Marc Sautet au Café des Phares (Paris 1994) Photo: Wolfgang Wackernagel

domingo, 26 de diciembre de 2010

¿Para qué la muerte?

CAFÉ FILOSÓFICO CABRA 2/1

Círculo de la amistad, Sala de comedor, a las 6:30 de la tarde, del día 17 de noviembre de 2010.


        Después de que Jack atrapara a la muerte en una botella para impedir que se llevara a su madre enferma… Las semanas pasaban y nada moría. Jack, su madre y todos los demás tenían cada vez más hambre. No sólo eso, cada vez había más de todo, más moscas, pulgas, más mosquitos.Los mares estaban tan llenos de peces que a los barcos les costaba navegar. En los cielos había tantas aves que a los aviones les costaba llegar a los aeropuertos y las selvas estaban empezando a invadir todas las ciudades del mundo. Por supuesto todos los seres vivos del planeta tenían un hambre atroz, desde el león de la sabana hasta la cebra (Jack y la muerte, adaptado de Tim Bowley, Semillas al viento).  



Si han leído Pepita Jiménez, la conocida novela del egabrense Juan Valera, sabrán que el Círculo de la Amistad, popularmente llamado el Casino de Cabra, no es un sitio cualquiera. Sus estancias, acogedoras y bellas, cada una con su propia personalidad, parecen estar diseñadas y compuestas para el encuentro y el diálogo. Y, de entre todas las muchas finalidades que puede albergar este lugar emblemático, ésta, la de ser un espacio que invita al encuentro social sosegado, no puede estar más de acuerdo con la intención de organizar un Café filosófico.

Durante hora y media, sin temor a la tarde de lluvia que se presentó el día de su primera edición de este curso, quince personas de variadas edades, formación e intereses, decidieron que aquel día era el día en que se reunirían para investigar juntos dialogando. Actualizaron la vieja actividad socrática de indagar con otros la vida y, en el proceso, ser un poco más conscientes de sí mismos y de su propia vida.

Después de los oportunos y merecidos agradecimientos, pues la acogida a esta iniciativa no había podido ser mejor, ni en amabilidad, ni en buena disposición, de tan entusiasta que ha sido, el propiciador de la actividad explica el origen, casual pero afortunado, de esta modalidad de práctica filosófica, y expone sucintamente el porqué de esta experiencia. Sencillamente, se trata de entenderse y dejarse entender como personas, que sin mucha dificultad se logra, simplemente, escuchándose mutuamente y teniendo en cuenta al otro. Algo tan fundamental y tan poco corriente en nuestros días.

Se dieron cita allí, cómodamente sentados en círculo, calentitos, y ante una taza de café u otra cosa, la curiosidad, la búsqueda de novedades, las ganas de encontrarse con otros para contrastar opiniones, para saber, para aprender, manifestándose libremente, sin presiones ni intereses, profundizando, y si se puede aportar algo, aportándolo. Estaba además la necesidad de compartir, y si se puede, encontrar algunas respuestas. Fueron convocados también a la reunión: la Vida, la Muerte, se convocó a Dios mismo, a la Hipocresía y a los Sentimientos. Temáticas invitadas que sedujeron a los participantes, aunque no por igual, pues se ve que la Vida y la Muerte estaban muy presentes allí, aquel día. ¡Cómo podía ser de otro modo con tantos participantes tan jóvenes y vitales! Se decidió que fuera la muerte el tema del día, pero quedaría patente que hablar de la muerte era hablar de, y aprender para, la vida.

¿A dónde vamos después de morir? ¿Qué tipo de vida tendríamos después? Claro estaba que los participantes se resistían a morir sin más (ya se ha dicho que había mucha vida allí). La muerte fue la señalada con el dedo, y hacia ella se lanzó sin contemplaciones el dardo que abriría una brecha que permitiera analizar de qué estaba hecha la muerte. ¿Para qué la muerte? Era la pregunta que prometía descubrir su verdadera naturaleza, pues se preguntaba por la finalidad que tendría.

La muerte es lo que da valor a la vida. Se enuncia esta tesis, que emerge y se oculta en distintos momentos del diálogo. Por de pronto es abandonada cuando se enfrenta a la naturaleza paradójica de la muerte: su certeza y, a la vez, su incertidumbre. Tenemos como cierto e irremediable el hecho de la muerte, pero también tenemos la incertidumbre del momento en que vendrá, lo que condiciona sobremanera y constantemente la vida humana. Otro participante destaca su carácter igualador, nada hay que nos iguale más: todos morimos. Incluso, es algo bueno que tengamos que morirnos. ¿Qué ocurriría, si no? ¿Qué desastres no nos visitarían si nadie muriese? La ambición, frecuente en el género humano, podría hacer estragos. A otros, sin embargo, les podría conducir a una patente falta de motivación por la vida, si nunca acabase. Pero no hay que confundirse, por eso se hizo la distinción aquella tarde, entre tener un propósito o meta en la vida, que es lo que le da sentido a la misma, y la ambición que te ciega y te impide apreciar lo que de verdad importa en la vida.

Pero, en una reunión como la nuestra, los conceptos van madurando, lentamente se van cociendo y, una vez concretado alguno de ellos, puede llegar a suscitar emociones: satisfacción, aceptación, una nueva confusión, curiosidad o también preocupación. Esto último es lo que parece haber emergido en la mente de una de las participantes adultas. La muerte, ¿algo benigno, entonces? Por favor, ¿quién quiere morirse? La muerte, más bien, supone un obstáculo, frustra nuestros proyectos, la vida misma, que no es más que un proyecto (como diría Martin Heidegger, que definía al hombre como un ser-para-la-muerte), nos aparece truncada irremisiblemente por su obra. Ahora bien, se pregunta: ¿cómo sería la vida sin la muerte? Y se insiste en argumentos anteriores, que sería catastrófica dicha situación. Pero he aquí que un participante adulto propone una hipótesis intermedia (claro que sí, nuestra investigación requiere del concurso de la imaginación, que nos permite sacar partido a todo experimento mental): dejemos de lado la realidad humana de que todos morimos, y también la supuesta hipótesis de que nadie muera, que pone de manifiesto nuestra pregunta de partida, supongamos que algunos no mueren. Y se analizó esta hipótesis intermedia, a ver el juego que nos podía ofrecer.

Se esgrimieron criterios para determinar si sería buena idea que algunos se quedaran por aquí, por este mundo campando a sus anchas, mientras que el resto moría. Pero todos estos criterios mostraban que tan poco halagüeño era que nadie muriese, como que algunos no muriesen. Ni el criterio económico, ni el genético, ni el de los méritos que acumularan en su vida, parecían servir de mucho, ni permitía al grupo avanzar mucho más. (El último criterio mencionado, el de los méritos acumulados en vida, era precisamente en torno al cual, en ocasiones, se han organizado algunas religiones). Pero, este impasse en la discusión, que volvía a argumentos anteriores ya vistos, podía significar que algo había podido quedar oculto. Siempre se acababa hablando de lo “catastrófico” de no morir todos (o algunos). ¿Dónde estaría la catástrofe? ¿Dónde estaba el problema? Si se descubría, si éramos capaces de desvelar su verdad, es decir, si éramos capaces de quitarle el velo y mirar en su interior (como acostumbraban a mirar la verdad los antiguos griegos, que la entendían originariamente como alétheia, como des-cubrimiento), encontraríamos, quizás, el sentido que buscábamos en el hecho de morir, y también pudiera ser que esto mismo alejara, de algún modo, la preocupación sobre el valor la muerte, seríamos más conscientes, quizás, de su finalidad, si la tuviera, que era lo que nos preguntábamos inicialmente al comenzar nuestra investigación conjunta.

La muerte es necesaria. Dar con el significado de esa necesidad se volvió crucial en la discusión. “Necesario” no quiere decir que sea agradable ni se lo justifique, ni tampoco  se refiere al sentido obvio de que es inevitable. Es otra cosa. Era otra cosa, la que estaba apunto de emerger. ¿Es posible la vida sin la muerte? La anterior pregunta sobre cómo sería nuestra vida sin la muerte, nos había desorientado un poco. Ésta sí que nos centraba ahora de verdad en la cuestión que preocupaba. Mi vida, ¿sería la misma sin mi muerte? ¿No da esto también sentido a mi vida? ¿No es lo que es mi vida, en cierto modo, debido a ella? Quizás sea ésta la mayor y más trascendental prueba a que nos somete la vida, pues nos pone ante el reto de la aceptación, o no aceptación, de mí mismo y de mi propia vida tal como me va siendo. Puedo no aceptarlo y, de mil maneras (hoy en día son muchas y variadas), lograr apartar de mi vida la evidencia de la muerte, evadirme, escaparme o amargarme. Pero la aceptación se presenta como algo ineludible para poder vivir con una mínima serenidad y ánimo. Más tarde, lo podemos justificar religiosamente, o de cualquier otro modo, pero la aceptación se nos presentó aquel día, en nuestra reunión, como algo previo e imprescindible. El día en que elegimos hablar sobre la muerte para hablar de la vida.

Salud Ciudadana




¿Cuál es el estado actual de la ciudadanía? ¿Qué significa ser ciudadano hoy? En esta breve aproximación se intenta comprender el origen y las consecuencias de la separación entre política y ciudadanía. Si el Estado se vuelve administración pura y dura, y la política se hace profesión que sólo busca mantenerse a sí misma, no es de extrañar que el pueblo piense que “los políticos son todos iguales” y que no sienta como suyo aquello de que “el Estado somos todos”. Se indaga en la diferencia entre ser persona y ciudadano, y no simplemente, cliente, consumidor, espectador o usuario, procurando trazar algunos puentes de conciliación entre la vida y la política.

****

Si se hubiera de definir la democracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona (María Zambrano, Persona y democracia).

Ha sucedido, en cambio, que durante el proceso de desarrollo ha habido un desprecio muy grande a los orígenes de la humanidad, en donde efectivamente tenían un significado muy alto la comunidad y la colectividad (Rigoberta Menchú, Rigoberta: la nieta de los mayas).

Presumes que eres la ciencia / Yo no lo comprendo así / Como siendo tu la ciencia / No me has comprendido a mí (Soleá de la ciencia, popular adapt. Enrique Morente).

Pero lo cierto es que el Estado en el que menos anhelan gobernar quienes han de hacerlo es forzosamente el mejor y el más alejado de disensiones, y lo contrario cabe decir del que posea gobernantes contrarios a esto (Platón, República, VII).

