(19 de marzo de 2010, Sala de Biblioteca, 17 horas)
¿De verdad hemos avanzado?
“Imperativo tecnológico: “todo lo que técnicamente pueda hacerse, hay que hacerlo”.
De verdad, ¿todo lo que técnicamente pueda hacerse, hay que hacerlo?
Una de las funciones más importantes que puede cumplir una reunión como ésta de un Café Filosófico, cuando nos reunimos para compartir ideas, en un mismo momento y lugar, con el mismo objetivo de intentar responder entre todos a la misma pregunta, participando, como están participando, personas tan variadas, es la de saber de nosotros mismos a través de otros, con los que dialogamos. Descubrirnos un poco mejor a nosotros mismos.
El desasosiego puede surgir a veces, pues nunca estamos seguros de estar siendo bien entendidos, cuando surge alguna discrepancia dentro de nosotros, provocada por la diferencia entre lo que quiero decir y lo que me responden los demás. Equívocos los hay, claro que los hay, pero muchas veces también se trata de dejar fluir la discrepancia interna, ya que puede ser una extraordinaria oportunidad para entendernos de un modo diferente, una ocasión de oro para crecer un poco más, como se dice ahora; el magnífico momento en que puedo verme desde fuera y sorprenderme de la sorpresa de no esperarme algo de mi mismo. ¿No es esto algo maravilloso? Pues bien, algo de esto puede haber aparecido en nuestro último café, y no está de sobra resaltarlo en esta crónica, siempre parcial. Porque nos forzamos a considerar la hipótesis contraria a la nuestra de partida. Unos comenzaban la partida a favor o en contra del avance tecnológico, otros indecisos, pero, la reunión nos forzaba a pensar lo opuesto, comenzando por el propio animador del Café, que también va allí a aprender y a sorprenderse.
El problema de la droga, el incontinente abuso de unos humanos sobre otros, el progreso, fueron los temas que salieron a la palestra de la discusión. Éste último ya pugnaba de antiguo y tuvo, hoy, su gran momento. Nadie sabe si no habremos de volver sobre él en sucesivos encuentros, pues se puede pensar, por lo largo del encuentro, que supo a poco. Otro día le daremos otro enfoque y podrá quizás destilar su jugo retenido hoy, escondido hoy todavía.
¿De verdad hemos avanzado? Después de perfilar bien la pregunta y asegurarnos mínimamente de que se trataba de una prometedora pregunta, algunos de nuestros participantes se atrevían, ya directamente, con la respuesta. No les hacía falta una aclaración previa de la pregunta, por ejemplo, qué entendemos por “avanzar”, y se lanzaban derechos a lo oculto de ese “de verdad”, si hemos avanzado. Pero estaba claro que la pregunta nos interpelaba a nosotros como sociedad, como cultura, históricamente, como civilización tecnológica. Y también, como se vio, nos ponía en el banquillo a cada uno de nosotros.
No avanzamos, pues caemos siempre en la misma piedra. ¿Es malo caer en la misma piedra? No, lo malo es no aprender de la caída.
Solamente avanzamos en parte y, además suele haber un precio de ese avance. ¿Compensa, la relación coste-beneficio? ¿Cuándo podremos evaluar dicha relación? Al final del proceso. Se nos mostraba hegeliano este participante, popperiana la anterior.
El desarrollo científico-técnico no depende de nosotros. “Nosotros” no lo decidimos. Evolucionamos a pesar nuestro, una tesis con el perfil del determinismo tecnológico. Pero, entonces, ¿quién decide? En algún sitio estará la capacidad de decisión. O sea, quién decide y cómo decidir. Giró en torno a esto toda nuestra discusión. Aunque, lo segundo afloró más bien al final. Un poco más desordenadamente que otras veces, a un ritmo algo vertiginoso, a decir de uno de los participantes más veteranos. Seguro que el moderador tuvo algo que ver.
