Café filosófico Juan de la Cierva 1.4
7 de junio de 2013, Sala de Biblioteca, 17:30 horas.
“Tres transformaciones
del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y el
camello en león, y el león, por fin, en niño. (…)
En otro tiempo el espíritu amó el «Tú debes» como su cosa más
santa: ahora tiene que encontrar ilusión y capricho incluso en lo más santo, de
modo que robe el quedar libre de su amor: para ese robo se precisa el león.
Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño
que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que
convertirse todavía en niño?
Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego,
una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.
Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un
santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo
conquista ahora su mundo” (Nietzsche, De las tres transformaciones del
espíritu).
“¿No es acaso evidente que los que ignoran el mal no
lo desean y que el objeto de sus deseos es una cosa que ellos creían buena, aun
cuando fuera mala, de manera que, deseando ese mal que desconocen y que creen
es un bien, lo que en realidad desean es un bien? […] ¿Hay, pues, un solo
hombre que apetezca sufrir y ser desdichado? […] Por consiguiente, Menón, nadie
puede apetecer el mal (Sócrates, en el diálogo platónico Menón)”.
¿Cuándo
tenemos mala conciencia?
El sentimiento de culpa tradicionalmente ha recibido un
tratamiento religioso, pero nuestra reunión es filosófica y, por tanto, está
situada en un nivel de conciencia anterior: el de la aclaración racional —pero sin
apartarse de la vida y de lo vivido— de algo tan humano como sentirse mal por
algo que hemos hecho. Ya sabemos que la moral es previa a la religión
organizada. Tan sólo es necesario constatarlo una vez más. No eran muchos los
participantes, pero representantes eran de lo humano, pues hay algo común en
dicho sentimiento, aunque cada uno lo lleve como buenamente puede. Una carga
que es más pesada para unos que para otros de nosotros. Pero que puede resultar
liviana, si hemos aprendido a vivir con nosotros mismos. Y aprenderás. ¡Vaya si
aprenderás! Nadie está dispuesto a sufrir indefinidamente, si llega a ser consciente
de este tipo de sufrimiento evitable. La mala conciencia se evita con una buena
conciencia. Lo que supone una transformación de ti mismo.
“Señalo algo de lo que yo espero de la (mi) vida”. Algo
sencillo, mínimo, simple, sin más pretensiones. Esto les pidió el moderador, y
la primera participante dijo que Felicidad: estar bien conmigo misma y con mi
entorno. —¿Qué sentimiento inundaría tu vida, de lograrlo? —“Alegría”. —Y,
¿cómo lo notarías? —Se me notaría, pues me sentiría llena, con Plenitud. Y
recuerda que luego tú dijiste que en tu vida quieres estar con “Esperanza”. —¿Qué
sentimiento lo mostraría? —El que se tiene en un estado de Serenidad. Bien,
sigamos: tú te conformabas con “Salir de aquí”, y así te sentirías Renacer. ¿Y
tú? —“Trabajar en lo que quiera y donde quiera”. Y el estado al que aspirabas
con ello era el de la Tranquilidad. El quinto participante se centraba en “Ser
mejor de lo que soy”, ser más optimista, más positivo. Se te notaría pudiendo
conservar mejor tus amistades, no “rayándolos”. —¿Y ellos no tendrían que hacer
nada contigo? —Pues también, escuchándonos mutuamente. —Así pues, qué estado
emocional alcanzarías de ese modo? —El de Equilibrio.
A lo largo de la búsqueda de aquella tarde se incorporarían
tres integrantes adultos más, después de su cita obligada con la Oficial
Escuela de Idiomas. (Al parecer, deseando estaban de saldar su prueba de
habilidad con el inglés para unirse a nosotros... y revolucionaron la reunión,
la sacaron de su curso, compruébese, si no, al final de esta crónica). Y
resultó que estaban allí para investigar sobre la mala conciencia, no sobre la
conciencia —o al menos esos pensaban ellos inicialmente—. Desecharon tratar de
las relaciones humanas, y se preguntaron: ¿Cuándo tenemos mala conciencia?
Aunque esta pregunta no hubiera surgido si no se hubiera
discutido antes por qué unos tienen mala conciencia y otros no. O al menos era
el punto de partida de algunos participantes. (¿Tendrían mala conciencia?) Por
de pronto hubieron de definir de qué estaban hablando: la mala conciencia es un
sentimiento de remordimiento por algo que hemos hecho. Por tanto —parecía— tenía
que ser algo posterior al acto mismo. Y se cuestiona: —¿Hay alguno que no tenga
remordimiento alguna vez? Pongamos por caso: un terrorista, ¿nunca siente mala
conciencia? ¿Ni siquiera cuando acaba matando a “uno de los suyos” por
accidente?
Entonces, ¿en qué condiciones tenemos todos alguna vez mala
conciencia? Se responde entre todos: “Cuando hago algo que va contra mi… moral,
mis valores… Cuando voy contra mí mismo”. En ese estado me traiciono a mí mismo
y por ello me decepciono. Así surge el sentimiento de culpabilidad. Y
quedó claro a través de la discusión que tanto se refiere dicha “traición a mi
mismo” a un contenido propio, como de otras personas que me rodean. Sí, pues la
culpabilidad es solidaria. No en vano es una deformación de la responsabilidad.