Cuando nacemos, cuando entramos en este mundo, es como si firmásemos un pacto para toda la vida, pero puede suceder que un día tengamos que preguntarnos Quién ha firmado esto por mí, yo me lo he preguntado y la respuesta es este papel (José Saramago, Ensayo sobre la lucidez).



Ciudadanía rota

Si es cierto, como parece, que los seres humanos a diferencia de otros animales comunitarios viven su vida paradójicamente, debatiéndose dentro de un mar que les ahoga y necesitan para salir a flote, entre su sociabilidad natural y su identidad individual que sólo puede irse fraguando con/contra el grupo a que pertenecen, la situación actual de la ciudadanía sólo representaría uno de los avatares de esta dramática relación. Nuestra “insociable sociabilidad”, propia de la naturaleza humana definida kantianamente, se nota en las cicatrices interiores que nos acompañan desde niños a cada uno de nosotros, se refleja en la rebeldía adolescente y en los conflictos y cambios sociales, en los sinsabores del usuario de la Administración, en las medidas preventivas y represivas que las instituciones disponen con el fin de mantener a raya a ciudadanos discordantes o en el mismo acto de creación y transmisión literarias.

¿Qué es lo que el ser humano siempre ha anhelado satisfacer a través de esta relación? Una armonía mínima que le permita vivir humanamente con los otros, convivir. Una contribución a su constante esperanza de ser feliz algún día. De vivir y de vivirse humanamente. Lo busca en cada relación que emprende y en cada relación que se descubre abocado a abandonar. Al igual que cualquier otro viviente, persigue denodadamente ser más, crecer y superarse, ir más allá de sí mismo que ha de desvelarse en cada convivencia. Por eso se mueve, es decir, actúa y vive. Pero tal armonía está hecha de retales de variadas texturas y colores, de ajustes y desajustes que han de irse zurciendo a cada paso. Es la lucha de la persona por ser algo más que un individuo en una sociedad que no sea una masa. Y la pérdida de continuas batallas. Así se vive actualmente la ciudadanía, como una ciudadanía rota.

En el presente impulso, nos preocupa dar voz a la gente, hablar de lo que se oye y de lo que se siente por ahí. Lo que suele hacerse y suele esperarse. La gente no siempre es fiable y confiable, pero cuando el repiqueteo resulta atronador, debe ser tenido por indicio o síntoma de amplias realidades sociales, la esencia del pueblo en cada momento. La gente, como sabemos, habla más de sí misma que de los demás, por consiguiente, no se refiere a fulano o mengano, más allá de eso aflora su estado de ánimo general, el estado de salud de los ideales del pueblo. Así que hablaremos de política. Y lo que la gente manifiesta es que el pueblo ya no siente la política. Cuando mejor había de sentirla como suya, una prolongación de su ser mismo ciudadano, en un entorno formalmente democrático, “nadie” quiere saber nada de “política”, salvo “aquellos” que lo tienen como medio de vivir o de escalar mejores posiciones de dinero y de poder.

Un modo ocurrente de contrastar este desarraigo ciudadano lo hallamos relacionado con el abstencionismo electoral, que por sí mismo bastaría para desacreditar a la más avanzada de las democracias. Si el voto se convierte simplemente en un medio para justificar el funcionamiento del sistema democrático mismo, la excusa para gobernar mercadeando con él, es natural que la percepción popular de tal realidad produzca abstención como excrecencia. Pero, si se hace consistir en el voto el principal instrumento de participación democrática y no hay suficiente participación, entonces habría serias dudas de la legitimidad del poder democráticamente obtenido. Como la democracia, se dice, es el menos malo de los sistemas políticos posibles, y como una mayoría de la población va subsistiendo materialmente mejor que en otros tiempos, la farsa se prolonga en el tiempo y cada uno asume su papel en el reparto, aunque sea con poca convicción. Tan poca convicción que hace que sea durante una retrasmisión deportiva cuando pronunciemos con mucho menos repeluzno y con mucho más entusiasmo y preocupación el “nosotros” autoidentitario.

Quiere decirse que de la época griega del zoon politikon, es decir, cuando reinaba la indistinción entre ciudadanía y política dado que la sociedad era una con la política, después de muchas desventuras y de graves sacrificios, hemos desembocado últimamente en la nuestra, en un abismo difícil de franquear, un hiato que ocasiona la política separada de la ciudadanía y al ciudadano separado de la política. Después analizaremos, quizá, su más relevante punto de inflexión: el momento en que la Política se hace profesión y el Estado se convierte en administración.

Algún tiempo pasado siempre fue mejor

La ocasional vuelta al pasado no significa sucumbir ante un estado nostálgico del ánimo ni ha de resultar tampoco una huida del presente, pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor. Puesto que el futuro tiene que ser construido todavía, rescatar opciones del pasado que acompañen las posibilidades actuales puede ser altamente útil y edificante. Podríamos recordar algunas de las virtudes del antiguo modelo político griego. No el que expusieron en sus escritos algunos de sus autores más clásicos, sino el de la realidad social de la polis ateniense que inspiró aquellas contribuciones teóricas. Un modelo de integración político-social, en el que era posible encontrar ciudadanos y conciudadanos. Si el hombre era concebido como “animal político”, lo era debido a su arraigo e integración social.

Cuando no había distinción entre sociedad y política, y por tanto, tampoco entre política y ciudadanía. Cuando las cuestiones políticas (la lucha por el poder y su distribución), eran una parte de las cuestiones sociales. Cuando lo social, entonces, incluía lo político. Un momento privilegiado de la conciencia humana acerca de sí misma, cuando ésta preguntó racionalmente por la naturaleza humana. En Grecia ocupó todos los foros de discusión de las escuelas filosóficas a partir del siglo V a. de C. Aunque, la pregunta misma ya prefiguraba la respuesta: si el hombre ha de tener una naturaleza, es que forma parte de la Naturaleza, de la physis, de la naturaleza general de todos los seres existentes. Como los demás, el hombre es un ser inmanente a ella, surge de ella y en ella desaparece. En lo cual se da una coincidencia bien significativa con otros pueblos “primitivos” o “tradicionales”, que viven su vida arraigada socialmente pareja a su integración armónica con la naturaleza.

El mundo se le presenta al hombre griego antiguo ordenado, y por eso finito, como también lo es el hombre mismo, de ahí que éste viva volcado en su ciudad, en su comunidad, compartiendo y completando su propia naturaleza limitada con otros hombres que tienen sus mismas preocupaciones, sus mismas esperanzas y temores. Con esto romperá claramente la modernidad: el hombre no tienen límites. Y a partir de tan arrogante e insolente momento, comenzará el exilio del individuo dentro de la sociedad.

Pero, este acto de autoconocimiento deja patente otro rasgo fundamental: puesto que puede hacerse consciente en él lo que es el mundo, posee logos, y la physis puede hacerse en él "palabra", signo comunicativo. De ahí que el hombre sea por naturaleza un ciudadano, no un solitario. Sin la sociedad, sin su comunidad, el hombre no es nada, sólo un desarraigado que a duras penas puede vivir humanamente (por eso, en este mundo el ostracismo o el destierro podían tener valor penal). No ha llegado todavía el individuo. La comunidad es la política del pueblo.

De donde se deriva la conclusión más obvia: si esta naturaleza es común a todos los hombres, por esa misma razón, la sociedad ha de ser democrática. Y nos encontramos, por primera vez, con el método con que se ha plasmado el ideal de vida social integrada en Occidente. Este “despertar” de la conciencia de la armonía entre el individuo y la sociedad, luego de mil formas acallado y sojuzgado hasta perder su noción y herir de muerte su ilusión, siempre estuvo, desde entonces, latente en nuestra historia. Un anhelo de lo que no se tiene totalmente, un atisbo, una reliquia de lo que una vez nació y murió, quedando su reseca y pétrea sustancia acartonada.

De otras culturas podemos aprender otros métodos. En las sociedades preestatales y en las comunidades tradicionales que perviven o han pervivido hasta hace poco, en desigual batalla con la cultura regida por la racionalidad tecnológica. En las comunidades aborígenes de las que la Antropología constituye un buen museo donde han quedado expuestas o grabadas sus voces e imágenes en peligro de extinción. Mucho podríamos aprender de ellos, antes que desaparezcan. Por lo menos, algo muy básico y valioso: si queremos ser felices, unos con otros, todo lo mucho o lo poco que se pueda, hemos de aprender a convivir también en el seno de la Naturaleza, con sus leyes sin violentarlas según se hace a partir de la versión moderna del método científico, y con los otros seres junto a los que formamos la trama de la vida. El arraigo social tiene su principio en el arraigo natural.

Inclusive, se puede decir que puede haber dominio y jerarquía y aún encontrarse integración. Sin ir más lejos, así quedaba registrado en la República platónica, que no era democrática. Cada uno, y cada grupo social, aporta lo mejor que puede aportar a la armonía (o justicia) de la ciudad. Contribuye según sus posibilidades, todas las capacidades son necesarias. Si alguna parte pretende recibir sin dar lo que le corresponde, la comunidad se resiente, se corrompe y está abocada al fracaso. Por eso es tan importante que los que han de tomar decisiones políticas, que afectan a todos, no sean corruptos, porque su objetivo debe ser el bien común, como todos los demás. Han de gobernar los que menos anhelan gobernar para que así no actúen persiguiendo sus propios intereses o de los suyos. Cierto que desde una perspectiva histórica encierra el modelo platónico numerosos peligros, que pueden resumirse en su carácter antidemocrático. Enfatizó Platón la diferencia, el correr de los siglos ha permitido comprender que la diferencia ha de emerger del poso de la igualdad.

Tampoco carece de sentido que, a veces, por desgracia, la gente prefiera a un tirano. Y esto lo saben utilizar muy bien los tiranos. Lo que más desea el ser humano, ser social, es convivir en paz consigo mismo y con los demás. Y, cualquier promesa de vida que enfatice esta necesidad, tiende entonces que ser preferida. Porque la clave de esta añorada armonía entre el individuo y la sociedad es que los individuos no sientan el poder: que lo que se hace o se decide, tanto si provine de una instancia cercana como si es lejana, sea tenido como propio y no posea rastro de impostura. No sea extraño ni produzca alienación.

Sin embargo, ningún sistema social posee tanta potencialidades como la democracia, tantas excelencias para poder conciliar socialmente lo que hay y lo que debiera haber, ningún método puede comprenderse ni justificarse mejor para la resolución de los abundantes conflictos de todo tipo que caracterizan la actual sociedad compleja y global en que vivimos. Porque la democracia es el momento y el espacio en donde “no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona”, escribió María Zambrano. Pero, ¡ay!, justo cuando se lo pone en los papeles de manera oficial, y se consigue crear multitud de instituciones que la defienden y la trasmiten, el pueblo siente que a la democracia se le sustrae su auténtica esencia democrática delante de sus propias narices, secuestrada por el mercado, la organización y la lógica profesional.