Un ejemplo que enfocaba la cuestión: alargar la vida artificialmente, ¿es un avance? ¿Siempre es bueno vivir más? No, importa más la calidad de esa vida: o sea, que pueda quererla, que pueda decidirla, pues no importa solamente nuestra salud física, sino que también (se resaltó con fuerza) hay que valorar también su calidad psíquica y social. En definitiva, lo que es una buena vida no deja de ser una decisión propia e intransferible, una decisión individual. Ésa era la tesis. La antítesis: en la consideración de tu vida te influyen otros, otros te condicionan. Entonces, ¿quién decide? ¡De nuevo, en la mesa la misma pregunta!
¿Quién puede decidir que una persona con Síndrome de Down no tiene posibilidad de llevar una vida digna? La experiencia educativa nos muestra hoy que eran falsos muchos presupuestos sobre estas personas, que no eran más que prejuicios, que llevaban a ocultarlas y, por tanto, a que no pudieran desarrollar todas sus posibilidades de vivir.
Quizás es que deseamos lo perfecto. Pero, ¿por qué intentamos mejorar lo que somos y lo que tenemos? ¿Qué nos impulsa a ello? Ser mejores de lo que somos. ¿Qué queremos ser? Queremos ser humanos. Pero, ¡si ya somos seres humanos! Es que queremos ser más humanos. Ser más, siempre más. Pero, la guerra también es un hecho humano, siempre ha habido guerras. ¿Queremos más guerras, entonces? No, queremos lo mejor de lo humano. Recuperar lo mejor, por ejemplo aquella época en que necesitábamos menos, en que la superación se vinculaba al esfuerzo por ser mejores, sin coger atajos violentos para lograr nuestras metas. Añoranza de un pasado mejor (el mito del buen salvaje rousseauniano), o bien, el deseo utópico de un futuro mejor. Ambas emociones no están muy alejadas una de la otra y suelen presentarse ligadas a una visión crítica del desarrollo científico-técnico que, en su versión más radical puede desembocar en tecnofobia. Y siempre la otra cara de la moneda está acecho: el tecnofanatismo.
Y esto mismo es lo que ocurrió en nuestro encuentro, que se deslizó subrepticiamente, como callandito, un poco, esto último (o eso al menos pensó al principio el moderador para sus adentros). No sería de extrañar, pues domina hoy el panorama social y cultural con majestuosa presencia. El problema con la tecnología es, se insinuaba, que no hemos sabido estar a la altura, para sacarle el máximo partido. Así que, ¿cómo podemos estar a la altura? Hay que anotar que aquí, en esta pregunta, algo de lo humano, es decir, su capacidad técnica y los artefactos que ha sido capaz de desarrollar en nuestros días, se convierte en norma para el resto de lo humano. No la tecnología en relación al hombre, sino el hombre en relación a la tecnología. Hemos evolucionado técnicamente, pero quizás no lo habríamos hecho a la par personalmente, socialmente. Y ahí podría estar una clave de los problemas que tenemos con la tecnología. No ser capaces, quizás, de responder satisfactoriamente al desafío que nos propone constantemente.
Este planteamiento, ¿podría significar que el hombre se pone al servicio de la tecnología y no al revés? Pues el desarrollo tecnológico sería el que marcase el rumbo, y nosotros no podríamos sino correr todo lo posible y engancharnos a ese tren, si no queremos ser arrollados por él. Pero entonces, ¿quién decide? Cómo ser capaces de decidir para ser nosotros los que conduzcamos la locomotora del progreso y no, simplemente, nos dejemos arrastrar por su propia inercia. Cómo responder adecuadamente al reto de lograr no ser lo que no queremos ser, lograr que el desarrollo tecnológico se oriente hacia un mundo mejor y no peor. ¿Serán tan sensatos, de nuevo, nuestros participantes en la reunión, para intuir los riesgos, la cercanía de las garras de esta fiera? Y he aquí su respuesta. Reivindican los participantes con total claridad: que para estar a la altura de estos tiempos tecnológicos hay que saber, informarse más y mejor, que necesitamos una tecnología más cercana, más accesible, más fácil, que hay que democratizarla, que hace falta mayor información para ser capaz de decidir por uno mismo.
¿Incluirán estas recomendaciones la capacidad de reconducir el desarrollo científico técnico, si hace falta, es decir, de controlarlo socialmente para decir no, si hace falta? Esta inquietud quedó en el aire, pues dado lo avanzado de la hora, ya estaba bien por ese día.
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