El Aula Juan Carandell, del Museo Aguilar y Eslava de Cabra, algunos viernes por la tarde, ha sido nuestro lugar de reunión, un excelente lugar de discusión. Un espacio fuera de las aulas pero no totalmente desvinculado de ellas, al que se invitó preferentemente a los alumnos y alumnas de 2º de Bachillerato del curso 2008-2009 (al último Café de la temporada asistió alumnado del grupo 3º de ESO A, al que se unieron de un modo muy provechoso varios alumnos y alumnas del Ciclo de Atención Sociosanitaria). Esta salida fuera del contexto normal de las clases era esencial para dotar al encuentro de un ambiente especial, en el que el profesor se volvía un simple propiciador del mismo, y en el que todos se volvían personas iguales que se reunían para filosofar de lo que ese momento único e irrepetible les deparase. Unos encuentros que pretenden tener continuidad el curso próximo, abriéndolos a un colectivo más diverso y más extraescolar.
¿Por qué tememos a la muerte?
En nuestro primer café filosófico investigamos juntos sobre la MUERTE, y llegamos a unas conclusiones sorprendentes, de las que quedamos bastante satisfechos, aunque fuera provisionalmente. Más o menos, discurrimos de la siguiente manera.
Nos planteamos esta pregunta, que nos pareció una buena manera de abrir una brecha en el tremendo e inmenso problema de la muerte, de nuestra muerte: ¿Por qué tememos a la muerte? Se dijo, primero, que tememos al dolor que supone morir, a cómo morimos. Pero, como afirmara Epicuro, cuando la muerte no está no la sentimos, y cuando está, ya no sentimos, así que para qué... Así que fuimos más allá y pudimos localizar que lo que realmente tememos de la muerte es la pérdida que implica, perder a nuestros seres queridos, por ejemplo. Pero, todo ello lo perdemos al perder la VIDA. Y por ahí seguimos dialogando. ¡Un momento! La vida, si la podemos perder, es que acaso ¿nos pertenece? ¿Qué nos pertenece de ella? En este punto vacilamos al principio, pero, finalmente comprendimos que nuestro cuerpo, por ejemplo, realmente no nos pertenece, ya nos viene dado, pero sí nos pertenece lo que nosotros hacemos con él, lo que hacemos con nuestra vida. Por tanto, nos pertenece todo aquello que hemos ido construyendo nosotros mientras vivimos. Pero, ¿con qué finalidad? ¿Por qué lo construimos? ¿Por qué ponemos tanto empeño en ello? ¿Por qué nos preocupamos tanto? PORQUE MORIMOS. Entonces, en ese caso, ¡la muerte contribuye a la vida! La muerte, de algún modo, construye la vida. Es decir, que sin la muerte, nuestra vida no sería la misma, es decir, que nuestra muerte forma parte de nuestra vida. Luego... ¡sorpresa! ¿Para qué temer a la muerte? Vivamos intensamente nuestra vida-muerte. Valoramos muy positivamente la experiencia de nuestro primer café filosófico, y nos fuimos algunos, tan contentos, a tomar un café u otra cosa.
¿Por qué necesitamos a Dios?
En nuestra última reunión investigamos sobre la RELIGIÓN. Antes, leímos un cuento corto adaptado de Tim Bowley (Semillas al viento, Ed. Raíces), que enlazaba con nuestra discusión del Café anterior sobre la muerte. Realmente, con él pudimos “reírnos” un poco con la muerte.
Casi todos los participantes repitieron, con alguna baja y con alguna incorporación. Dudamos, al principio, sobre cuál sería esta vez la pregunta con la que podríamos abrir brecha en este tema tan amplio. Propusimos estas dos preguntas: ¿Por qué necesitamos a Dios? ¿Todas las religiones hablan, en el fondo, del mismo Dios? Pero nos dimos cuenta de que la segunda se aclararía un poco, si resolvíamos la primera, así que por ella comenzamos el diálogo. Lanzamos varias hipótesis de trabajo, de las que se llevó la palma ésa que dice que necesitamos a Dios para no sentirnos solos. Planteamos, a continuación, una pregunta crítica: sí, pero ¿podemos vivir sin Dios? La respuesta que dimos fue que necesitamos creer en algo para poder vivir, y que Dios sería una de esas cosas que nos permite vivir con sentido nuestra vida, como mi familia, u otras. Pero entonces, ¿podemos vivir sin Dios? Parecía que se deducía de nuestra discusión que sí, que podemos vivir sin Dios, conclusión que a algunos no satisfizo mucho (ya sabemos que tema pisa un terreno difícil y delicado, el de nuestras creencias más íntimas). Otros sí que lo afirmaban categóricamente, y que lo decisivo para vivir era creer en algo.