Negociar curvas gestionando parques

En nuestros días, bien lo sabemos, demasiadas cosas se han vuelto administradas. Es el precio de la complejidad social. Se administra todo lo administrable (reduciendo todo a administrable) a los administrados. El Estado se ha transformado en buena medida en “gestor” (que gestiona), y no tanto que alumbra realmente nuevas y mejores iniciativas. Tanto es el entrenamiento popular, que los administrados a menudo se olvidan de exigir otra cosa que no sea una buena gestión. La eficacia y la rentabilidad se pavonean ante cualquier otro valor, lo que significa el triunfo pleno y casi sin fisuras de la Razón Instrumental.

Como se encargó muy bien de describir Max Weber, un agente es máximamente racional cuando es capaz de emplear los medios más adecuados para lograr eficazmente un determinado fin; en un grado inferior de racionalidad se situaría el agente que actúa de acuerdo a valores, puesto que corre el riego de no sopesar bien las consecuencias de su acción; no digamos el acto afectivo, determinado por impulsos emocionales; y en el último lugar de la escala, lo más irracional que puede llegar a realizar un agente, estaría el acto de seguir una tradición, dado que se asume mecánicamente y por inercia social. De este modo, se ofrecen al hombre de hoy, al ciudadano consciente, dos alternativas: o bien cae en la cuenta de que casi todo lo que hace (y se ha hecho a lo largo de la historia) es en su inmensa mayoría irracional o carente de sentido, por consiguiente, la pirámide de sus acciones estaría boca abajo; o bien, concluiría que este señor no ha comprendido nada, que no le ha comprendido a él y que es mejor que lo que dice siga escrito en un libro.

Pero una cosa es lo que de hecho suele hacerse y sentirse, lo que encontramos en la vida corriente de la gente, y otra cosa muy distinta es lo que se ha ido organizando de acuerdo a tales ideales racionalistas de la modernidad, que ha dado lugar a numerosas construcciones institucionales que luego operan sobre todos nosotros convertidas en “férreos estuches” que encorsetan nuestros deseos y nuestras intenciones. Una irracionalidad destructiva que haría de la vida del individuo algo insoportable, hasta el límite de sentir a la sociedad como algo a lo que ha de enfrentarse y de lo que ha de sacar el máximo provecho, como manda la “máxima eficacia racional”: he aquí una trágica incomprensión mutua.

El acto propio del management está de moda y por todos lados se oye y se percibe. Hasta los vehículos deben negociar, se dice a veces, las curvas de la carretera. ¿Deben los centros educativos, los hospitales o los espacios naturales gestionarse? Tamaño debate tiene casi siempre una orientación previsible: se ha vuelto necesario gestionar. Lo que sucede es que constantemente se toman modelos sistémicos provenientes del mundo del dinero y el poder, y se aplican, por ejemplo, al mundo de la ciencia (que se pone al servicio de la explotación comercial), al mundo del trabajo (que ahora se transforma en recurso humano), al tiempo no laboral (y ahora se gestiona el ocio y el tiempo libre), a las relaciones familiares o sexuales (que han de ser planificadas), a la sanidad y a la educación (que han de ser rentables y estar orientadas a la productividad), o bien, a los espacios naturales (ahora convertidos en parques gestionados). Y, entretanto, algo de nosotros se queda en el tintero, no realizado, sollozando y ocasionando patologías psico-sociales típicas de nuestro tiempo.

Si así es la sociedad que nos invade, no es raro que algunos se bajen en la estación más próxima que puedan hacerlo, que otros se evadan o se vuelvan adictos de múltiples maneras posibles a las primeras de cambio, que otros saquen el mayor provecho posible de los bienes públicos, y todos, o la mayoría, prefieran ser individualistas en una extraña sociedad de extraños que no conoce a nadie si no es a través de su número digital o su tarjeta de crédito (salvo a los famosos).

Poca cosa queda, pues, más allá de la gestión, auténticamente humano y digno del pueblo. En un mundo globalizado, sin Estados-nación, las decisiones se toman fuera, por lo que se vuelven más extranjeras y extrañas aún. Los “señores del aire”, de las finanzas, del mercado, de las comunicaciones, esos nuevos señores feudales (Javier Echeverría), son los auténticos renovadores de un feudalismo desplegado unidireccionalmente: les servimos a ellos, pero ellos nos sirven para que les sirvamos más y mejor, convertidos en datos estadísticos con los que poder componer mejor el mapa de la inversión y del beneficio, un beneficio muchas veces indecente por desorbitado y extremadamente insolidario. Quizá no tengan nombres y apellidos, quizá no controlen las “grandes” decisiones de la agenda mundial, quizá compitan entre ellos y no estén coordinados entre sí, quizá sólo quieren ganar dinero y obtener poder para vender más y tener más dinero. ¿Estarían así “ellos”, también, atrapados, alienados?. Quizás, tan sólo buscan persistir.

Una voluntad de poder decadente necesita del otro para reafirmarse a sí mismo en su ser. No ha sido esto tan raro, sin embargo. Más bien ha sido una constante en la vida humana desde su origen. El ser humano ha procurado poner a su servicio su entorno, convirtiéndolo en medio para sí mismo (lo que está inscrito en su peculiar capacidad técnica). Efectivamente, dentro del orden del ecosistema natural, los seres son medios para otros seres sin conciencia de ello, por tanto, sin rebeldía. Pero, el homo sapiens es diferente (por eso se interpretó mal a Darwin): la lucha por la supervivencia significa en él no ser medio para otro, más bien, poner a su servicio al otro. Ser el único vencedor. Escapar al destino (¿es, acaso, éste nuestro destino?). Así que estamos ante un viejo escenario, sólo que ahora reproducido bajo al forma de poderes fácticos o de la diversas formas de autoridad. 

No es difícil de entender, entonces, que el interés sistemático del Estado sea también persistir y perpetuarse, de acuerdo a la lógica humana de donde procede. Si hace falta, plegándose a los señores de la aldea global y a sus fines, si hace falta redirigiendo las demandas ciudadanas hasta convertirlas o integrarlas en áreas administradas. Así, una vez más, como es corriente en nuestro tiempo, el medio se transmuta en fin, en este caso, el gestor se hace gestante de sí mismo. Y, a partir de ese momento endogámico y solipsista, el Estado ya no administra bien y el ciudadano no siente que sea Estado. Del tiránico “el Estado soy yo”, al tiránico múltiple y sin rostro “el Estado somos todos”. La sociedad camina por su lado, la sociedad civil ya no es el Estado, de modo que no es de extrañar que proliferen organizaciones no gubernamentales, allí, en tantos sitios donde no llegan las inercias de los procedimientos estatales. Pero, ¿qué hay de los que deciden cómo se gestiona, los políticos? Los políticos, se han profesionalizado.

Por qué los políticos son todos iguales

“Los políticos son todos iguales” reza el dicho popular contemporáneo, que no es lo mismo que decir que todos los políticos sean iguales, sino que se parecen en algo. Es a lo que se refiere el pueblo en cuanto pueblo, como verdadera instancia ético-social que es. Quiere decirse que siguen, en general, la misma lógica, las mismas estrategias aprendidas en la misma “escuela”, la de la profesión política. Cada profesión tiene su propia lógica de acción que cohesiona a los sujetos que la integran, al forzarlos a convivir en parecidos contextos, ejerciendo sobre ellos una fuerza gravitatoria a la que es difícil resistirse. Se funda su peso en la tradición que se va consolidando poco a poco a medida que se van generalizando determinados usos y costumbres. Desde luego, nos influye mucho lo que “se hace”, porque a fuerza de hacerse se vuelve “normal”, va pasando desapercibido y se transforma en algo valioso. Ocurre en la práctica, sí, que el “es” deviene un “debe”. Constantemente está pasando. Por ejemplo, en un ambiente socio-político en donde la corrupción sea frecuente, no sólo es difícil no caer, pues es más complicado resistirse, sino que la caída pierde todo su anterior valor negativo.

Si nos referimos a nuestro contexto político próximo, lo cierto es que los políticos se han ganado a pulso la mala fama que tienen. Sobre todo desde que no hace tanto nos levantábamos cada mañana con un nuevo escándalo político o una prolongación del anterior. Menuda educación ejemplar ha ido recibiendo la población española, especialmente los jóvenes. De ahí el dramático mandato juvenil a Zapatero: “no nos falles”. Y es que los políticos están ya en el “tiempo de descuento”. Un síntoma muy claro es el descrédito popular de las “versiones oficiales”, ya sean declaraciones, informaciones, aclaraciones o desmentidos. El dicho popular “piensa mal y acertarás”, en política, se ha vuelto, desgraciadamente, casi una llave maestra para comprender lo que hay detrás de las palabras que se pronuncian sobre cualquier asunto o suceso delicado.

De manera que el pueblo ha llegado a la convicción de que la mayoría de los miembros de la Clase Política están trazados por la misma tijera, sean del signo que sean, puesto que en la selva de la política, aquél que sobrevive es básicamente “un igual” que ha entrado por el aro de las embestidas del tráfico político interno y ha aceptado sus reglas, ya que de lo contrario, o bien, lo han echado haciéndole la vida imposible, o bien se ha ido él, cansado o asqueado. Son muchos los ciudadanos potencialmente valiosos para la comunidad que, o no desean mezclarse en política o lo han dejado. Y así, es normal que aquéllos que se quedan tengan un aire de familia en su comportamiento, es una cuestión de selección natural.

No puede ser que a los Profesionales de la Política se les llene la boca de democracia y vivan y se relacionen dentro de instituciones tan poco democráticas. Lo que muestran con sus prácticas ante el público es que ellos mismos no creen en la democracia, si no, no se entiende que tengan que recurrir continuamente a mecanismos predemocráticos, cuando menos, para que a la hora de una votación ya esté todo resuelto de antemano a su favor. No puede ser que el político que vaya escalando la jerarquía del partido sea el más capaz, pero de conseguir alianzas internas utilizando cualquier medio a su alcance. Para conocer detalles del político al uso, no hay más que escuchar con atención lo que dicen sus adversarios políticos: debe constarles lo que suele hacerse en política. En realidad, los políticos se nos aparecen, desde fuera, bastante previsibles, porque suelen hacer lo mismo o muy similar en parejas circunstancias. Y es que en el fondo, sean del partido que sean, responden a un mismo patrón de comportamiento. Son bastante conservadores.

