Marc Sautet au Café des Phares (Paris 1994) Photo: Wolfgang Wackernagel

domingo, 26 de marzo de 2017

Vivir sin miedo

 La emoción básica que gobierna toda la actividad del ego es el miedo. El miedo a no ser nadie, el miedo a no existir, el miedo a la muerte. Todas sus actividades están concebidas en último término para eliminar este miedo, pero lo máximo que puede hacer el ego es taparlo temporalmente con una relación íntima, una nueva posesión, una victoria en esto o en lo otro. Una ilusión nunca podrá satisfacerte. Sólo la verdad de lo que eres, si llegas a ella, te hará libre (Eckhart Tolle, Un nuevo mundo, ahora).

Un grupo de alumnos y alumnas han querido dibujar en mitad del patio del instituto, a instancias de su profesora de Lengua Española, un rótulo con esta leyenda: “Vivir sin miedo”. Todos intuyen la importancia de vivir cada uno su vida sin miedo a vivirla. Lo saben. Lo sabemos. Sin embargo, ¿por qué tantos temores? ¿Por qué inventamos tantos modos de huir del dolor? Ellos son jóvenes de edad. No están todo el día lamentando el vivir. Pero se les nota, se nos nota, de otra manera. Es un miedo larvado, profundo, metafísico, ancestral. El sabio Krishnamurti decía que no tememos lo desconocido, que sólo puedo tener miedo en relación a algo que conozco: el miedo de perder lo que he conocido, a lo cual me he vinculado fuertemente. Por tanto, mi ancestral miedo “no es a la muerte, sino a perder mi asociación con las cosas que me pertenecen”[1]. Esto me conduce a realizar multitud de actividades y a justificar mi sufrimiento de mil maneras, una miríada de creencias, cada uno las suyas. Y tantas tareas acumulamos para tratar de evitar este sufrimiento venido de dentro, que generamos un profundo miedo a perder lo que tenemos, un miedo a dejar de ser lo que hemos creído ser hasta ahora. Es decir, que es el miedo al miedo lo que da lugar en nosotros al mayor impedimento para vivir con plenitud nuestra vida. Los participantes de un Café Filosófico de hace algunas temporadas tuvieron esto muy claro[2]. Nuestra continua evitación de lo que hay es lo que nos conduce a sufrir permanentemente.
Muchos recordaremos a nuestra madre –esto lo ponemos simplemente como nombre a una tipología humana- sufriendo antes de ocurrido un desastre. En su mente la desgracia ya se había consumado y como tal era vivida intensamente. El futuro temido se hacía presente en su mente, y ya no era simplemente una posibilidad el temor subjetivo de un peligro, sino una verdad objetiva de acuerdo a la cual sufrir. Sin embargo, el pasado no existe como tal, ni tampoco el futuro, sino tan sólo en la medida en que mi mente lo trae a presencia aquí y ahora. Nos dejamos guiar de nuestra mente, tan valiosa para razonar, para demostrar, para asociar y juzgar ideas, y con ellas, para manejar las cosas de este mundo poniéndolas como medios para un fin que imaginamos preferible; tanto nos dejamos guiar, que aprendemos a ver el mundo sólo a través de la mente. Así nos surge nuestro ego, como modo personal de sobrevivir en el universo de cosas de las que soy capaz de tomar conciencia. Con cada idea, con cada palabra que asigno a cada cosa, creo firmemente estar tomando posesión del mundo, pues se vuelve para mí más manejable, controlable, manipulable… Así de importante es para nosotros el pensar. Pero la mente no es sólo capaz de pensar, de idear, sino también de crear realidades. Le basta atender a algo y dejar el resto en la penumbra, formando una figura (Gestalt) a partir de un fondo. Pero aquí encontramos una diferencia crucial: podemos atender a lo que hay o podemos atender a lo que una idea nos dice que hay. Mirar lo real o juzgar lo real. Atender instante a instante, observando la realidad presente, o bien, pensar en la realidad presente a partir de lo que me ha pasado antes o me gustaría que me ocurriese después. Vivir en el pasado, dar vida a mis temores pasados, o bien, vivir mis deseos y mis expectativas fuera de la realidad presente. Es decir, no vivir. Y así quedamos expuestos con certeza a sufrir.
