Marc Sautet au Café des Phares (Paris 1994) Photo: Wolfgang Wackernagel

viernes, 26 de octubre de 2012

Sobre el dolor

Café filosófico Juan de la Cierva 1.1
19 de octubre de 2012, Sala de Biblioteca, 17:00 horas.

Y aunque no me creáis y penséis que hablo con evasivas, debo deciros que el mayor bien para un humano es tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a los demás, y si digo que una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre, me creeréis aún menos (Platón, Apología de Sócrates).

En cuanto a todas las cosas que existen en el mundo, unas dependen de nosotros, otras no dependen de nosotros. De nosotros dependen nuestras opiniones, nuestros impulsos, nuestros deseos, nuestras inclinaciones, nuestras aversiones; en una palabra, todas nuestras acciones. Las cosas que no dependen de nosotros son: el cuerpo, los bienes, la reputación, los cargos; en una palabra, todo lo que no es nuestra propia acción (…)  Pon al punto tu esfuerzo en responder siempre a toda representación perturbadora: “Tu no eres sino una representación, y en absoluto eres lo representado”. Y luego examínala con atención y ponla a prueba, para ello sírvete de las reglas que tienes, principalmente con esta primera que versa sobre si la cosa que te hace sufrir es del tipo de aquellas que dependen de nosotros o de aquellas que no dependen de nosotros. Y si se tratara de estas últimas, di sin titubear: “no tiene que ver conmigo (Epicteto, Manual).

¿Cómo nos puede ayudar el dolor?

El primer café filosófico era un escenario nuevo para todos. Este cronista preguntó al moderador de dicho encuentro filosófico cómo era posible que tanta expectativa, como decía que había suscitado, hubiera convocado a un número tan escaso de participantes. Y el moderador que lo que quiere es aprender, y casi no sabe otra cosa que preguntar, trasladó la pregunta a alguien más instruido en las cosas del lugar: muchos quisieron saber qué era eso de un “café filosófico” (tamaña rara mezcla), les picaba la curiosidad pero no habían dado el paso de probar la experiencia y descubrirlo por sí mismos. Y pudiera tener bastante de cierto, pues, ¡hay tantas cosas que, en este mundo tan complejo y cambiante que vivimos, nos llaman la atención!

-¿Quieres decir que tanto estímulo paraliza la curiosidad?
-Pudiera ser. Sólo los dioses lo saben.
-¿Qué podría aportar, entonces, una reunión como la nuestra, filosófica, en un mundo aparentemente tan poco dado a la filosofía?
-Por lo pronto, profundizar nuestra curiosidad.

Por una vez, durante un rato, hacemos un paréntesis en la rutina que pasa de puntillas por todo lo que nos interesa, sin darnos tiempo a juntar un poco de buena miel de polen del mismo jardín. ¿Nos bastará una miel de mil flores de mil jardines? ¿Un poco de todos los jardines y ninguno del todo? Si somos como abejas buscando el mejor polen que pueda dar el tono personal a la miel de nuestra vida, para que no sea muy amarga y nos permita reconstituirnos de vez en cuando con su tónico, alguna vez tendremos que pararnos a examinar cómo nos va nuestra vida y que no se nos pase sin haberla pasado, sin habernos dado cuenta. Sócrates, en cuya práctica se inspira este tipo de encuentros, reivindicaba constantemente para sus conciudadanos el gusto por una vida examinada, que de lo contrario no merecería tanto la pena ser vivida.

El moderador del encuentro hizo una escueta presentación de lo que iba un café filosófico y contó un poco del procedimiento habitual que se seguía. A continuación, propuso que indicaran, cada una de las personas asistentes, qué les había traído a la reunión, el motivo que les había impulsado, a través de un concepto. (Al ser escasos los participantes, más preciosos se volvían entonces los motivos). Estaba verdaderamente intrigado por saber de tales motivos supervivientes. Pues bien, allí estaba el estímulo de la curiosidad, pero esta vez sí, una curiosidad consumada; la cortesía de corresponder a quien proponía una actividad nueva, ¿tendría su propio motivo? (esto se notaría por su implicación, y ¡vaya si se notó!); probar algo distinto, era joven y todos los que se sienten jóvenes tienen la experimentación a flor de piel; observar y aprender, aunque se le advierte que allí aprenderá pero participando, y así fue el tiempo que pudo quedarse con nosotros; finalmente, no se pudo saber desde el principio la motivación del último de los participantes pues confundió la hora de comienzo de la reunión, pero tuvo la ocasión de participar más que suficiente. Era el único alumno que asistió, y menos mal que asistió, pues sin él no hubiéramos llegado al territorio que llegamos. ¿Queréis saber hasta dónde? Ya que no estuvisteis allí, no os queda otro remedio que atender a este relato. Pero debéis saber que con vosotros todo hubiera sido completamente distinto.

