfechos). Los demás también, pero todavía deseábamos seguir un poco más adelante. Antes, se continuó extrayendo alguna conclusión más: según lo anterior, el miedo es superable. El miedo instintivo no lo es —pues es necesario—, pero podemos asumirlo y, con conocimiento, llevarlo mejor en determinados contextos en los que el miedo es un miedo creado por nosotros mismos.

Entonces, dos nuevas excursiones se propusieron —que habían quedado en el tintero— y navegamos dos veces un trecho. Una era que aquel que fuera capaz de manejar el miedo de los demás, dirigirlo, redirigirlo, poseía un instrumento de control. Controlar el miedo de las masas y vehicularlo a tu merced te da poder. Esto merecía ser pensado, pero la otra excusión aparentaba más consonancia con el recorrido anterior y podría poner una guinda interesante.

—¿Qué tiene que ver con el miedo, el miedo a la muerte? Si eliminamos el miedo a la muerte, ¿eliminamos el miedo?
—Es el dolor lo que nos da miedo…
—Y la cultura de la que partimos influye bastante: evitamos la muerte. No nos preparamos para la muerte.
—Hay religiones para la vida después de la muerte, sí, pero no es suficiente para el trance de morir.

Y en esto que aparece el tema de la eutanasia. Y uno de los participantes veteranos, muy versado en la “muerte digna”, nos ofrece información muy valiosa sobre la posibilidad de realizar un “testamento vital” y sobre lo que es —sin confusiones— la eutanasia. Ya, acabando, el moderador recuerda —sobre todo a los jóvenes estudiantes allí presentes— la feliz coincidencia con la lectura filosófica del día anterior y la utilidad del fármaco de Epicuro para curarse de la muerte, mientras vivimos. Pruébalo. No temerás al miedo pensado, que es el que más que nos hace temer la muerte. Piénsalo con atención: tú ya has estado muerto.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Día Mundial de la Filosofía



20 de noviembre de 2014
SALA DE USOS MÚLTIPLES
IES JUAN DE LA CIERVA


-DOS VÍDEOS: ¿Para qué sirve la filosofía?

-LECTURA:Carta a Meneceo

-EL CONSULTORIO DE EPICURO

-CAFÉ FILOSÓFICO (21 de noviembre, Cafetería Bentomiz)


sábado, 15 de noviembre de 2014

¿Filosofía en tiempos de crisis? (II): La función aristotélica

Los tiempos de crisis son tiempos activos, pues reactivan todas nuestras energías. Algo ha de hacerse de una manera nueva o renovada y esto requiere de nuestras mejores capacidades —toda nuestra actividad creadora— para adoptar las mejores decisiones a la altura de nuestro tiempo, según nuestro grado actual de desarrollo personal o social. Pero, además, superar una situación crítica necesita de nosotros mismos. Un recogimiento que te permita “reiniciar” lo fundamental. Reiniciar para reorganizar. Poner las cosas en su sitio. Primero lo fundamental, después lo secundario o prescindible. No confundir niveles. Primero, lo primero. Lo demás depende de lo principal, de lo incondicionado. Es decir, habría llegado el momento de ir a laraíz de los problemas que nos aquejan, al origen de las cosas existentes, al fondo de las cuestiones que nos preocupan y apoyarnos en lo que casi nunca cambia, lo idéntico en nosotros.
 ¿Qué es lo más importante? Aquello que más influye o afecta a más situaciones, a más casos, a más personas, más intensamente, a largo plazo… Lo importante es lo más básico y es lo que nos constituye. Así pues, el olvido de lo primordial sería un olvido imperdonable, sobre todo cuando estamos en crisis, viviendo una crisis.
Aristóteles
 ¿Y quién ha sido y sigue siendo el más versado en el reconocimiento de lo esencial? Sin duda, el saber filosófico. ¿Quieres saber lo que en cada caso es fundamental, lo que es más profundo? Observa el mundo filosóficamente. Cada ciencia parcela la realidad, pero únicamente la filosofía busca el Ser, lo propio de toda la realidad en su conjunto. De manera que los cimientos de cada ciencia sólo pueden discutirse filosóficamente. El fundamento de una ciencia no es una cuestión científica. Sin embargo, la sabiduría primera —siempre buscada—, decía Aristóteles que atiende a losprincipios primeros (en el orden del ser) y últimos (en el orden del conocer, pues son esos mismos principios primeros, que siempre han estado ahí —actuando— pero que únicamente los llegamos a vislumbrar después de un proceso de aprendizaje).
 ¿Nos sentimos algo perdidos? ¿No sabemos? ¿No sabemos qué hacer? No olvides lo fundamental. No pierdas el norte. Una sencilla distinción aristotélica puede ayudarnos a entender: lo sustancial y lo accidental. Entre aquello que define lo esencial de algo, que siempre se cumple y sin lo cual ya no sería la misma realidad; y entre aquello que puede darse o no darse, una cualidad o circunstancia que no afectaría principalmente a su valor como realidad existente.
 Cuando juzgamos a un ser humano por el color de su piel, cuando olvidamos lo que importa a largo plazo, cuando arriesgamos nuestro futuro en este planeta, cuando canjeamos interés general y bien común por interés egoísta e inmediato, cuando nos tratamos como clientes o usuarios pero no como personas…, estamos mostrando síntomas de nuestra confusión. (Y es la razón primordial por la que estamos en crisis, desde hace tanto). No confundas lo esencial con lo accidental, es decir, con las apariencias, con los prejuicios, con las circunstancias o el contexto, lo relativo o subjetivo con lo más objetivo y más universal. Pues esta confusión puede acabar siendo demasiado grave en la práctica. De ahí que la filosofía haya llegado a ser tan radical, tan exigente con la justicia, con la verdad. Va a la raíz, no se queda en la superficie de lo que hay. No renuncies a hacerte un poco filósofo. Ir al fondo es esencialmente humano.