Detengamos la mirada atenta sobre el temor de los temores, nuestro miedo hiperbólico a la muerte. Piénsalo bien: tú ya has estado muerto. ¿No es cierto? Y no lo decimos como un remedio a la manera epicúrea, un fármaco mental para mitigar el miedo a la muerte, una idea consoladora. Se trata de un hecho: antes de nacer no existías, fuere como fuere lo que tú consideras existir. Esto mismo significa la palabra latina “existir”, venir a la existencia. Y este hecho lo aceptas como tal hecho o no lo aceptas. Lo segundo te lleva a través de una vorágine insaciable e inagotable de búsquedas e infortunios, cuando pierdes o te decepcionas. Pero, si haces la prueba y observas el hecho -solamente el hecho- y no le añades nada más, y no lo cambias o lo tratas de cambiar, y no lo valoras como bueno ni malo, es decir, no lo piensas, empezarás a vivir de otra manera. Comenzarás a ser capaz de vivir la eternidad del instante presente, su intensidad, su plenitud y, a todo lo demás que construyes con tu mente -tus miedos y tus deseos, que son al cabo lo mismo- empezarás a verlo como lo que es: intentos humanos de sobrevivir, tentativas humanas de encontrar un sentido. Tómalo como aconsejaba Nietzsche: mira todo lo que tu mente fabrica sin darle mucha importancia, sin darte mucha importancia; no olvides que tus ideas no son más que metáforas, ensayos humanos para tratar de atrapar la realidad que se nos escapa entre los dedos, cuando pretendemos de ella otra cosa que no sea ver y sentir, vivirla. “Los dioses nos envidian, porque morimos”, afirmaba rotundamente Aquiles[3], que algo sabría de los dioses.
Pero ahí no queda todo, pues la muerte está continuamente presente en tu vida. Vivir es morirse muchas veces. Precisamente, para que tu cuerpo pueda regenerarse, sus células antiguas han de morir. Cada vez que aprendes algo nuevo, la visión anterior ha debido caducar. Con cada decisión tuya una posibilidad tuya desaparece. Si atiendes a algo, lo demás se oscurece… Por esta razón y otras, el sabio sufí, Ibn Arabi[4], nos recuerda la importancia de aceptar la realidad de la muerte, y de practicar lo que ya sucede de hecho a diario, queramos o no queramos, de una manera natural: “Morid antes de morir”. Conscientemente vivir esta muerte figurada mirando en nosotros mismos lo que son añadidos mentales, y verlos como lo que son, añadidos mentales, y no como parte de lo que auténticamente uno es. Asimismo, a través de la figura de Sócrates, su discípulo Platón situaba el valor de la filosofía en este ejercicio constante del aprender a morir en vida. Filosofar es, en buena parte, aprender a morir. No otra cosa significa desechar tus creencias falsas o limitadas, para así poder vislumbrar lo que es, lo que se hallaba antes obstruido por esas capas de creencias superpuestas, y que emerja así la verdad de las cosas (en griego, aletheia). La filosofía practicada es la mejor ayuda para esta tarea de autodescubrimiento. Es admirable la definición de la muerte que dieron unos niños y niñas de educación primaria, durante el transcurso de un Taller de filosofía: “Cuando algo, o alguien, cambian de algún modo, es decir, es el final de una etapa, pero puede comenzar otra”.[5] 