¿Qué seducía aquel día a los participantes? ¿Qué flotaba en el ambiente de la reunión? El único candidato invocado quería y no quería salir a la palestra. Pero hubo de dar un paso al frente y resistir, pues aunque mirase hacia atrás de reojo, por ver si podía compartir el peso de la investigación, no había nadie más. Alguna razón habría, que tendríamos que descubrir, para que no pudiera competir con otros asuntos, aquella tarde un poco gris y macilenta. Así emergió, como Afrodita de entre la espesura de la espuma, el dolor, y como todo dolor se siente y si no, no es dolor, estaba claro que se había convocado allí, para investigarlo juntos, al dolor emocional.

Si la filosofía es como Eros, según cuenta Diotima en el diálogo platónico Banquete, la pregunta que esta vez se lanzó fue, como siempre por amor. En este caso, por amor al dolor. (Y ya veréis por qué decimos esto). Así que se le lanzó al dolor este constructivo e inquisitivo dardo: ¿Cómo nos puede ayudar el dolor? Y se comienza la indagación. Costaba arrancar. Era normal dada la situación y la dificultad del asunto. Un tema que no tuvo alternativa, recordemos. En un café filosófico la relación siempre es personal, pero, al ser tan pocos participantes, acechaba el riesgo de que fuese demasiado personal. Ni corto ni perezoso, el moderador decidió agarrar el toro por los cuernos. Así se comprobaría que aquella reunión es personal, porque se viene allí como personas, pero a cobijo de la personalización. ¿Qué es lo que nos preocupa del dolor? ¿Qué es lo más doloroso del dolor?, preguntó. Por ver si, una dosis controlada en forma de indagación racional conjunta, podría servir de vacuna contra el dolor que sentimos dentro de nosotros.

Dos de las participantes se implicaron más personalmente, los demás ayudarían a esclarecer por qué algo determinado puede ser lo más doloroso del dolor. Comienza la persona que había ofrecido el tema: lo más doloroso es perder el control de ti mismo, cuando estás padeciendo un dolor, el no poderlo controlar, la falta de autocontrol. Si no fuera así, el dolor quizás se podría afrontar en mejores condiciones. Esto quedó claro relativamente pronto, y listo para una ulterior respuesta. La segunda aportación necesitó más trabajo por parte del grupo. Pero en el trabajo está el aprendizaje, lo mismo que en el camino está el viaje, ya lo sabemos. Más doloroso es cuando el dolor es de otros y no puedes hacer nada.

-En ese caso, ¿qué origen tiene?; en el fondo, ¿qué es entonces lo que más duele?
-La melancolía, la desazón que te produce.
-Pero, ¿esto es una causa o un efecto, origen o consecuencia?
-Te sientes impotente. Acompañas al otro sin poder ayudarle.
-Y eso, ¿es la causa o el efecto?
-Estás a la espera. Lo sigues con empatía.
-Si no puedes ayudarle, y estás a la espera de ver cuándo puedes ayudarle, ¿qué produce el dolor?

Con la ayuda del grupo se establece que el origen de dicha forma de sentir dolor estaría en no poder ayudar, que el malestar viene provocado por la impotencia. Y como todo lo que decimos y hacemos nos muestra a nosotros mismos, quisimos indagar si el dolor por los otros tenía que ver con nosotros mismos. En realidad, casi no importa demasiado de qué se hable, sino que en un diálogo socrático se examina a quien habla. Y al final de la investigación no importa tanto el haber resuelto o no la cuestión, sino que importa si yo sigo siendo la misma persona. Esto mide la calidad de un diálogo.

En aquél preciso momento se produjo un viraje en la discusión, promovido por el moderador. Como pudiera suceder que el dolor nos estuviera atenazando más de la cuenta, se propone un nuevo escenario que valga de “campo de pruebas”. El escenario para la prueba es (¡no os lo vais a creer!), el amor. Parecía algo muy alejado e incomparable, a primera vista. Aunque, aprovechar la ocasión para pensar lo impensable puede que sea uno de los grandes beneficios de una reunión como la nuestra. Pues bien, ¿es posible sentir el dolor de los demás, si uno no siente el dolor de si mismo? Y ahora trasportado al nuevo escenario: ¿puede uno amar a otra persona, si no se ama a sí mismo? La pregunta parece chocar un poco al principio a los participantes, y en los rostros aparece la extrañeza (buena cosa: ya sabéis que el asombro es el origen del filosofar).

-Sí que es posible. Uno puede amar profundamente a alguien que admira, a alguien que tiene idealizado.
-¿No hay ningún problema en ello?
-Ningún problema.
-¿Y no habría en ese amor subordinación? ¿Eso es amor?
-Es un amor como el que más. Cada uno puede amar como quiera.

Efectivamente. No discutimos las distintas formas de amar. Cada uno es libre de amar como quiera. Pero, ¿eso significa que todos los amores sean iguales? Dos tesis entran, entonces, en conflicto: a) tú puedes amar algo ideal que admiras, y eso lo convierte en un amor ideal; b) amar no puede consistir en sentirte subordinado a otro, amar es libertad y no supeditación.