Como algunos estaban algo perplejos por las implicaciones subyacentes de lo tratado esa tarde, iniciamos un nuevo camino: investigar por qué necesitamos creer. La hipótesis más valorada fue que necesitamos explicarnos nuestro mundo. Pero si todos tenemos nuestro mundo propio, necesitamos nuestra propia creencia, y entonces, habría tantas creencias como personas y mundos personales. A partir de este panorama, ¿cómo podemos hacer compatible la multiplicidad de creencias y la pretensión de hablar de un único Dios? Porque quedaba claro en nuestra discusión que no podemos vivir sin creencias, pero ¿es imprescindible creer en Dios? ¿No sería la creencia en Dios una forma, entre otras, de dar sentido a nuestra vida? De nuevo, volvíamos al punto de partida anterior, lo cual nos dejó bastante pensativos, sin saber muy bien si habíamos llegado a algo o estábamos como al principio. La investigación quedaba abierta, pero gracias a una participante insatisfecha con el camino y la posada encontrada, podíamos seguir pensando la siguiente pregunta: ¿cómo sé yo en qué necesito creer? Buena cuestión, que necesitaría proseguir el diálogo, pero que quedó pospuesto, dada la hora y las ganas que ya teníamos de tomar nuestro merecido café de rigor.
Nuestro destino, ¿está ya escrito?
Estimados compañeros y compañeras de nuestro filocafé: este viernes, día 20 de marzo, tendremos la oportunidad de proseguir nuestra actividad, nuestro ejercicio filosófico. La hora, la misma, a las cinco de la tarde, hora taurina que nos permitirá lidiar con un nuevo toro que avive nuestro interés. Y ya lo aplazamos hasta después de Semana Santa.
El anterior encuentro giró en torno al tema del DESTINO (menudo toro sale del burladero). Los participantes eran todos noveles, y más numerosos que hasta entonces, de manera que se recuerda brevemente las reglas básicas de nuestro Café y da comienzo el mismo. Siguiendo con la costumbre de conectar con la anterior reunión, uno de los participantes cuenta una anécdota que bien podría servir esta vez de enlace; bien dicho, porque de boda, de religión y de curas iba la cosa. Esto era una vez que dos aspirantes a cambiar de estado civil querían librarse del cursillo prematrimonial, a lo que este cura accedió no sin comprometer a los contrayentes a una salerosa entrevista que haría las veces de preparación acelerada para la nueva vida en Cristo. Sin embargo, no duró mucho, para sorpresa y alivio de los participantes, pues ante la pregunta del sacerdote a uno de los contrayentes de “si creía”, y la respuesta incipiente de “yo creo en muchas cosas…, en las personas…, en…”, aquél debió pensar, como nosotros en nuestro último café, que lo imprescindible era creer; debió pensar con buen tino, que no habría nada peor que casar a dos descreídos.
Nuestro destino, ¿está ya escrito? Esta fue nuestra cuestión, nuestra punta de lanza para intentar horadar el destino. Veremos si está suficientemente afilada. Primero, debíamos definir qué íbamos a entender como el Destino. Algo (una fuerza, una ley, algo) insondable, inescrutable, desconocido: cualquier cambio que el ser humano quisiera introducir, estaría ya de antemano incluido en él, nada escaparía a su fuerza. He aquí su atracción y su abismo. Tanto como pasado u origen, así como también como meta o futuro, todo estaría condicionando, el destino estaría determinando nuestras vidas y la vida del Universo entero. Afloró por primera vez en boca de una participante la idea del destino como justificación de lo que pasa o me pasa. Había una vez un albañil que entre ladrillo y ladrillo, de continuo, ante algo que le pasara a alguien, soltaba su estribillo, tan manido como certero: “¡sería su sino!”. Una dicotomía emergía con fuerza en la reunión: el destino es, entonces, algo cósmico, o algo humano. Como fuerza cósmica, permite el orden del mundo, hace que todo esté trabado y bien trabado; si hay orden, hay destino, como aquello que hace posible la aparente coherencia del mundo. Pero, ¿por qué necesitamos pensar, como esta tarde, el destino? Para justificarnos. Pero, entonces, es algo humano. ¿Para qué lo queremos? Para ser más felices, para buscar un sentido y, de nuevo, para justificar. ¡Otra vez! Esta hipótesis iba ganando adeptos, pero afianzando cada vez más a unos cuantos férreos oponentes insatisfechos, pues parece que el destino nos trasciende de manera terrible. Y, ¿qué querríamos justificar? Nuestras acciones o lo que nos pasa. “Nuestras acciones”, nuestras, algo humano, “lo que nos pasa”, a nosotros, algo humano. Pero, si nos pasa, ¡no puede ser nuestro! Nuestra vida, ¿no es nuestra? Sí, no. Nuestras acciones, ¿son nuestras? Sí: actuamos nosotros; no: ya está prevista de antemano nuestra acción. Somos como marionetas. ¿Sí o no? Sí y no. A la desesperada, el moderador invoca a Kant: ¿Qué podemos hacer? ¿Qué nos cabe esperar? Vivir como si fuéramos libres, ya que nunca podremos llegar saber cuál era nuestro destino, que quizás todo tenga un sentido posteriormente, al final del camino (como diría Hegel). Vacas sagradas de la historia de la filosofía, que no impresionan a tan exigentes y libres participantes en la discusión, libres como están de exámenes y ataduras, pensando libremente y por sí mismos, filosofando, estos aprendices de filósofos, pues no saben, pero buscan juntos saber. No en vano, la manzana había estado madurando y, en un momento súbito como un destello del sol que nos ilumina después de habernos cegado, se hacía la luz, una luz que satisfizo mucho a los participantes. De pronto… ya no era necesario seguir, la embestida había sido resistida, el embate había sido ganado, al menos tentativamente: EL DESTINO ES TU VIDA. Una voz femenina realizó la invocación, los demás obedecíamos. Comprobemos, si era nuestro destino tomar juntos a continuación una taza de café u otra cosa.