Veamos algunos rasgos de esta dinámica conservadora, sus herramientas discursivas de consolidar el poder, sea cual sea la cuota de poder de que se disponga, aptas para defender su situación social de Clase Privilegiada que monopoliza el poder, contribuyendo a construir una democracia a su medida, en donde los Políticos resulten tan imprescindibles como también lo han logrado, por ejemplo, la Banca o las Aseguradoras: reducir la voluntad general a votos del pueblo, mercancía con la que poder comerciar en su lucha por el poder; extraer del mundo de la vida y de la cultura aquellos ideales que, convertidos en grandes palabras vacías de significado, puedan ser utilizados para justificar y adornar cualquier política conveniente de partido; poner mucho cuidado en sus declaraciones y discursos de manera que no aclaren, ni expliquen, ni argumenten, ni enseñen nada, pero que puedan fácilmente vertirse como titulares periodísticos; recurrir al asesoramiento experto y a la estadística para justificar sus posiciones es de lo más corriente; también suelen enmascarar los debates públicos, defendiendo que ya se ha dialogado, que ya han intervenido todos los interlocutores correspondientes, que ya se ha tomado nota. Aunque, de cara a la galería, forzando así una democracia de las apariencias. 

Si nos fijamos, están acostumbrados a atender prioritariamente asuntos que no tienen más remedio que atender, porque hayan trascendido a la opinión pública o porque se ejerza algún tipo de presión social sobre ellos. El resto del tiempo atienden “sus asuntos”. En ocasiones, incluso se ven impelidos a crear nuevos problemas o a alimentar otros añejos ya superados por el pueblo, como ocurre a menudo en los casos del nacionalismo europeo contemporáneo. Y, en definitiva, de nuevo encontramos que la política, que es de por sí un medio al servicio de la sociedad, se transforma en un fin en sí mismo que sólo busca perpetuarse como subsistema social. En resumidas cuentas, la separación entre política y ciudadanía recibe, de esta manera, su ración cotidiana por obra y gracia de los Profesionales de la Política.

La sensación de ser instrumento de otro, de estar siendo cocinado en la trastienda y preparado, listo para el buen provecho del interés de otro, es de lo que peor sienta al ciudadano consciente. Por eso, la tesis del Ensayo sobre la lucidez de Saramago, por sorprendente e inesperada que parezca, no es ni mucho menos descabellada ni improbable. La idea de que en la capital de un país el ochenta y tres por ciento de la población vote en blanco, al unísono y con toda la tranquilidad del mundo, realmente es difícil de imaginar y es lo que añade a la novela una especial fuerza dramática. Pero la base argumental es bastante sólida.

Verdaderamente, el descontento de la Política Profesional y sus políticos tiene durante unas elecciones poco cauce de expresión. ¿Cómo puede el pueblo decir en voz alta que en el fondo, en el fondo, no le satisface ninguna opción política, que si vota es por inercia y por colaborar con la democracia, ya que es mejor que otra cosa? Hasta ahora, la consigna popular tácita más seguida ha sido la abstención. Pero, ¿vale de algo? Realmente de nada. Pues, ya se repartirán proporcionalmente el poder los políticos de turno a partir de los porcentajes obtenidos, por muy pírrico que haya sido el número efectivo de votos. El hecho de que haya habido poca participación no le preocupa, para sus adentros, lo más mínimo a la Clase Política, mientras se tengan suficientes pretextos y medios legales para ejercer el poder. Una abstención de más del cuarenta por ciento ya debería hacerles pensar (y al sistema mismo cuestionarse), no digamos si es del cincuenta o del sesenta por ciento, como se da a veces de hecho. Como no es así, que parece ser que lo más importante es que todo siga igual para que el “negocio continúe”, la opción masiva del voto en blanco no ha llegado, pero puede llegar.

Por consiguiente, es posible que si se pudiese recuperar algo de lo que debe ser, en este caso, que la política fuera propiamente un medio, quien sabe si podríamos reencontrarnos con la ciudadanía perdida. Si fuera posible que la sociedad civil recuperase la capacidad de trazar sus propios fines y que, tanto la expertocracia como la política estuvieran a su servicio y no al revés, quizá entonces tendríamos una ciudadanía más dueña de su propio destino, de acuerdo a la altura de nuestro tiempo.

 

Qué significa ser ciudadano hoy

 

Ser ciudadano significa ser persona siendo ciudadano, y no simplemente individuo cliente, consumidor, espectador o usuario. Para el ser humano individualmente considerado, ser persona supone desenvolverse como humano, lo más humano de él, lo más irreductible, misterioso y sagrado, ineluctable. De donde brota la trayectoria de su acción, siempre abierta al futuro, siempre libre, manantial rebosante del que emerge la individualidad, la sociedad y la historia. De no ser así, no habría individuos ni sociedades diferentes, ni historia distinta, es decir, no habría historia y no habría sociedad humana que valga (María Zambrano). Llamamos “pueblo” a la voluntad personal hecha sociedad y “ciudadanía” cuando se muestra acción política. Por eso, el espejo social en que se mire la política ha ser el pueblo, esa voluntad general de la que hablaba Rousseau, condición necesaria para una ciudadanía efectiva, único correlato político digno. Junto a la persona estaría siempre asomándose el individuo, en constante trance de perderse en la generalidad, apto para convertirse en masa invasora de espacios reservados, reconvertible en anónimo usuario y un cliente rentable, siempre ávida de nuevos bienes de consumo. El hombre doméstico y domesticable, comparsa útil de cualquier nueva necesidad prefabricada a la manera mercadotécnica.

 

Por tanto, la ciudadanía tanto si es ejercida individualmente como si lo es socialmente, constituye auténtica ciudadanía si late la persona, consciente y crítica, atenta y activa, capaz de proyectar su futuro a partir de los mimbres de la realidad histórica de su tiempo. Si sabe a cada momento poner a su servicio ideas e instituciones, las fuerzas y los recursos políticos, económicos, administrativos o legales. La pandemia de la ciudadanía fragmentada e inerme tiene su origen coadyuvante en el hodierno virus del medio hecho fin autónomo y endogámico, cuando la persona y la ciudadanía (persona política) se fueron haciendo medios, deshumanizándose y despersonalizándose. Pero no basta inmunizarse contra el “mecanismo”. No basta habituarse, de modo que las nuevas patologías sociales e individuales, de tan frecuentes, se tornen “normales” y soportables. De tal modo que los medios continúen transformado la sociedad y la historia a su imagen y semejanza, siguiendo su propia lógica tecnológica, que no siempre alumbraría lo mejor, aquello que deseamos para “nosotros” proyectado hacia el futuro. Porque, puede que algún día, que puede ser éste, nos preguntemos como hace Saramago en su novela, Quién ha firmado esto por mí.


Nunca es tarde para recordar el imperativo ético kantiano en clave social y aplicado a la res publica: Procuremos obrar de tal manera que usemos la humanidad, tanto en nuestra propia persona como en la persona de los otros, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio; pongamos medios, instituciones y recursos que estén verdaderamente al servicio de las personas y sus derechos en cuanto seres humanos. Esta exigencia ha de venir desde abajo, desde cada un de nosotros (y si no lo hacemos, las circunstancias sociales y ecológicas, cada vez más apremiantes, nos forzarán a ello), pero al mismo tiempo, ha de transformarse en obligación institucionalizada desde arriba, desde instituciones hechas a la medida de la persona. Transformar el mundo nunca ha sido tarea de uno solo, para eso tenemos la sociedad. Sólo necesitamos una sociedad humanizada. Éste el fin, el medio es la política. 

 

Como siempre late el pueblo (versión social de la persona), y a pesar de la degradación “masiva”, en determinados momentos se ejerce verdadera ciudadanía. No son tan pocos los ejemplos en nuestra historia reciente. Es cuestión de rebuscar algo en la memoria y, sin demasiado esfuerzo, aparece la actitud de pueblo en episodios como la pacífica y consensuada transición española; como sucedió con ocasión de la fraudulenta invasión de Iraq, que nos hizo sentir ciudadanos del mundo; con la reacción inteligente y despierta de la ciudadanía frente a la grotesca representación política tras el Onceeme; o por ejemplo también, la anticipación ejemplar y solidaria del pueblo a la política y sus políticos, a causa del desastre ecológico y humano del Prestige. Todos estos acontecimientos ciudadanos, sobre todo los más recientes, nos llevan a esperar que no todo se ha perdido, que el pueblo sigue estando ahí siendo sujeto. Que si llegado el momento hay que reaccionar, se reacciona, que no hemos sido totalmente acallados por la monótona lluvia de instrumentalizaciones que penetran continuamente en nuestras conciencias y en nuestras casas e instituciones, una vez que se rompió el cristal y la invasión de los medios tuvo expedito el camino.

No obstante, los anteriores son ejemplos de ciudadanía reactiva, y se requiere algo más, una ciudadanía proyectiva. Capaz de dotarse a sí misma de las herramientas y los procedimientos que satisfagan una mínima estabilidad normativa e institucional, un colchón dúctil y cómodo que propicie todos aquellos cambios que sean menester para poder evolucionar sin perder nuestro horizonte humano que nos dio origen y que nunca hemos de perder de vista. Un posible hilo que tender sobre la grieta que se ha abierto entre la vida ciudadana y la política, entre la persona y la sociedad, podría anudarse a partir de estas dos lazadas:

Por un lado, tomar conciencia de que no somos islas separadas e incomunicadas, que compartimos, sin ir más lejos, los mismos problemas básicos de todo ser viviente y de todo ser social, que el individualismo universal y necesario no tiene futuro; sería suficiente observar que compartimos los mismos intereses y las mismas necesidades que nuestro “vecino” y que éste aspira a lo mismo que nosotros, ya sea un miembro de mi familia, de mi grupo, de mi etnia o de mi barrio (o de cualquier parte del mundo), para que nos comprendamos mutuamente afectados de la misma manera y abocados a entendernos, coordinando nuestras dispares posiciones sobre lo mismo.

Por otro lado, tenemos una urgente necesidad de estructuras normativas y organizativas flexibles, que puedan acoger iniciativas, embriones organizativos, nuevas visiones y nuevos métodos de convivencia transculturales; necesitamos esquemas de procedimientos adaptables y revisables según las necesidades de todos los interlocutores y de todos los actores relevantes sin exclusión. Como se ha dicho, la imprescindible exigencia popular desde abajo ha de ser completada desde arriba en forma de obligación institucionalizada. Siempre revocable, siempre reformulable, constantemente pulida y adecentada, nunca impuesta de modo autoritario.

