19 de octubre de 2012, Sala de Biblioteca,
17:00 horas.
Y
aunque no me creáis y penséis que hablo con evasivas, debo deciros que el mayor
bien para un humano es tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de
los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba
a mí mismo y a los demás, y si digo que una vida sin examen no tiene objeto
vivirla para el hombre, me creeréis aún menos (Platón, Apología de Sócrates).
En cuanto a
todas las cosas que existen en el mundo, unas dependen de nosotros, otras no
dependen de nosotros. De nosotros dependen nuestras opiniones, nuestros
impulsos, nuestros deseos, nuestras inclinaciones, nuestras aversiones; en una
palabra, todas nuestras acciones. Las cosas que no dependen de nosotros son: el
cuerpo, los bienes, la reputación, los cargos; en una palabra, todo lo que no
es nuestra propia acción (…) Pon al
punto tu esfuerzo en responder siempre a toda representación perturbadora: “Tu
no eres sino una representación, y en absoluto eres lo representado”. Y luego
examínala con atención y ponla a prueba, para ello sírvete de las reglas que
tienes, principalmente con esta primera que versa sobre si la cosa que te hace
sufrir es del tipo de aquellas que dependen de nosotros o de aquellas que no
dependen de nosotros. Y si se tratara de estas últimas, di sin titubear: “no
tiene que ver conmigo (Epicteto, Manual).
¿Cómo nos puede ayudar el dolor?
El primer
café filosófico era un escenario nuevo para todos. Este cronista preguntó al
moderador de dicho encuentro filosófico cómo era posible que tanta expectativa,
como decía que había suscitado, hubiera convocado a un número tan escaso de
participantes. Y el moderador que lo que quiere es aprender, y casi no sabe
otra cosa que preguntar, trasladó la pregunta a alguien más instruido en las
cosas del lugar: muchos quisieron saber qué era eso de un “café filosófico”
(tamaña rara mezcla), les picaba la curiosidad pero no habían dado el paso de
probar la experiencia y descubrirlo por sí mismos. Y pudiera tener bastante de
cierto, pues, ¡hay tantas cosas que, en este mundo tan complejo y cambiante que
vivimos, nos llaman la atención!
-¿Quieres
decir que tanto estímulo paraliza la curiosidad?
-Pudiera
ser. Sólo los dioses lo saben.
-¿Qué
podría aportar, entonces, una reunión como la nuestra, filosófica, en un mundo
aparentemente tan poco dado a la filosofía?
-Por
lo pronto, profundizar nuestra curiosidad.
Por
una vez, durante un rato, hacemos un paréntesis en la rutina que pasa de
puntillas por todo lo que nos interesa, sin darnos tiempo a juntar un poco de
buena miel de polen del mismo jardín. ¿Nos bastará una miel de mil flores de
mil jardines? ¿Un poco de todos los jardines y ninguno del todo? Si somos como abejas
buscando el mejor polen que pueda dar el tono personal a la miel de nuestra
vida, para que no sea muy amarga y nos permita reconstituirnos de vez en cuando
con su tónico, alguna vez tendremos que pararnos a examinar cómo nos va nuestra
vida y que no se nos pase sin haberla pasado, sin habernos dado cuenta.
Sócrates, en cuya práctica se inspira este tipo de encuentros, reivindicaba
constantemente para sus conciudadanos el gusto por una vida examinada, que de
lo contrario no merecería tanto la pena ser vivida.
El
moderador del encuentro hizo una escueta presentación de lo que iba un café
filosófico y contó un poco del procedimiento habitual que se seguía. A
continuación, propuso que indicaran, cada una de las personas asistentes, qué
les había traído a la reunión, el motivo que les había impulsado, a través de
un concepto. (Al ser escasos los participantes, más preciosos se volvían
entonces los motivos). Estaba verdaderamente intrigado por saber de tales
motivos supervivientes. Pues bien, allí estaba el estímulo de la curiosidad,
pero esta vez sí, una curiosidad consumada; la cortesía de corresponder
a quien proponía una actividad nueva, ¿tendría su propio motivo? (esto se
notaría por su implicación, y ¡vaya si se notó!); probar algo distinto,
era joven y todos los que se sienten jóvenes tienen la experimentación a flor
de piel; observar y aprender, aunque se le advierte que allí aprenderá
pero participando, y así fue el tiempo que pudo quedarse con nosotros;
finalmente, no se pudo saber desde el principio la motivación del último de los
participantes pues confundió la hora de comienzo de la reunión, pero tuvo la
ocasión de participar más que suficiente. Era el único alumno que asistió, y
menos mal que asistió, pues sin él no hubiéramos llegado al territorio que
llegamos. ¿Queréis saber hasta dónde? Ya que no estuvisteis allí, no os queda
otro remedio que atender a este relato. Pero debéis saber que con vosotros todo
hubiera sido completamente distinto.