Por consiguiente, hay que tener mucho cuidado con tal desliz, si no queremos
pasarlo mal innecesariamente.
Por ejemplo, cuando me acuso a mí mismo injustamente, o lo
hago falsamente. Haríamos bien, en estos casos —señalan los participantes— en
evitar la aparición del sentimiento de culpa analizando el caso con
objetividad, recabando la visión de otras personas cercanas, que nos permitan
ver el asunto con más distancia. ¿Podemos hablar de otras situaciones y
encontrar para ellas su receta? Aquí se produjo un impasse en la
discusión. Momento que no desaprovechó el moderador para profundizar en la idea
del conocimiento real de la situación —que se ha de tener para no sufrir—
en la que uno se siente culpable de lo que ha pasado, a través del caso ya discutido
del terrorista desalmado. Puede que no tuviera remordimientos debido a que “él
creía que lo hacía bien”. Esta cuestión, que gira en torno a la base de la
acción buena, también le interesó a Platón, una cuestión heredada de su
maestro: quizás desconoce el verdadero bien y se engaña a sí mismo sobre
ello. Lo que llevaría la hipótesis de una moral universal, por encima de
cualquier otra particular. Unos valores universales. Nosotros, ciudadanos del
siglo veintiuno, estamos acostumbrados a suponerlo (recuerda la realidad que
otorgamos a los derechos humanos). Pero aún así, a pesar de Platón, ¿qué
motivación podemos tener para cumplir con un valor moral, si, por ejemplo, sé
que no me van a pillar? Señalan los participantes que poniendo sanciones (que
no son eficaces), lanzando mensajes impactantes (a los que nos acostumbramos),
que el sujeto sienta el daño en sus carnes…
…Que el terrorista sienta en sus propias carnes el daño que
puede causar a otros. Veamos: si ha de sentirlo, habremos de apelar a su propia
conciencia y mostrarle que contiene creencias inadecuadas o limitadas. Es un
asunto de ignorancia, así pues, pero no ignorancia del verdadero bien —sobre
el cual puede haber discrepancias—, sino de sus creencias. Desde Platón, por
tanto, volvemos a Sócrates. El maestro es el maestro. Actuamos mal por
ignorancia, por alguna carencia de nuestro conocimiento: nos falta información,
se basa en conocimientos erróneos, estamos siendo condicionados por algún trastorno,
algún fármaco, algún dogma, etc. Y ahora tenemos un trabajo que podemos
realizar poco a poco: esclarecer nuestras creencias limitadas. Esto nos
conducirá a una nueva visión de nosotros mismos y del mundo, una transformación
de la conciencia, desde la que podemos percibir cuán equivocados estábamos. A
nuestro terrorista le puede pasar con tiempo y reflexión: comprender que los
medios, si no son adecuados, pervierten el fin, por muy loable que éste sea.
Excurso
uno: ¿Qué valores habríamos de perseguir?
—Por
supuesto, los valores cristianos, que están más que contrastados.
—¿En
qué hay que educar, en valores o en religión? Las personas no cristianas,
¿Pueden llegar a los mismos valores que un cristiano?
—Por
supuesto.
—Entonces,
¿en qué hay que educar, en valores o en valores cristianos?
—En
valores —se asiente.
Conclusión que afecta al mismísimo propósito del ministro
Wert, quien confunde anacrónicamente la ética y la moral, pues pretende que la
escuela pública ofrezca una moral para cristianos y otra moral para ateos, o
algo así.
Excurso
dos: ¿Todo el mundo persigue su propio bien?
—Un
psicópata, clarísimamente no.
—¿Es
posible que no persiga, con lo que hace, su propio bien?
—Sí,
es así. Hay mucha gente que no siente empatía, ni mala conciencia. Es su
naturaleza y en ello hay grados.
—Por
esa regla de tres, el mundo estará lleno de psicópatas, a juzgar por el mal que
existe (y ha existido siempre) y la ausencia de mala conciencia en muchos de
los responsables de muchas instancias actuales políticas o económicas.
—Es
cierto, los que tienen poder sí, y además le dejamos seguir…
—Pero,
entonces, ¿no se puede hacer nada, si eso ocurre por naturaleza? ¿A dónde nos
lleva lo que es por naturaleza? Pongamos el caso de un can rotweiler: ¿Todo
animal busca su bien?
—Sí,
un perro también. Pero lo que ocurre es que ha tenido malas experiencias y se
ha vuelto agresivo.
—¿No
es reeducable, entonces?
—Sí
puede serlo.
—¿Y
no se puede tratar de hacer lo mismo con el psicópata, aunque sea a un nivel
básico para poder convivir? (Por ejemplo: haciendo que su bien incluya el bien
de otro)
Pudiera ser que todo el mundo
buscara en el fondo lo mismo, su propio bien, pero a veces por caminos
tortuosos y dañinos para sí mismo o para otros: sentirnos bien; no lograr
grandes valores o ideales, sino alcanzar brevemente —aunque sea— algunos estados
básicos esenciales que nos reconforten, como los que buscaban nuestros
participantes al comienzo de este diálogo (recordad: alegría, plenitud,
serenidad, renacimiento, tranquilidad, armonía). Esta hipótesis nos lleva, al
menos, a hacer lo que podamos; la contraria quizás no…
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