Y esto no puede ser todo.
__________
Publicado en Alfa (Revista de la Asociación Andaluza de Filosofía, AAFi), nº 19-20, diciembre de 2006-junio de 2007, pp. 187-99, con el título: "Breve diagnóstico de salud ciudadana (de andar por casa)".

Diógenes y otros cínicos




LA SABIDURÍA DE LOS ANTIGUOS
Diógenes, y otros cínicos[1].
  

Hasta el bronce envejece con el tiempo, pero en nada
Tu gloria la eternidad entera, Diógenes, mellará.
Pues que tú solo diste lección de autosuficiencia a los mortales
Con tu vida, y mostraste el camino más ligero del vivir[2].



Vivir con autenticidad: ser siempre uno mismo en el decir y en el obrar será una de las señas de identidad del sabio, que incluye la tranquilidad de espíritu, la autosuficiencia, la impasibilidad, la uniformidad y continuidad en el modo de pensar, la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, y el conocimiento y el cuidado de sí mismo y de los demás. A ello aspiraban los filósofos cínicos, tanto como las demás escuelas filosóficas de la antigüedad. Pues el filósofo no es un sabio, sino que busca vivir lo más sabiamente posible.

¿Hace falta hoy un poco de sabiduría para saber vivir? Veamos qué nos puede aportar la escuela de los cínicos. Comenzar con ellos esta serie sobre la sabiduría de los antiguos es toda una prueba de fuego. Olvídense de los cínicos que tan a menudo nos rodean: no son auténticos cínicos.

Parresía

Los cínicos practicaban la parresía de un modo tan ostensible como ninguna otra escuela antigua, con su conducta. Significaba, en griego, libertad de palabra, o más bien, literalmente, el decirlo todo: ser uno mismo en el decir y en el mostrarse a los demás; sinceridad, honestidad, nobleza, no guardarse nada oculto, no ser mezquinos, no tener dobleces, no ser falsos, hipócritas, no engañarse uno mismo ni a los demás. Veamos cómo era eso. Les dejaremos hablar sin más comentario:


Según el testimonio de Diógenes Laercio[3], que será nuestra fuente para dejar hablar a los cínicos antiguos, ANTÍSTENES (c. 446-366 a. C.), ateniense, pero quizás no de origen legítimo (cosa que hoy a nosotros, ni a él, nos preocupa lo más mínimo), fue discípulo de Gorgias, sofista del que aprendió habilidad retórica; pero la huella más profunda le quedó de Sócrates, al que venía a escuchar todos los días recorriendo hasta ocho kilómetros de distancia, que eran los que había entre la ciudad y el gran puerto. Aconsejaba a su propios discípulos que también lo fueran de Sócrates, y de él aprendió su firmeza de carácter, su impasibilidad y los beneficios de esforzarse, fundando así el cinismo.

Como alguno le reprochó su origen, que no era hijo de dos personas libres, Antístenes repuso que tampoco era hijo de dos luchadores, pero que él era un luchador. Y dicen que decía que prefería caer entre cuervos que entre aduladores, pues unos devoran cadáveres, pero los otros seres vivos. La mayor dicha de un hombre, pensaba, era poder morir feliz. De ahí que lo mejor que había sacado de la filosofía era, según dijo, el ser capaz de hablar con uno mismo. Mientras que, como el hierro por la herrumbre, así son devorados los malvados por su mal carácter. Así que el más necesario de los conocimientos, sería todo aquel que impida desaprender.

Como un joven de Ponto le prometió llenarle de regalos cuando su barco de salazones llegara, Antístenes lo condujo hasta la casa de la vendedora de harinas, y allí llenó un saquito, y cuando ya Antístenes se largaba sin pagar, dijo a la vendedora: “éste te lo dará, cuando llegue su barco de salazones”. Pues la virtud, que es la misma en el hombre y en la mujer, está en los hechos, defendía con tesón, y no requiere ni muchas palabras ni numerosos conocimientos.

DIÓGENES de Sinope (404-323 a. C), quien se convirtiera en el más conocido de la escuela cínica, una especie de filósofo-héroe, fue discípulo de Antístenes, aunque no lo hubiera logrado de no ser por su perseverancia, pues no admitía discípulos. Como levantó el bastón sobre él, le dijo: “¡Pega! No encontrarás un palo tan duro que me aparte de ti, mientras yo crea que dices algo importante”.

Decía que los hombres compiten en cavar zanjas y dar coces, pero ninguno en ser honesto. Se admiraba de los eruditos que investigaban las desventuras de la Odisea, mientras ignoraban las suyas propias. De la misma manera, criticaba a los músicos que afinaban las cuerdas de la lira, pero tenían desafinados los impulsos de su alma. También se extrañaba de que los matemáticos estudiaran el sol y la luna y descuidaran sus asuntos cotidianos. De los oradores, que dijeran preocuparse de las cosas justas y no las practicaran jamás. Una vez, al contemplar a una persona alocada que afinaba un psalterio, le dijo: “¿No te avergüenzas de armonizar los sones de un madero, y no acompasar tu alma a la vida?”. A uno que creía que no estaba capacitado para la filosofía, le repuso: “¿Para qué entonces vives, si no te importa el vivir bien?”.

Y, a otro que quería filosofar en su compañía, le dio un arenque seco y le invitó a seguirle; éste, por vergüenza, tiró el arenque y se fue; luego, cuando lo vio, le dijo sonriendo: “¡Un arenque ha quebrado nuestra amistad!”. Y decía que había que tender la mano a los amigos, pero sin cerrar el puño. Al contarle que sus amigos conspiraban contra él, dijo: “¿Y qué  hay que hacer, si es que hay que tratar a los amigos de igual modo que a los enemigos?”.

A uno que le echaba en cara su exilio por haber falsificado moneda, le replicó: “También antes me meaba encima, pero ahora no”. Y al que le reprochaba que se metía en lugares infectos, respondió: “También el sol entra en los retretes, y no se mancha”.

Al preguntarle qué es lo más hermoso entre los hombres, contestó: “La sinceridad” (parresía). Al llegar a Mindo y ver los portones de la muralla enormes y la ciudad pequeña, dijo: “¡Ciudadanos de Mindo, cerrad los portones, para que no se os escape la ciudad!”. “La gente se ríe de ti”, le dijeron una vez, a lo que respondió: “También de ellos los asnos algunas veces se ríen; pero ni ellos se cuidan de los asnos ni yo de ellos”.

Al serle preguntado qué había sacado de la filosofía, dijo que, de no ser alguna otra cosa, al menos el estar equipado contra cualquier contingencia que le pudiera ocurrir. Y cuando le insistían en preguntarle que de dónde era, él siempre afirmaba que era cosmopolita, un  ciudadano del mundo.


Buen antídoto contra la hipocresía social y política, a menudo reinante en nuestros días, y buen modelo a seguir contra el riesgo constante de engañarse y no ser fiel uno a sí mismo y a la verdad. Proponemos unos sencillos ejercicios filosóficos, para practicar, de inspiración cínica:

Probar a decir en el momento oportuno lo que uno está pensando que hay que decir, y ejercitarse en ello. Ejercicio de espontaneidad y sinceridad.

○ Preguntarme cada vez, ante mi juicio de valor sobre una persona o una situación: “¿Me engaño a mi mismo? ¿Estoy diciendo lo que me diría a mi mismo, de verdad y a solas?” Ejercicio de honestidad y solidaridad.

Examen diario, constatando si mis hechos reflejan mis palabras. Ejercicio de coherencia y de autenticidad.
           
Autarquía

También, los cínicos, ponían mucho celo en llevar una vida caracterizada por la autarquía. En griego, significaba gobernarse a sí mismo por sí mismo, lo que implica independencia, autonomía, ser dueño de uno mismo, es decir, no ser esclavo de uno mismo o de otra cosa, autosuficiencia, llevar una vida propia, que uno pueda controlar y pueda desarrollar, no dependiente de necesidades inútiles o de imposiciones externas. Veamos qué tienen que decir sobre esto:


Según ANTÍSTENES, el sabio vivirá no de acuerdo a las leyes establecidas, sino de acuerdo a la virtud. A un muchacho que posaba vanidosamente ante un escultor, le preguntó: “Dime, si el bronce cobrara voz, ¿de qué crees que se ufanaría?”; “De su belleza”, contestó; “No te avergüenzas entonces, dijo, de contentarte con lo mismo que un objeto sin alma?”. A uno que elogiara el lujo, le replicó: “¡Ojalá vivieran en el lujo los hijos de mis enemigos!”. En una ocasión que fue a visitar a Platón enfermo, y al ver una palangana donde había vomitado, dijo: “Aquí veo tu bilis, no veo tu vanidad”. Por eso, pensaba que no ser famoso era un bien, así como también era un bien lo que uno lograba con su propio esfuerzo.

Como se retrasaba uno, al que encargó buscarle alojamiento, se cuenta que DIÓGENES de Sinope se instaló en una tinaja. Y era tan apreciado de muchos atenienses, que cuando un muchacho rompió la tina donde habitaba, a éste le apalearon, y le procuraron otra a Diógenes. Durante el verano, echaba a rodar la tina en la que vivía sobre la arena ardiente, mientras que en invierno abrazaba a las estatuas heladas por la nieve, acostumbrándose a todos los rigores del clima. También caminaba sobre la nieve con los pies desnudos con la misma finalidad. Todo ello como forma de entrenamiento. Así, una vez que pedía limosna a una estatua, y al preguntarle por qué lo hacía, respondió: “Me ejercito en soportar frustraciones”.

Al observar una vez a un niño que bebía con las manos, arrojó fuera de su zurrón su copa, diciendo: “Un niño me ha aventajado en sencillez”. Arrojó igualmente el plato, al ver que otro niño, que se le había roto el cuenco, recogía sus lentejas en la corteza cóncava del pan.

Preguntado por alguien cuál era el momento oportuno para casarse, dijo: “Los jóvenes todavía no, los mayores ya no”. Elogiaba a los se iban a casar y no se casaban, a los que se iban a hacerse a la mar y no lo hacían, o por ejemplo también, a los que iban a entrar en política y no lo hacían, mostrando, quizás, aquello de que de sabios es rectificar.

A los que le aconsejaban que persiguiera a su esclavo que se había fugado, contestó: “Sería ridículo que Manes viva bien lejos de Diógenes, y que Diógenes no pueda vivir sin Manes”. Decía que los criados son esclavos de sus amos, y que los débiles lo son de sus pasiones. Por eso, cuando le preguntaron si los sabios comen pasteles, dijo que de todo, como los demás hombres; ahora bien, están mejor preparados, si tienen que renunciar a ese tipo de cosas.