El miedo a vivir, el miedo a mirar la vida de frente tal como es en cada momento, es lo que está en la trastienda de mi adhesión a un modelo de relación con los demás, un sistema que puede ser de origen familiar, social, cultural o político. “Necesito algo fuera de mí que me proteja”, parecemos decirnos a nosotros mismos. Alguien. Por ejemplo, un Rajoy, un Trump, un Putin, que me salven de mi precariedad vital diaria. Y si esto no me lleva a vivir mejor, siempre puedo susurrarme: “Podría estar peor”. Otros están peor. “¿Y si lo que pudiera venir fuera aún peor?”. En este punto, ya no se contiene más un segundo tipo humano, menos conservador: “¡No lo acepto, de ninguna manera! Eso que te pasa es miedo a cambiar, prefieres lo malo conocido… Ten agallas para cambiar las cosas”. Pero, si le preguntáramos a éste último qué es lo que él busca, nos respondería muy posiblemente con otro modelo alternativo de sociedad, otro sistema en el que descansar su miedo. Por lo tanto, si contempláramos un sistema social como lo que es, un sistema humano, es posible que nos viéramos a nosotros mismos y a los demás, que obtuviéramos una mirada más limpia, vislumbrando que todos los modelos son modelos, y que no perdemos nada porque un modelo lo hagamos trizas o porque jamás alcancemos ese modelo ideal que tanto anhelamos. Vamos a hacer entre todos lo que podamos, pero nosotros nuncasomos esos símbolos, esa patria, esas leyes. La identificación es el catalizador del miedo: si yo soy eso, entonces, cuando pierdo eso, me pierdo a mí mismo. Así lo siento.
Y lo mismo descubriríamos, si proponemos otros ejemplos. ¿Qué hay detrás de nuestros recelos a los que nos vienen “de fuera”, a los que son “distintos” a nosotros? Observa el miedo a lo diferente, a lo otro. Hallarás por ti mismo las respuestas mirando los hechos: ellos son básicamente como tú y yo. Tú sabes en el fondo lo que sienten y por lo que sufren. ¿Acaso tienes miedo de tus propias heridas, tanto que solamente puedes apreciarlas fuera de ti? Observa con atención todo aquello que admiras y todo aquello que odias de los demás, y te comprenderás un poco mejor a ti mismo, pues es tu mente la que lo está produciendo para aliviar su miedo profundo, muchas veces inconsciente. Observa también tus refugios, tu manera típica de huir de lo que te desagrada. Pero si quitas la mente, si tú te quitas un poco de en medio, con todos tus deseos y temores, con todos tus trucos habituales, estarás en lo real. En ese territorio sólo hay presente y sólo cabe rendirse a ello. Hagas lo que hagas a continuación, incluso si decides no hacer nada, comienza desde ahí. Este es el único punto de partida. Ahí no hay miedo. Ahí no hay miedo a la muerte porque no hay muerte, pues atendiendo al instante presente no hay ideas. Fíjate que lo que hay realmente es siempre vida. La muerte forma parte integrante de eso que tú llamas “vida”, donde no habría una sin la otra. Mira, pues, la vida a través de ti mismo, lo que sientes en el fondo de ti, no a través de tus creencias o las de otros.
Todos los miedos tienen algo en común. Tienen como una especie de aire metafísico de familia: nos hemos desconectado de nuestro verdadero fondo. Los animales y los niños pequeños no lo están aún, como lo estamos nosotros los “adultos”. Por eso nos deleita tanto observarlos mientras juegan o, incluso, cuando se irritan. Pronto se reconcilian consigo mismos. Tal desconexión ha sucedido poco a poco, casi sin darnos cuenta, pero ahora estamos a tiempo de ser conscientes de ello y de nadar hacia nuestro interior, removiendo esos mares superficiales repletos de maleza, supuestas obviedades y nuestras consiguientes resistencias adheridas. Creencias salvíficas, condicionamientos aprendidos, hábitos repetidos, mecanismos de respuesta automáticos. Este buceo a pulmón es la liberación de nuestros miedos, pues los veríamos como miedos y no realidades. Y esta reconexión con lo que somos es el comienzo de laautorrealización. Pues el mayor miedo que me asalta con frecuencia es el miedo a morirme sin haberme realizado, lo que soy.

Publicado en Homonosapiens