domingo, 26 de octubre de 2014

Sobre la aceptación social

Café Filosófico en Vélez-Málaga 6.1
17 de octubre de 2014, Cafetería Bentomiz, 17:30 horas.


                         

“Las relaciones de este tipo [simétricas] deben llamarse “solidarias” porque no solo despiertan tolerancia pasiva, sino participación activa en la particularidad individual de las otras personas; pues sólo en la medida en que yo activamente me preocupo de que el otro pueda desarrollar cualidades que me son extrañas, pueden realizarse los objetivos que nos son comunes”.

Axel Honneth, La lucha por el reconocimiento



¿Por qué todos necesitamos que nos acepten?

Todavía habrá quien dude de la posibilidad de entenderse y ponerse de acuerdo, entre personas como tú y yo. En ese caso harían bien en echar un rato dialogando en un Café filosófico, o algo por el estilo —que ya va habiendo más lugares donde el entendimiento se busca a conciencia—. Éramos muchos, la cafetería Bentomiz a rebosar, venga y venga añadir mesas. Disciplinados, atentos, muy juntos hablando de lo que más se nos antojaba aquella tarde, ¡qué raro lujo y tan apreciable!  ¿Has sentido alguna vez la necesidad de reconocimiento por parte de los demás? No de halagos o falsas concesiones, sino simplemente la experiencia de que existes en ti y en otros. Los niños pequeños lo expresan abiertamente de mil maneras singulares. La adultez lo prefiere disimular, pero muchas de las cosas que hacemos —piénsalo bien— buscan el reconocimiento —no de cualquiera— sobre todo de las personas que más nos importan. No es simple y elemental psicología infantil. Axel Honneth ha convertido la lucha por el reconocimiento en un principio de la vida humana, digno de acercarnos a él de una manera filosófica.


Y hablando de reconocimiento, ¿cuándo me he reconocido yo a mí mismo? ¿Cuál ha sido la ocasión última en la que nos hemos sentido satisfechos, orgullosos, de nosotros mismos? Algo que he dicho, algo que he hecho, algo que he pensado digno de mí, que hace honor con plenitud a lo que yo soy. Algunos no saben verse de otro modo –su autoestima por las nubes y su riesgo es la egolatría y el narcisismo—, pero otros esconden excesivamente pronto su buen hacer o su buen querer —su riesgo es la baja autoestima y la pusilanimidad—. Y como muchas veces nos resulta más fácil ver en nosotros lo que nos disgusta a diferencia de lo que nos gusta, no viene mal de vez en cuando este ejercicio que, con dicha intención, fue propuesto por el facilitador del encuentro. Puede ser bueno para nosotros, a quienes la situación crítica actual nos tiene bajo mínimos…