-Lo ideal, ¿es real?
-Sí, por cierto.
-¿Lo ideal se cumple de un modo completo y acabado?
-No, nunca se termina del todo de cumplir.
-Lo ideal, ¿es real, entonces?
-Parece que no.
-Si estás de acuerdo en esto, tu amor, si era ideal, no parece muy real.

Por eso puede haber amores peligrosos en los que se llegue a confundir lo ideal con lo real. Así, se comenta brevemente la falsa concepción de amor que está en la base de numerosos casos de violencia de género. Pero, volvamos ahora, como hizo el grupo, a la pregunta que introdujo el escenario del amor: ¿es posible amar, si uno no es capaz de amarse a sí mismo? La respuesta fue unánime: no es posible. Volvamos ahora a la pregunta sobre el dolor. ¿Qué hemos podido aprender sobre el dolor a través de este rodeo por el sendero del amor? En este momento del diálogo dos ideas entrelazadas parecían aflorar con fuerza. (Recordad que estábamos analizando la segunda hipótesis sobre lo más doloroso del dolor: que era “el sufrimiento ante el dolor de los demás”). Las dos ideas enlazadas eran que: la espera, el acompañamiento del dolor de otro puede ser provechoso, pues aprendes de su dolor, pero aprendes también acerca de tu propio dolor. Y quizás, para ayudar al otro, y tener la calma y claridad suficiente en la ayuda, uno tiene también que haber sido capaz de ayudarse así mismo.

El final de la investigación de aquella tarde estaba cercano. Las ideas surgían con gran fluidez, después del trabajo que se había realizado previamente. Los participantes, ya ni siquiera necesitaban moderación. Ellos mismos preguntaron: ¿por qué duele el dolor? Y era una manera de descubrir cómo puede ayudarnos el que algo nos duela, como desde el principio queríamos indagar juntos. (Y, efectivamente, estaban más juntos que nunca, pues trabajaban al unísono, como un equipo). La hipótesis fisiológica de que el dolor físico es una alerta para avisar de un daño, y evitarlo, también podría aplicarse, quizás, a nuestras emociones. ¿De qué te alerta el dolor? De tu depósito inflamable dentro de ti. “Depósito” que inflama el dolor, y que lo inflama a cada persona de una manera única y personal, en función de lo que cada uno tenga dentro de sí. Por ejemplo, la muerte de una persona allegada podría afectarte e incapacitar tu vida de una manera que sólo sería propia de ti. Y, como mínimo, te puede alertar de que tú también tienes que morir algún día. Pero además, es una alerta que no debes descuidar, pues te está alertando sobre ti mismo para que aprendas de ti. Voy conduciendo por la carretera como si fuera la cosa más normal del mundo, de tan habituado que estoy a circular; de pronto, veo un accidente de tráfico, y al pasar junto a la camilla de la víctima que están evacuado en ambulancia, todo cambia: siento el dolor del otro en mi y me pregunto, sin darme cuenta, qué puedo estar haciendo mal últimamente en mi forma de conducir, y me digo que no debo relajarme tanto.

No podemos saber en general de qué nos alerta el dolor en un caso determinado, ni es el cometido de una reunión tan limitada en el tiempo como la nuestra. Cada uno debe descubrirlo por sí mismo o con la ayuda de otro. Y, como solía ocurrir sobre todo en los primeros diálogos platónicos, la discusión no se cierra, sino que incita a seguir dialogando. Los participantes lo quisieron llamar “y”, puesto que es personal e intransferible, y nos emplazaron a continuar la búsqueda de nuestro propio depósito de “y”, aquello que en mi es capaz de inflamarse y producir graves quemaduras, para que, cuando salte la chispa, no se produzca una deflagración incontrolada de dolor insoportable, sino un fuego con el que poder calentarme un poco, de manera que sea más benefactor que destructor. Y lo tengo que hacer en tiempos de baja temperatura y alta humedad, cuando todo a mi alrededor no esté tan caliente que sea inevitable el estallido.

4 comentarios:

  1. Esta muy bien trabajado y redactado Antonio. Espero poder difrutar pronto de otro ratito filosofando con vosotros.
    Un saludo!

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    1. Gracias, te esperamos. Posiblemente sea el 23, ya se avisará.

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  2. La vida es dolor, pero hay que vivirla.

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  3. Estoy de acuerdo. La vida es también dolor, por eso hay que vivirlo. Como se dijo en el café filosófico, también se puede aprender del dolor. Hay que ser capaz de vivir el dolor y el placer, tanto monta, monta tanto, pues de ambos se aprende a vivir mejor, a partir de ambos extremos.
    Tres sentidores, desde la perspectiva filosófica: Kierkegaard, Unamuno y Nietzsche.

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