HIPARQUIA de Marinea (s. IV-III a. C.), se enamoró de CRATES (con bastante seguridad, discípulo de Diógenes), tanto por sus palabras como por su conducta. Y Crates, que fue llamado por sus padres para persuadirla, como no la convencía, se puso de pie, se desnudó de toda su ropa ante ella, y dijo: “Este es el novio, esta tu hacienda, delibera ante esta situación, porque no vas a ser mi compañera si no te haces con estos mismos hábitos”. La joven tomó la decisión y tomando su mismo hábito marchaba en su compañía y se unía con él en público y asistía a los banquetes. En uno de ellos rebatió a Teodoro y, cuando él quiso atacarla preguntando irónicamente si era ella, esa mujer que había abandonado su trabajo en el telar, respondió: “Yo soy, Teodoro. ¿Es que te parece que he tomado la decisión incorrecta sobre mí misma, al dedicar el tiempo que iba a malgastar en el telar en la educación de mí misma?”.


Nos muestran, estos cínicos de la antigüedad, un buen antídoto contra el consumismo y el despilfarro, que vienen inscritos en la máxima triunfante del “gastar y necesitar mucho”, así como su otra cara, la cíclica e inseparable a nuestro modo de vida, crisis. De ahí que estas propuestas cínicas puedan ser, por ello, un buen ejemplo a seguir en todo momento, pero sobre todo en épocas de crisis, y no sólo económica. A ver, algunos ejercicios de corte cínico para trabajar este aspecto de la autarquía personal:

Practicar el rechazo de un determinado placer o deseo: lo aparto o lo aplazo un tiempo determinado. Entrenamiento útil para dominar mis deseos y no permitir que ellos me dominen a mí.

Ejercicio: cuando una situación me resulte frustrante, imaginar otras posibilidades y poner alguna de ellas en práctica. Rápidamente comprobaremos que todo podía ser de otra manera. Entrenamiento que me permitirá ser más creativo, y más flexible y adaptable en la siguiente ocasión en que se me presente un obstáculo, tener más recursos personales.

○ Practicamos el desapego. Muchas veces yo no tengo a las cosas, sino que éstas me tienen a mí. Ejercicio: pruebo a renunciar a algo que hasta ahora le he dado mucha importancia y observo cómo no ocurre nada grave.

Quinismo

Lo que mejor sigue caracterizando a los cínicos es su quinismo, la intención de llevar una vida lo más natural y simple posible, en algunos aspectos “similar a la de un perro” (kynikoi, de donde le viene el nombre a la escuela cínica), pero también similar a la de un niño. Una vida sencilla, frente a convencionalismos sociales y culturales antinaturales o degradantes: naturalidad en la vida y en las relaciones. Una actitud capaz de traspasar las costras podridas o petrificadas de la sociedad y servir de revulsivo transformador de aquello que está anquilosado y es dañino. El sarcasmo y la ironía, la provocación y la insolencia serán los medios cínicos de crítica social. No hace falta ser tan radicales como ellos, pero algo de su radicalismo nos puede ser muy útil a nosotros:


La ironía crítica rodea la propia biografía, casi mítica, de DIÓGENES el cínico. Sobre la acusación de haber falsificado moneda en su pasado, y que por eso tuvo que marchar al destierro, se cuentan varias versiones. Una era ésta: que fue a preguntar al oráculo de Delfos qué debía hacer para hacerse muy famoso, y allí recibió esa respuesta. Otra, que el oráculo le dio permiso para modificar la legalidad vigente; y a eso se dedicó luego toda su vida, a cuestionar el orden social existente.

Al observar a un ratón, sin preocuparse de un sitio para dormir y sin cuidarse de la oscuridad o de perseguir cualquiera de las comodidades convencionales, encontró solución para adaptarse a sus circunstancias: fue el primero en doblarse el vestido, según algunos (según otros, fue Antístenes), por tener necesidad incluso de dormir con él. Se proveyó de un morral (más tarde también de un bastón) y en cualquier lugar hacía cualquier cosa: comer, dormir o dialogar. Así, con irónica irreverencia, decía que el Pórtico de Zeus y el camino de las procesiones lo habían decorado los atenienses para que él allí viviera.

También decía que cuando observaba la vida de pilotos, médicos y filósofos, pensaba que el hombre era el animal más inteligente, pero cuando advertía, en cambio, la presencia de intérpretes del sueño y de adivinos y sus adeptos, o veía figurones engreídos por su fama o su riqueza, pensaba que nada hay más vacío que el hombre. Como una vez exclamara: ¡A mí, hombres”!, cuando acudieron algunos, los ahuyentó con su bastón, diciendo: “Clamé por hombres, no inmundicia”. Por ejemplo, le irritaba que se hicieran sacrificios a los dioses para pedirles salud, y en el mismo sacrificio se diera una comilona, que precisamente iba contra la salud.

Una vez, Platón dio su definición de que el hombre era un “animal bípedo implume” y obtuvo aplausos; Diógenes desplumó, entonces, un gallo y lo introdujo en la academia platónica, diciendo: “Aquí está el hombre de Platón”; desde entonces, a aquella definición se le agregó: “… y de uñas planas”.

Cuando Diógenes tomaba el sol en el Craneo, se plantó ante él Alejandro Magno y le dijo: “Pídeme lo que quieras”; y él contestó: “Que te apartes y no me impidas tomar el sol”. Acudió otra vez Alejandro hasta él y le dijo: “Yo soy Alejandro, el gran rey”; y repuso: “Y yo Diógenes, el Perro”. Alejandro, que erguido ante él, le preguntó: ¿No me temes?, le dijo: ¿Por qué? ¿Eres un mal o un bien?; como le respondió que un bien, dijo entonces Diógenes: ¿Pues quién teme a un bien? Al preguntarle Alejandro por qué se dejaba llamar “perro”, respondió: “Porque muevo el rabo ante los me dan algo, ladro a los que no me dan y muerdo a los malvados”.

Como a uno le diera vergüenza recoger un trozo de pan que se le había caído al suelo, Diógenes, queriendo darle una lección, ató una cuerda al cuello de una jarra y la arrastró por todo el Cerámico, a la vista de todos.

Decía que la mayoría de los hombres estaban locos por un dedo de margen; en efecto, si uno se pasea por la calle extendiendo el dedo medio, cualquiera opinará que está chalado, pero si extiende el dedo índice, ya no lo consideran así. Asimismo, decía que las cosas de mucho valor se compran por nada y viceversa: pues una estatua se vende por tres mil dracmas y un cuartillo de harina por dos monedas de cobre.

A uno que, mediante un argumento sofístico y malintencionado, concluía que tenía cuernos (de la siguiente manera: tú tienes lo que no has perdido; tú no has perdido los cuernos; por tanto, tienes cuernos), le replicó, palpándose la frente: “Pues yo no los veo”. De igual modo, contra el que defendía con muchos argumentos y contra el sentido común, que el movimiento no existe, Diógenes simplemente se levantó y echó a andar. Ante uno que hablaba de los fenómenos celestes, exclamó: “¿Cuántos días hace que bajaste del cielo?

Una vez que se masturbaba en medio del ágora, comentó: “Ojalá fuera posible también frotarse el vientre para no tener hambre”. Al reprochársele también que comía en medio del ágora, repuso: “Es que fue precisamente en medio del ágora donde sentí hambre”. En un banquete, empezaron a tirarle huesecillos como a un perro y, él se fue hacia ellos y les meó encima, como un perro.

Sólo él elogiaba a un fornido citarista, al que todos criticaban. Cuando le preguntaron por qué, contestó: “Porque con esa corpulencia se dedica a tocar la cítara y no a ladrón de caminos”. Entraba en el teatro en contra de los demás que salían y, al preguntarle por el motivo, dijo: “Eso es lo que trato de hacer durante toda mi vida”, diríamos, ir contracorriente.

METROCLES fue primero alumno de Teofastro, de la escuela peripatética, y se hizo tan refinado que como una vez, en medio de una lectura, se le escapase un pedo, se encerró en su casa abatido por la desesperación con la intención de dejarse morir. Al enterarse CRATES, llamado a socorrerlo, acudió a su casa, después de hartarse a propósito de lentejas, y trataba de persuadirlo con sus razonamientos de que no había hecho nada feo, pues habría sido un milagro impedir la salida de los gases de acuerdo al proceso natural. Al fin, echándose unos pedos le convenció, aportando consuelo con la similitud de las acciones. Desde entonces, Metrocles siguió sus enseñanzas, según nos cuenta Diógenes Laercio.


El cinismo no tiene buena prensa entre nosotros, y con razón. De alguien que es cínico decimos que no tiene moral, o que tiene una doble moral, que no tiene escrúpulos, que es hipócrita y falso, nada fiable ni confiable. ¿Les ha parecido a ustedes que son así los cínicos que hasta aquí han hablado? Nos sumamos a la propuesta de algunos[4] que han pensado también que el cinismo antiguo puede servirnos de muy eficaz antídoto contra el cinismo incrustado en la sociedad actual, inclusive en sus instituciones políticas. Para acabar, unas sencillas prácticas para no dejarse arrastrar por este cinismo, digno de ser desenmascarado y censurado:

○ Reprimir ciertas conductas o actitudes siempre es contraproducente, si la represión excluye en exceso lo natural en nosotros. A ver, este experimento mental: ¿por qué no hago, o no digo esto o lo otro? ¿Por qué no puedo hacerlo? Si la justificación solamente tiene origen en una convención social o cultural, no tengo ningún motivo tan poderoso como para no hacerlo.

Practiquemos esto: no busques tres pies al gato, en todo busca la máxima naturalidad posible, lo más cercano al sentido común, porque la sencillez natural más torpe resulta ser más verdadera que cualquier complicación forzada y artificial.

○ Toda contribución, por pequeña que sea, es bienvenida para vivir en un mundo más verdadero, y con un poco de suerte, algo mejor. Práctica: me aseguro cada día de haber denunciado algo que merecía ser denunciado o desenmascarado, aunque sea poca cosa, con respeto pero con eficacia.



Felices fiestas,
A disfrutarlas, con sencillez y naturalidad.