            Pues bien, la dificultad referimos a lo mejor de nosotros mismos y la necesidad de no prolongar en exceso el desarrollo de este ejercicio —seguramente— propició que fueran éstas —y no otras o más numerosas— las ocasiones de autosatisfacción que relataron nuestros participantes: cuando he dado ejemplo tirando un papel a la papelera, cuando recogí o rescaté a mi perro, cuando me he limitado a escuchar y así he podido recibir más, cuando ayudé a una persona con necesidades, cuando me he visto que voy madurando, cuando he terminado un trabajo bien hecho, cuando he dado el paso de querer hablar, el hecho de venir aquí, cuando he aprendido también a decir sí, haberme atrevido a animar a otra persona para que viniese a esta reunión, tratar de aprender día a día, seguir teniendo a mi edad curiosidad por el futuro, cuando he sido capaz de obtener el permiso de conducir, cuando he ido a recoger a una persona mayor y he respetado que no quisiera asistir, cuando he dado el paso de volver a hablar con una vieja amiga, ahora mismo estando satisfecho de estar aquí, cuando he hecho reír, el que me haya decidido a venir, yo estoy esperando estar satisfecha…


            De todos las temáticas propuestas (el cambio de actitud, la transformación social o individual, la belleza y su evolución, la resolución de los problemas, la solidaridad, la aceptación social), después de una segunda votación, fue la aceptación social la que suscitó más interés, así que se convirtió en el orden del día. Y hubo de ser fuertemente cuestionada dicha temática: ¿Todos necesitamos aceptación social? ¿Por qué nos excluimos unos a otros? ¿Por qué juzgamos por las apariencias? ¿Hay cosas inaceptables? ¿Cómo sería el mundo si nos aceptáramos todos? ¿Somos sociables por naturaleza o por cultura? Y la discusión —durante la hora y cuarto siguiente— trazó su propio recorrido, navegando entre algunas de esas cuestiones —aquellas en cuyas aguas dio tiempo a fondear—.
           ¿Todos necesitamos aceptación social? Con esta pregunta se inició la andadura, adentrándonos lo que se pudo en el mar de los menosprecios. Dijeron:

—Es una necesidad natural en nosotros.
            —A veces necesitamos de pocos y otras veces de muchos.
            —Y esas necesidades son muy personales, cada uno según sea él.
            —Además, hay momentos diferentes en la vida de cada uno.
      
Y era cierto, había muchos matices que trazar. El grupo veía claro esto. Aunque, comenzaron a surgir rápidos contraejemplos: “No en todas las sociedades esto es una realidad”. De hecho —insisten algunos participantes— en nuestras sociedades contemporáneas, de estilo occidental, el individualismo ha erradicado la necesidad de aceptación social. Ya no se buscaría tanto el reconocimiento a través de los demás, sino a costa de los demás. O algo así. Momento en que el conductor del encuentro decidió preguntar si dicho individualismo sería natural o estaría forzado por el modo de vida contemporáneo —por si acaso lo que se estaba diciendo contravenía la hipótesis que estábamos planteando de la necesidad natural de aceptación social—.

            En efecto, con todo tipo de matizaciones, se convenía en la necesidad humana de aceptación. Ocasión que uno de los participantes veteranos aprovechó para recordar la famosa Pirámide de Maslow sobre la jerarquía de necesidades humanas fundamentales, en donde el reconocimiento de los otros ocupa un lugar muy destacado. Así pues, una vez establecida nuestra necesidad de aceptación social, se preguntó el grupo: ¿Por qué necesitamos aceptación social? Y se aprobaron numerosas y suculentas razones que justifican dicha necesidad: a) necesito colaborar para aumentar mi conocimiento pero sintiéndome que colaboro; b) busco el bienestar que me proporciona ser querido; c) porque si no, la soledad me llevaría a una vida insalubre, y la falta de integración produciría en mí diversas patologías; d) necesito para ser más, sumar fuerzas, recordando aquello que Rousseau ponía en la base del auténtico contrato social para una sociedad democrática; e) también busco adaptarme social y culturalmente.

             Y ese instante comienza verdaderamente la problematización. Quienes hasta ahora habían mantenido mucho orden y acuerdo comienzan a cuestionar fuertemente la necesidad de aceptación, si se entiende como necesidad de adaptación social y cultural. Habían sido muy descriptivos y se habían mostrado muy disciplinados, pero ahora comenzaba la revuelta. ¡Bienvenida sea! El paso por la negación es imprescindible para afirmar con rigor y profundidad, si no, lo hallado constituiría una endeble identidad abstracta y vacía (Hegel).

