Marc Sautet au Café des Phares (Paris 1994) Photo: Wolfgang Wackernagel

domingo, 26 de diciembre de 2010

¿Para qué la muerte?

CAFÉ FILOSÓFICO CABRA 2/1

Círculo de la amistad, Sala de comedor, a las 6:30 de la tarde, del día 17 de noviembre de 2010.


        Después de que Jack atrapara a la muerte en una botella para impedir que se llevara a su madre enferma… Las semanas pasaban y nada moría. Jack, su madre y todos los demás tenían cada vez más hambre. No sólo eso, cada vez había más de todo, más moscas, pulgas, más mosquitos.Los mares estaban tan llenos de peces que a los barcos les costaba navegar. En los cielos había tantas aves que a los aviones les costaba llegar a los aeropuertos y las selvas estaban empezando a invadir todas las ciudades del mundo. Por supuesto todos los seres vivos del planeta tenían un hambre atroz, desde el león de la sabana hasta la cebra (Jack y la muerte, adaptado de Tim Bowley, Semillas al viento).  



Si han leído Pepita Jiménez, la conocida novela del egabrense Juan Valera, sabrán que el Círculo de la Amistad, popularmente llamado el Casino de Cabra, no es un sitio cualquiera. Sus estancias, acogedoras y bellas, cada una con su propia personalidad, parecen estar diseñadas y compuestas para el encuentro y el diálogo. Y, de entre todas las muchas finalidades que puede albergar este lugar emblemático, ésta, la de ser un espacio que invita al encuentro social sosegado, no puede estar más de acuerdo con la intención de organizar un Café filosófico.

Durante hora y media, sin temor a la tarde de lluvia que se presentó el día de su primera edición de este curso, quince personas de variadas edades, formación e intereses, decidieron que aquel día era el día en que se reunirían para investigar juntos dialogando. Actualizaron la vieja actividad socrática de indagar con otros la vida y, en el proceso, ser un poco más conscientes de sí mismos y de su propia vida.

Después de los oportunos y merecidos agradecimientos, pues la acogida a esta iniciativa no había podido ser mejor, ni en amabilidad, ni en buena disposición, de tan entusiasta que ha sido, el propiciador de la actividad explica el origen, casual pero afortunado, de esta modalidad de práctica filosófica, y expone sucintamente el porqué de esta experiencia. Sencillamente, se trata de entenderse y dejarse entender como personas, que sin mucha dificultad se logra, simplemente, escuchándose mutuamente y teniendo en cuenta al otro. Algo tan fundamental y tan poco corriente en nuestros días.

Se dieron cita allí, cómodamente sentados en círculo, calentitos, y ante una taza de café u otra cosa, la curiosidad, la búsqueda de novedades, las ganas de encontrarse con otros para contrastar opiniones, para saber, para aprender, manifestándose libremente, sin presiones ni intereses, profundizando, y si se puede aportar algo, aportándolo. Estaba además la necesidad de compartir, y si se puede, encontrar algunas respuestas. Fueron convocados también a la reunión: la Vida, la Muerte, se convocó a Dios mismo, a la Hipocresía y a los Sentimientos. Temáticas invitadas que sedujeron a los participantes, aunque no por igual, pues se ve que la Vida y la Muerte estaban muy presentes allí, aquel día. ¡Cómo podía ser de otro modo con tantos participantes tan jóvenes y vitales! Se decidió que fuera la muerte el tema del día, pero quedaría patente que hablar de la muerte era hablar de, y aprender para, la vida.

¿A dónde vamos después de morir? ¿Qué tipo de vida tendríamos después? Claro estaba que los participantes se resistían a morir sin más (ya se ha dicho que había mucha vida allí). La muerte fue la señalada con el dedo, y hacia ella se lanzó sin contemplaciones el dardo que abriría una brecha que permitiera analizar de qué estaba hecha la muerte. ¿Para qué la muerte? Era la pregunta que prometía descubrir su verdadera naturaleza, pues se preguntaba por la finalidad que tendría.

La muerte es lo que da valor a la vida. Se enuncia esta tesis, que emerge y se oculta en distintos momentos del diálogo. Por de pronto es abandonada cuando se enfrenta a la naturaleza paradójica de la muerte: su certeza y, a la vez, su incertidumbre. Tenemos como cierto e irremediable el hecho de la muerte, pero también tenemos la incertidumbre del momento en que vendrá, lo que condiciona sobremanera y constantemente la vida humana. Otro participante destaca su carácter igualador, nada hay que nos iguale más: todos morimos. Incluso, es algo bueno que tengamos que morirnos. ¿Qué ocurriría, si no? ¿Qué desastres no nos visitarían si nadie muriese? La ambición, frecuente en el género humano, podría hacer estragos. A otros, sin embargo, les podría conducir a una patente falta de motivación por la vida, si nunca acabase. Pero no hay que confundirse, por eso se hizo la distinción aquella tarde, entre tener un propósito o meta en la vida, que es lo que le da sentido a la misma, y la ambición que te ciega y te impide apreciar lo que de verdad importa en la vida.

