PROMETEO, el gran benefactor de la humanidad, pena encadenado el robo del fuego sagrado de los dioses. Gracias a ello los seres humanos habían podido pasar del estado de naturaleza a la civilización. Fueron así capaces de desarrollar las artes y el conocimiento de las cosas. Inventaron y transformaron, y sobrevivieron. Pusieron a su servicio a las demás especies animales y vegetales, de manera que sus recursos se acrecentaron sin cesar. Pero no consiguió darles también a los hombres la sabiduría que les permitiera convivir armoniosamente entre ellos mismos y con el entorno natural. Les faltaba el sentido moral del respeto mutuo y de la justicia política, que Zeus mandaría repartir más tarde entre todos por igual, pues no era cosa que pudiera dejarse en manos de técnicos y expertos, a quienes todos los demás debieran acatar. De otro modo, no habría ciudades en las que todos pudieran participar por igual y dar lo mejor de sí mismos para construir algo bueno juntos.
Pagó cara su inveterada insolencia hacia el orden impuesto por los dioses. Trajo la técnica a los hombres, que no sabían todavía hacer un buen uso de ella, volviéndolos prepotentes y peligrosos para el equilibrio sagrado del mundo. En el lejano Cáucaso, un águila le devoraba las entrañas cada día, un castigo eterno pues era inmortal. Pasado el tiempo y con el consentimiento de Zeus, Heracles mató al águila y ahora tenemos a Prometeo desencadenado desde hace ya bastante tiempo entre nosotros. No obstante, guarda todavía el titán de la humanidad un recuerdo de su pasado insensato: un brazalete hecho de la roca caucásica a la que estuvo encadenado. Una advertencia del poder otorgado al hombre y de la responsabilidad que éste mismo conlleva.
Como acierta a decir Hans Jonas, definitivamente desencadenado, Prometeo nos está pidiendo una ética y una política nuevas, más responsable, “que evite mediante frenos voluntarios que su poder lleve a los hombres a su desastre”.
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