            —La aceptación es una creación social. Puede tener una base biológica, pero se modula socialmente.
            —Sí, es verdad, estamos continuamente proyectando hacia afuera una imagen: una imagen que tengo dentro, pero que ha sido creada socialmente. Mi identidad, mis deseos, mis expectativas tienen una guía exterior. Por eso, vivo a lo largo de la vida experiencias fluctuantes de cómo puedo lograr ser aceptado socialmente. Hasta que soy consciente de ello y empiezo a vivir yo misma…
            —Entonces, eso quiere decir que la imagen que tenemos de las cosas y de nosotros mismos influye mucho en lo que percibimos y cómo nos percibimos… —trata el moderador de introducir esta reflexión para suscitar más la discusión.
            —Efectivamente, yo he tenido siempre la imagen de “rebelde” y esto ha constituido  parte fundamental de mi identidad. Y yo tan contento.

            A raíz de experiencias personales directas como éstas —así lo había pedido a los integrantes el moderador hacía un momento—, se plantea hasta qué punto buscar la aceptación social no supone una traición de ti mismo, y si no debería ir unida al respeto de ti mismo. Si no supone esto una falsa o aparente aceptación social, cuando no consistiera también en un reconocimiento de mí mismo, tal como soy. Es decir, ¿puede haber aceptación social genuina sin reconocimiento de lo que somos? ¿Hasta qué punto la aceptación social sería aceptable sin un reconocimiento mutuo? Yo con ellos y ellos conmigo.

            Uno de los participantes había propuesto la cuestión inicial, que recordaréis: ¿Hay cosas inaceptables? Y no perdió la oportunidad —llegado este momento de la discusión— de reivindicar la importancia de este planteamiento. Porque, indudablemente, hay situaciones sociales inaceptables: la injusticia, la mentira… Importancia que fue reconocida por el grupo entero, pero que trataríamos luego, si había tiempo. Cosa que no pudo ser y que hubo de ser aceptada por este interlocutor. ¿Qué pensáis? ¿Hubo reconocimiento mutuo, o no?
         
Una de las participantes adultas —pues no olvidéis que allí había personas de todas las edades y bastantes jóvenes— se postula, quizás sin saberlo, como representante de Kant en la discusión del día. (Algo que ya ocurrió otra vez en un café filosófico anterior de hace algunos años). Kant, el filósofo ilustrado, había hablado por extenso de la singular dialéctica de la vida social, que transcurre entre dos disposiciones naturales del ser humano: su insociable sociabilidad. Esta naturaleza polar nos procura conflictos y sinsabores pero, a la vez, nos trae dinamismo a las sociedades humanas, que de otro modo permanecerían estancadas, como observamos en otras sociedades animales —allí donde la conducta instintiva es mucho más dominante—. Esta participante lo explicaba así: hay dos fuerzas opuestas en nosotros, lo individual y lo social, lo que nos exige una reflexión y un esfuerzo —pues siempre estamos en el filo de la navaja— que nos proporcione un mínimo equilibrio personal, como manera sobrellevar lo mejor posible la vida en sociedad. Cada uno ha de encontrar su equilibrio personal. ¿Necesitábamos conocer al filósofo Kant para argumentar kantianamente? Esto es lo valioso de nuestro encuentro, que no hace falta saber filosofía para poder filosofar, y que a través del filosofar aprendemos filosofía de verdad (esto también es muy kantiano, recordad su dicho: no se aprende filosofía, sino a filosofar).

            Y esta conclusión dominará ya el resto del encuentro, pues comienzan los participantes a aceptarla o rechazarla, pero en este segundo caso, curiosamente, tan sólo introduciendo matices en el otro extremo rechazado. Tácitamente, la estaban aceptando.

            —La insociabilidad es necesaria, así avanzamos y hemos avanzado hasta ahora.
            —La soledad no es mala siempre, o patológica, pues produce obras, e incluso, de ellas luego nos beneficiemos todos.
—No nos olvidemos de vivir nosotros, aunque vivamos socialmente.

—Pues, “la vida es aquello que nos ocurre mientras estamos ocupados haciendo otros planes” (John Lennon).