[1] Publicado primero en Revista de Feria, Excmo. Ayto. de Castro del Río, 2009, 91-7
[2] Texto de la inscripción en la estatua de bronce con la que los ciudadanos atenienses honraron la vida ejemplar de Diógenes de Sinope, que murió con noventa años en Corinto, según se cuenta, el mismo día que moría Alejandro Magno en Babilonia.
[3] Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, Madrid, Alianza Editorial, 2007; traducción, introducción y notas de Carlos García Gual). En cada apartado, recogemos una selección de dichos y anécdotas que se han ido trasmitiendo de los cínicos. En dicha obra, escrita por su autor en la primera mitad del siglo III de nuestra era, pueden encontrarse muchos más. Que ustedes lo disfruten.
[4] Por ejemplo, Peter Sloterdjk, Crítica de la razón cínica, Madrid, Siruela, 2006 (Ed. original, 1983).

Café filosófico en Castro del Río



-¿Por qué vivimos estresados?
Porque tenemos prisa.
-¿Por qué vivimos con tanta prisa?
Porque queremos hacer más y más, para tener más y más.
-¿Vivimos siempre mejor teniendo más y más?
No, vivimos estresados.
-Que pare el mundo, que yo me bajo, pero si no para, elijo bien mis estaciones y decido bien mis paradas, defino bien mis ratos.
(Del segundo Café filosófico, 22 de abril de 2010)


¿Qué es la decepción?
-Sentimiento de tristeza o dolor, una desilusión producida por la sensación de pérdida o fracaso de mis expectativas respecto a mi mismo o a otros.
Vale. ¿Qué nos decepciona de la vida?
-Los demás, nuestra profesión, el amor…
¿Por qué nos decepcionan?
-Nuestras expectativas. Ponemos una escala rígida de valoración y…
Entonces, ¿de quién depende tu decepción, de ti o de lo demás?

-“Todo te puede decepcionar”. Es así.
-Vale. “Es mejor saberlo”.
(Del sexto Café filosófico, 16 de junio de 2010)



Siempre están pasando cosas. Muchas veces parece que no pasa nada, de habituales que son las cosas que van pasando. Quizás pasan desapercibidas, pero siempre están pasando cosas. Y algunas pueden ser tan prodigiosas como raras. Pero tan simples e imprescindibles como ponerse de acuerdo.  ¿Es posible que se reúnan, en un mismo momento y lugar, personas variadas y diversas, por edad, formación o intereses, y que durante un buen rato dialoguen de veras, entendiéndose y teniéndose mutuamente en cuenta, y se puedan poner de acuerdo, a la vez que se descubren a sí mismos un poco más?

Si miramos a nuestro alrededor, abunda bastante la incomprensión y la falta de entendimiento. Diálogo de sordos, falsos debates en los que se construyen discursos al margen del otro, a piñón fijo, diga lo que diga el otro, yo digo lo que tenía que decir, camicaces de la palabra, de verborrea incontenible que acaba en soliloquio acompañado, puros monólogos. O bien, disputas y confrontaciones, una competición en la que ganar la atención o el aplauso del auditorio, que no gana el que dice lo mejor, sino que dice y piensa mejor quien grita o queda por encima de los demás. Pues bien, en nuestro pueblo, una vez cada dos semanas, a las ocho de la tarde, damos fe de que un grupo de personas se han reunido, se han entendido, se han puesto de acuerdo y se han enriquecido mutuamente, manifestando cada tarde que es posible un verdadero diálogo, en donde una mente viene al encuentro y encuentra otra mente, sincronizando sus pensamientos y  sintonizándolos lo mejor posible.


Y no es que aquí se hayan reunido estas personas para guardarse las formas y evitar los conflictos, sino que el modo de abordarlos ha permitido que los propios conflictos formen parte del aprendizaje de la vida. Así, el primer encuentro que tuvieron este grupo variable, según las sesiones, y a la vez estable, dado que muchos de ellos han ido repitiendo, se dedicó a un tema algo delicado hoy día, la convivencia y la inmigración. Y la pregunta que se hicieron sobre ello no es que fuera precisamente poco problemática: ¿Necesitamos de los inmigrantes? Admitiendo que tanto se trata de una solución para nuestro país, o nuestro pueblo, para atender necesidades económicas, por ejemplo, como también que se trata de un problema, o que puede generar problemas de convivencia. La diferencia (de costumbres, de valores, de intereses) sabían ellos muy bien que está en el fondo de las complicaciones que surgen o pueden surgir. El miedo, el desconocimiento, la desconfianza ante el otro, sabemos que está detrás de la discriminación o del racismo biológico y cultural, pero también sabemos que hay que admitir que somos diferentes, asumiéndolo de verdad como la realidad que es. Están ellos y estamos nosotros; y para ellos, nosotros somos también los otros. No pasa nada con que yo no sea tú, todo lo contrario, si doy un pasito más y comprendo que yo soy también tú para ti, estoy poniendo la primera piedra para entenderme contigo, ponerme en tu lugar y ser justo contigo, como querría que fuesen justo conmigo. En este punto, el diálogo les hizo conscientes a los participantes de que yo y tú, nosotros y ellos, lo que son antes que nada es personas. Pues si yo me veo persona y tú eres distinto a mí, pero para ti yo soy el que es distinto a ti, está claro que tú también eres persona. Si efectuamos la misma operación mental, es que actuamos y sentimos de modo similar, y si es así, es que, en el fondo, no somos tan diferentes. A continuación, lógicamente, el grupo indagó, entonces, qué es una persona. “Aquel ser humano que siente, vive, habla con otros en igualdad de derechos”. Así de claro lo dijeron entre todos. Y si eso es así, la necesidad que tenemos unos de otros es mutua, pues, si no nos reconocemos mutuamente como personas, no somos personas. Y para que nos reconozcamos como personas necesitamos de los demás, entre los que también están los inmigrantes, claro que sí. No se pretendió, claro que no, resolver el problema de la inmigración, pero se puso la base para poder atender satisfactoria y constructivamente potenciales conflictos sociales.


Que alguno de ustedes se ha preguntado alguna vez, lastimeramente, ¿por qué no nos enseñan a vivir desde pequeños?, una manera de expresar ese viejo anhelo de que toda nuestra vida sería muy diferente si ya naciéramos sabiendo, o aquello de que quizás sería mejor que fuéramos primero viejos, y después jóvenes, como aparece en la conocida película sobre la vida de Benjamin Button. Si les interesaba esta cuestión, siento decirles que se trató en el quinto Café filosófico de esta primera temporada. Si hubieran asistido, sabrían que los participantes se preguntaron aquel día qué es vivir, y respondieron que no se vive si no se tienen vivencias, experiencias que te hagan sentir de verdad, experimentar algo a fondo, y que se vive más profundamente si lo vives con otros, si sientes el calor humano; como ocurrió allí ese día, cuando dialogaban juntos. Sabrían que se analizó hasta qué punto los demás nos pueden enseñar a vivir; que yo aprendo, pero los demás me enseñan, que en esto tiene que haber cierto equilibrio; y luego, se preguntó si podemos llegar alguna vez a saber vivir bien del todo. Se dijo que si no sabes manejar bien tus emociones, si no desarrollas tu inteligencia emocional, para entender tus sentimientos y darles una salida adecuada a tu vida, si no eres capaz de desplegar cierto autocontrol, lo que siempre se había llamado voluntad, para atenderlos debidamente, mal vivirás. Sabrían ustedes, si hubieran estado presentes, que cada etapa de la vida conlleva su propio equilibrio entre lo que me enseñan y lo que aprendo, entre lo que me dan o se me da, y lo que voy adquiriendo; un “pares y nones” que he de saber negociar en cada momento de mi vida para poder experimentarla en todos sus adentros, explorar sus posibilidades y sacarle el máximo partido. Veamos.

Durante la infancia se aprende a convivir, pero un niño no aprovecharía bien esa etapa primordial de su vida si no aprende a apreciar el cariño de los demás. El matiz es importante. No basta tener el cariño de los demás. Puede que sus padres o sus amigos le quieran, pero si a este niño no le llega y no sabe apreciarlo, vivirá como si no lo quisieran. Así, vivirá mal e incubando patologías adultas futuras. Mientras dura la juventud, fisiológicamente hablando, es crucial, apostillan nuestros participantes en el encuentro (estos doctores en psicología humana), es muy importante que los jóvenes aprendan saber frenarse, o refrenarse, cuando sea necesario hacerlo, pero, cuando no sea necesario, tienen que aprender a lanzarse y experimentar a tope la vida. Aquel joven que esto lo lleva bien, vive mejor esta etapa y prepara mejor las venideras. Si no, podrá convertirse en un joven temeroso o apocado, o por contra, en uno problemático o agresivo. ¿Y qué puede decirse de un adulto? No sería muy maduro, si no asume que su vida en esta etapa de la adultez consiste en aprender a luchar, a navegar por mares de todo tipo, conduciendo suficientemente bien el timón de las dificultades y los fracasos, manteniendo siempre el barco de su vida a flote. ¿Cómo vivir bien la vejez? A esta edad, ¿es posible vivir bien? ¿Cómo sacarle el máximo partido a esta etapa de la vida? Unánimes gritan o asienten: ¡el júbilo, la jovialidad, la alegría! Quien así se tomase su vida, en este postrero momento, nada le faltase.


Que alguien quiere saber ¿por qué hay gente malvada en el mundo?, primero, que sepa que los que así se muestran, cuando se muestran así, no son más que ignorantes o indigentes. Es decir, que lo que tienen es carencias personales, originadas en sí mismos o en el entorno social y cultural en donde viven o han vivido. Este fue el descubrimiento apuntado al final en la última reunión, la del día 30 de junio, después de dos horas de agradable redescubrimiento de uno mismo. Pues en dicha única ocasión, a iniciativa del animador de los encuentros, el tema de discusión estaba anunciado de antemano y la metodología cambió: ahora se trataba de traer a la sesión un ejemplo personal de maldad. Una experiencia personal sobre el mal, que, partiendo de ella misma, pudiera conducirnos a definir qué es el mal, hallar la esencia general del mal, aplicable luego a cualquier situación malvada particular. Una práctica socrática, según los pasos marcados por Lou Marinoff en su famoso libro Más Platón y menos Prozac. Podría haberse tratado perfectamente el tema de la belleza, y no algo no tan poco ligero y tan tremendo como la cuestión del mal en el mundo, ya que era la última sesión, pero los participantes de estos encuentros no rehuyen nada de nuestras vidas, y ninguna cuestión es mala, si se saca bien.