Los que se aman, ¿son uno?
El Café filosófico anterior comenzó con la lectura de un texto de Nietzsche, de su Ecce Homo, que venía como anillo al dedo del destino (tema tratado aquel día) y al remanso de la posada en la que pudimos finalmente solazarnos un rato. Decía así:
"Mi fórmula para exponer la grandeza en el hombre es amor fati (amor al destino): el no-querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y aún menos disimularlo –todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario- sino amarlo”.
EL AMOR. Y nuestra pregunta: los que se aman, ¿son uno? Sí, porque comparten sufrimiento y alegrías, estados de ánimo. Pero, ¿no han de tener alguna independencia mutua? La conversación basculaba entre estas dos posiciones. ¿Qué significa, entonces, ser uno en el amor? Compartir; una primera hipótesis que fue analizada. Vivir en el otro. Cuando se ama de verdad, es un placer complacer al otro, ceder al otro no supone una concesión ni una pérdida de uno mismo. Dos nuevos participantes en la reunión, que son pareja enamorada, ejercían de guías en nuestra búsqueda (qué magnífica ocasión para hablar del amor). Pero, si amar es vivir en el otro, ¿sólo vive uno, en el otro? ¿Es necesaria una simetría, una reciprocidad? El verdadero amor no busca recibir, no es una relación simétrica entre dos, es cosa de uno. Una posición fuerte que se atrincheró un buen rato. Pero, ese amor de uno, ¿es viable? ¿Es amor? Es amor, pero no es viable, se responde. En este punto, la conversación dio unos cuantos bandazos, pues parecía que dicha conclusión sería aceptable o no, en función del tipo de amor que se tomara en consideración. El amor de pareja, el amor filial… ¿Se puede medir cuál es mejor paradigma de amor, para que su estudio nos pueda hablar del verdadero amor? ¿Se pueden medir cosas diferentes? Se decide, entonces, definir con más profundidad qué entendemos como “reciprocidad” en el amor, de manera que todos nos sintiéramos más a gusto, sea el que fuere el modelo de amor del que hubiéramos partido. No es un mero intercambio a la manera económica (“tú me das, yo te doy”), no es ninguna falsa e interesada simetría, no es ninguna obligación mutua, que son formas de amor con trampa. Se trata de un dar mutuo generoso. Pero, ¿tienen que dar lo mismo? De ninguna manera. Vamos a la caza y captura de buenos conceptos, intentamos conceptualizar adecuadamente lo que entendemos nosotros, en este momento único, por AMOR. El modelo biológico de la simbiosis, se descarta. ¿Se trata de una complementariedad? ¿Dos conjuntos complementarios? Mejor… una intersección de conjuntos. Curioso que cuadre más para el caso, un concepto de origen matemático. ¿Tiene que ver la matemática con el amor? O, ¿es quizás un aspecto de la vida amorosa la que inspira el concepto operativo? No en vano el matemático es antes que matemático, amante, y antes de operar con abstracciones separadas de la vida (como diría Aristóteles), y mientras opera con ellas, vive también y de la vida extrae sus conceptos. Es una pregunta que este cronista se hace ante la sorpresa de que el amor sea una relación de intersección entre dos mundos que coinciden y se comparten, pero no completamente, pues, a la vez no dejan de, ni deben dejar de, tener su mundo propio, es decir, que no se anulan entrando en colisión, ni tampoco se aíslan y se endiosan, sino que se engrandecen mutuamente. Y para celebrar nuestra conclusión, nos fuimos a tomar café u otra cosa al sitio acostumbrado de la Plaza del Ayuntamiento.
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