Pero, en una reunión como la nuestra, los conceptos van madurando, lentamente se van cociendo y, una vez concretado alguno de ellos, puede llegar a suscitar emociones: satisfacción, aceptación, una nueva confusión, curiosidad o también preocupación. Esto último es lo que parece haber emergido en la mente de una de las participantes adultas. La muerte, ¿algo benigno, entonces? Por favor, ¿quién quiere morirse? La muerte, más bien, supone un obstáculo, frustra nuestros proyectos, la vida misma, que no es más que un proyecto (como diría Martin Heidegger, que definía al hombre como un ser-para-la-muerte), nos aparece truncada irremisiblemente por su obra. Ahora bien, se pregunta: ¿cómo sería la vida sin la muerte? Y se insiste en argumentos anteriores, que sería catastrófica dicha situación. Pero he aquí que un participante adulto propone una hipótesis intermedia (claro que sí, nuestra investigación requiere del concurso de la imaginación, que nos permite sacar partido a todo experimento mental): dejemos de lado la realidad humana de que todos morimos, y también la supuesta hipótesis de que nadie muera, que pone de manifiesto nuestra pregunta de partida, supongamos que algunos no mueren. Y se analizó esta hipótesis intermedia, a ver el juego que nos podía ofrecer.

Se esgrimieron criterios para determinar si sería buena idea que algunos se quedaran por aquí, por este mundo campando a sus anchas, mientras que el resto moría. Pero todos estos criterios mostraban que tan poco halagüeño era que nadie muriese, como que algunos no muriesen. Ni el criterio económico, ni el genético, ni el de los méritos que acumularan en su vida, parecían servir de mucho, ni permitía al grupo avanzar mucho más. (El último criterio mencionado, el de los méritos acumulados en vida, era precisamente en torno al cual, en ocasiones, se han organizado algunas religiones). Pero, este impasse en la discusión, que volvía a argumentos anteriores ya vistos, podía significar que algo había podido quedar oculto. Siempre se acababa hablando de lo “catastrófico” de no morir todos (o algunos). ¿Dónde estaría la catástrofe? ¿Dónde estaba el problema? Si se descubría, si éramos capaces de desvelar su verdad, es decir, si éramos capaces de quitarle el velo y mirar en su interior (como acostumbraban a mirar la verdad los antiguos griegos, que la entendían originariamente como alétheia, como des-cubrimiento), encontraríamos, quizás, el sentido que buscábamos en el hecho de morir, y también pudiera ser que esto mismo alejara, de algún modo, la preocupación sobre el valor la muerte, seríamos más conscientes, quizás, de su finalidad, si la tuviera, que era lo que nos preguntábamos inicialmente al comenzar nuestra investigación conjunta.

La muerte es necesaria. Dar con el significado de esa necesidad se volvió crucial en la discusión. “Necesario” no quiere decir que sea agradable ni se lo justifique, ni tampoco  se refiere al sentido obvio de que es inevitable. Es otra cosa. Era otra cosa, la que estaba apunto de emerger. ¿Es posible la vida sin la muerte? La anterior pregunta sobre cómo sería nuestra vida sin la muerte, nos había desorientado un poco. Ésta sí que nos centraba ahora de verdad en la cuestión que preocupaba. Mi vida, ¿sería la misma sin mi muerte? ¿No da esto también sentido a mi vida? ¿No es lo que es mi vida, en cierto modo, debido a ella? Quizás sea ésta la mayor y más trascendental prueba a que nos somete la vida, pues nos pone ante el reto de la aceptación, o no aceptación, de mí mismo y de mi propia vida tal como me va siendo. Puedo no aceptarlo y, de mil maneras (hoy en día son muchas y variadas), lograr apartar de mi vida la evidencia de la muerte, evadirme, escaparme o amargarme. Pero la aceptación se presenta como algo ineludible para poder vivir con una mínima serenidad y ánimo. Más tarde, lo podemos justificar religiosamente, o de cualquier otro modo, pero la aceptación se nos presentó aquel día, en nuestra reunión, como algo previo e imprescindible. El día en que elegimos hablar sobre la muerte para hablar de la vida.

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