Esta costumbre de reunirse de esta manera tiene ya, entonces, una larga y una corta tradición. Vayamos con la larga, hace veinticinco siglos. Observamos a Sócrates deambulando por las calles de Atenas y deteniéndose un largo rato en la plaza pública, en el ágora. Mientras realiza sus compras del día, permanece atento a la conversación del mercado y, como quiera que no entiende bien lo que está escuchando, hace preguntas (pues él no sabe nada, pero quiere saber, pues es filósofo) y, con sus preguntas, interrogan entre todos, durante un buen rato, el mundo y el quehacer humano. Alguno se ha enfadado y se ha marchado antes de tiempo, pues no está bien dispuesto a cuestionarse su vida, y prefiere jugar a la petanca con sus amigos de travesía, antes que arriesgarse a perder su cómoda vida actual en aras de una vida que sí, que puede que sea más consciente, pero también más trabajosa y, a veces, más peligrosa. Más tarde, como de costumbre, visita el gimnasio. Allí los jóvenes, y no tan jóvenes, ejercitan su cuerpo sin descuidar su mente. Nada que ver con los locales actuales. Y en la palestra se arremolinan jóvenes en torno a Sócrates, llenos de energía, dispuestos a responder al reto del pensamiento y de la vida que les traerá hoy. Son valientes y atrevidos, y no les asusta ponerse a prueba, porque son jóvenes y desean salir transformados de cada encuentro mundano. Son seguidores y acólitos de Eros, muchos sin saberlo, pues desean saber. Quieren poseer la belleza, pero a través de su búsqueda comprenderán el bien y la verdad.

En aquellos tiempos, la filosofía se religaba con la vida y la utilidad de su presencia social no se cuestionaba. Luego vendría la edad en que sería utilizada como cajón de argumentos que arrojar contra aquellos que osaran competir con el pensamiento religioso oficial. Recluida, más tarde, en la academia escolar o universitaria, la filosofía se fue convirtiendo, a decir del pueblo (de lo que se hacían acreedores los especialistas con su jerga, los filósofos profesionales), en un saber abstracto y vacío, de espléndidas y elegantes “momias conceptuales” repleto, que poder exhibir en el salón de congresos y revistas especializadas.

Cuando se plantea pues, en la actualidad, quedar para un Café filosófico no se pretende otra cosa que recuperar la filosofía en acción, inseparable de la vida, pensando juntos acerca de lo que en cada momento nos interesa o nos preocupa. Una modalidad de práctica filosófica, como también lo son los talleres de filosofía, los diálogos socráticos, la consultoría o asesoramiento filosóficos, a individuos, a grupos u organizaciones, y la filosofía con y para niños. Los Cafés filosóficos o Café-philos, en particular, tienen una corta tradición, que se puede decir que arranca en Paris, desde 1992, cuando Marc Sautet mencionó, durante una entrevista radiofónica, que se reunía con unos amigos en un café de la Plaza de la Bastilla (el Café des Phares) y trataban cuestiones filosóficas. Sorprendentemente, se encontró allí al domingo siguiente un nutrido grupo de personas, que se fue ampliando en días sucesivos, dispuestas a secundar la experiencia. Nosotros lo hemos adaptado a nuestra manera y, desde hace ya dos años, disfrutamos con variadas personas de este café viejo con aromas nuevos.


Si usted se hubiera reunido alguna vez y compartido esta experiencia con nosotros, sabría que no hace falta preparación previa, que, ni muchos menos, hay que saber Filosofía (todo lo contrario, es incluso mejor), que allí se va a cuestionarse la vida un rato, junto a otras personas que tienen en ese momento la misma pretensión. ¿Qué pueden tener en común un maestro jubilado, un ama de casa, un estudiante de oposiciones o un hombre de campo? Piénselo un poco. Es más lo que les une que lo que les separa. Con decir que viven y pretenden vivir mejor, todo lo demás sobra. Mire; para que se haga una idea, le contaré sucintamente lo que pasó en el cuarto Café filosófico, el día en que se trató una cuestión de lo más abstracta, una cuestión metafísica (de especialistas y filósofos raros, pensará usted, mientras frunce el ceño y se dispone a ordenar a sus pies dar media vuelta): ¿qué es lo real?

Ese día, se plantearon inicialmente cuatro temas posibles para discutir, los que estaban flotando en el ambiente de la reunión: el componente humano de la crisis económica, la comunicación, realidad o fantasía y la rivalidad entre los hombres. La cuestión que más deseo suscitaba (y por esto la más votada) fue una preocupación cervantina y universal, la de si esto en que estamos es realidad o es fantasía. Habitualmente, lanzamos un dardo en forma de pregunta que consiga destilar algún jugo del tema propuesto, por difícil y amplio que sea. Ya conoce la pregunta de aquél día: ¿qué es lo real? Pero, solamente los que estuvieron aquel día, pudieron presenciar un hecho maravilloso. Porque, ante la dificultad extrema de saber qué es lo real, o si la realidad es individual, o más bien es construida por todos nosotros (que de todo ello tendrá un poco), y, habiendo propuesto nuestro lenguaje como campo de pruebas para poder concluir con claridad que es imposible un lenguaje particular, privado, que tan solo valiese para un solo individuo (tema tan del gusto de la segunda época de un famoso filósofo del siglo veinte, Ludwig Wittgenstein), este grupo de personas, que son capaces de investigar dialogando y que son capaces de arribar, de un modo tan natural como sencillo, a territorios aparentemente vedados a los no iniciados en la filosofía académica y erudita, concluye, que para saber de la realidad, hay que entender de la fantasía, que la realidad será inaprensible, sí, pero que en nuestra facultad de la fantasía está nuestro poder para enfrentar lo real de la vida.

¿No es extraordinario que, hablando de la realidad, se acabara haciendo un elogio de la fantasía? Y tenían razón, porque, ¿cómo es posible dar el salto a la realidad, si no es a través de la fantasía? Y analizaron juntos las funciones de la fantasía: 1) sirve para construir, para crear realidad, conjunta o individual; 2) también para explicarla, pues hasta el investigador científico, antes de formular sus leyes ha de contrastar hipótesis; pero, qué es una hipótesis sino un supuesto de la imaginación, que ha de ser puesto a prueba en la experiencia; 3) además, nos permite la fantasía ensayar de antemano la realidad, preconcebirla, adelantarnos a ella, y ¡vaya si nos da ventaja esta capacidad!; 4) podemos escaparnos y crear mundos aparte en los que solazarnos o, si queremos, ponerlos como meta a conseguir; 5) en fin, la fantasía hace posible evaluar la realidad de acuerdo a modelos. En fin, ¿no estaríamos situados, así manteniendo despierta nuestra imaginación y nuestra fantasía, en una realidad más abierta, más flexible, más moldeable, menos impenetrable y hostil, si alguna vez amenazara este peligro? Todo un tratado sobre la fantasía y la realidad podría salir de aquí. No, definitivamente, no hace falta ser experto en filosofía para asistir a un Café filosófico. Tenía razón Inmanuel Kant: no se aprende filosofía, se aprende a filosofar. Porque allí se va como personas, y no como experto en nada… que no sea otra cosa que la propia experiencia personal, cada uno desde su balcón de la vida.


Pero es que otro día, el moderador llegó bastante tarde (despistadillo que es él), y cuál no sería su sorpresa, cuando el grupo ya había comenzado la reunión (autonomía que manifiesta este grupo de personas), y estaban debatiendo una cuestión bastante especializada (saben muy bien ellos que no necesitan ser especialistas, que eso de emplear tecnicismos no es más que una maniobra profesional para justificar su puesto en la sociedad): la diferencia entre la ética y la moral. Cuestión que hay que tener algo clara, es cierto, si no se desea quedar atrapado, muchas veces, en un callejón sin salida de las discusiones, entre el relativismo y el absolutismo de las normas o las costumbres. No le quedó otra, al moderador, que engancharse al carro y ponerse, más claramente aún que otras veces, al servicio del ímpetu dialéctico y vital que allí inundaba el salón de actos de la Biblioteca Municipal. Actualmente, después de algunas décadas de discusión, existe un relativo consenso sobre el uso ambos términos. Así, se suele designar con el término “moral” al conjunto de normas propias que rigen el comportamiento de un individuo o una sociedad. Por tanto, habría tantas morales concretas como personas o grupos de personas. Por otro lado, se ha destinado habitualmente el término “ética” a la reflexión o razonamiento sobre las distintas morales, o sobre la moral en general, que nos permita hallar un mínimo normativo aceptable por todos. Perspectiva, entonces, más universal, o que pretende ser más universal, pues se apoyaría en una de las capacidades más humanas del ser humano, su racionalidad. Subrayamos con rotulador grueso: algo que ha podido llevar décadas de discusión entre especialistas, ellos, en poco más de media hora, ¡exponían las claves de la distinción! El buen sentido es lo mejor repartido que hay en el mundo, mantuvo a ultranza Descartes. Sólo requiere terreno favorable y un buen abonado.


Así que este año, como ven, nos hemos reunido, hemos disfrutado, y nos seguiremos reuniendo después del verano, si perdura el interés. No hemos tomado café, dada la hora a la que solíamos acabar, pero hemos tomado una cerveza, u otra cosa, con tapa merecida, que sabía tan bien como cuando vienes con hambre después haber caminado un largo trecho. (Quizás deberíamos llamarlo “caña filosófica”, entonces). Sea como fuere, quedan ustedes invitados, si les place, a sumarse a esta experiencia la próxima temporada, si los tiempos que corren o los dioses no lo impiden. Salud. [1]

Agradecimientos

A Fali, directora de la Biblioteca Municipal de Castro del Río, por su amabilidad, su complicidad y receptividad, y por no limitarse simplemente a permitirnos utilizar el local del Salón de Actos, donde hemos estado muy a gusto, por habernos acompañado todas estas tardes.

A todos los participantes, muchos no nos conocíamos, pero ya nos conocemos para siempre como personas, especialmente a los que han sido más constantes. Todos ellos, y ellas, que siempre han sido mayoría, son el sentido de esta experiencia.

Alguna bibliografía básica:

CHRISTOPHER PHILLIPS, Sócrates Café. Un soplo fresco de filosofía, Madrid, Temas de hoy, 2002.

LOU MARINOFF, Más Platón y menos Prozac, Barcelona, Zeta Bolsillo, 2009.
-Pregúntale a Platón, Barcelona, Ediciones B, 2003.

LUC FERRY, Aprender a vivir. Filosofía para mentes jóvenes, Taurus, 2007.

MÓNICA CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia, Martínez Roca, Barcelona, 2005.
-La filosofía, maestra de la vida, Aguilar, Madrid, 2004.
- y JULIÁN D. MACHADO, Arte de vivir, arte de pensar. Iniciación al asesoramiento filosófico, Desclée De Brouwer, Bilbao, 2007.

PIERRE HADOT, ¿Qué es filosofía antigua?, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1998.

PLATÓN, Diálogos, tomo I (Diálogos socráticos), Madrid, Gredos, 1981.