¿Qué
seducía aquel día a los participantes? ¿Qué flotaba en el ambiente de la
reunión? El único candidato invocado quería y no quería salir a la palestra.
Pero hubo de dar un paso al frente y resistir, pues aunque mirase hacia atrás
de reojo, por ver si podía compartir el peso de la investigación, no había nadie
más. Alguna razón habría, que tendríamos que descubrir, para que no pudiera
competir con otros asuntos, aquella tarde un poco gris y macilenta. Así
emergió, como Afrodita de entre la espesura de la espuma, el dolor, y
como todo dolor se siente y si no, no es dolor, estaba claro que se había
convocado allí, para investigarlo juntos, al dolor emocional.
Si
la filosofía es como Eros, según cuenta Diotima en el diálogo platónico Banquete,
la pregunta que esta vez se lanzó fue, como siempre por amor. En este caso, por
amor al dolor. (Y ya veréis por qué decimos esto). Así que se le lanzó al dolor
este constructivo e inquisitivo dardo: ¿Cómo nos puede ayudar el dolor? Y
se comienza la indagación. Costaba arrancar. Era normal dada la situación y la
dificultad del asunto. Un tema que no tuvo alternativa, recordemos. En un café
filosófico la relación siempre es personal, pero, al ser tan pocos
participantes, acechaba el riesgo de que fuese demasiado personal. Ni corto ni
perezoso, el moderador decidió agarrar el toro por los cuernos. Así se
comprobaría que aquella reunión es personal, porque se viene allí como
personas, pero a cobijo de la personalización. ¿Qué es lo que nos preocupa del
dolor? ¿Qué es lo más doloroso del dolor?, preguntó. Por ver si, una dosis controlada
en forma de indagación racional conjunta, podría servir de vacuna contra el
dolor que sentimos dentro de nosotros.
Dos
de las participantes se implicaron más personalmente, los demás ayudarían a
esclarecer por qué algo determinado puede ser lo más doloroso del dolor. Comienza
la persona que había ofrecido el tema: lo más doloroso es perder el control
de ti mismo, cuando estás padeciendo un dolor, el no poderlo controlar, la
falta de autocontrol. Si no fuera así, el dolor quizás se podría afrontar en
mejores condiciones. Esto quedó claro relativamente pronto, y listo para una ulterior
respuesta. La segunda aportación necesitó más trabajo por parte del grupo. Pero
en el trabajo está el aprendizaje, lo mismo que en el camino está el viaje, ya
lo sabemos. Más doloroso es cuando el dolor es de otros y no puedes
hacer nada.
-En
ese caso, ¿qué origen tiene?; en el fondo, ¿qué es entonces lo que más duele?
-La melancolía,
la desazón que te produce.
-Pero,
¿esto es una causa o un efecto, origen o consecuencia?
-Te
sientes impotente. Acompañas al otro sin poder ayudarle.
-Y
eso, ¿es la causa o el efecto?
-Estás
a la espera. Lo sigues con empatía.
-Si
no puedes ayudarle, y estás a la espera de ver cuándo puedes ayudarle, ¿qué
produce el dolor?
Con
la ayuda del grupo se establece que el origen de dicha forma de sentir dolor
estaría en no poder ayudar, que el malestar viene provocado por la impotencia.
Y como todo lo que decimos y hacemos nos muestra a nosotros mismos, quisimos
indagar si el dolor por los otros tenía que ver con nosotros mismos. En
realidad, casi no importa demasiado de qué se hable, sino que en un diálogo
socrático se examina a quien habla. Y al final de la investigación no importa
tanto el haber resuelto o no la cuestión, sino que importa si yo sigo siendo la
misma persona. Esto mide la calidad de un diálogo.
En
aquél preciso momento se produjo un viraje en la discusión, promovido por el
moderador. Como pudiera suceder que el dolor nos estuviera atenazando más de la
cuenta, se propone un nuevo escenario que valga de “campo de pruebas”. El
escenario para la prueba es (¡no os lo vais a creer!), el amor. Parecía
algo muy alejado e incomparable, a primera vista. Aunque, aprovechar la ocasión
para pensar lo impensable puede que sea uno de los grandes beneficios de
una reunión como la nuestra. Pues bien, ¿es posible sentir el dolor de los
demás, si uno no siente el dolor de si mismo? Y ahora trasportado al nuevo
escenario: ¿puede uno amar a otra persona, si no se ama a sí mismo? La
pregunta parece chocar un poco al principio a los participantes, y en los
rostros aparece la extrañeza (buena cosa: ya sabéis que el asombro es el origen
del filosofar).
-Sí
que es posible. Uno puede amar profundamente a alguien que admira, a alguien que
tiene idealizado.
-¿No
hay ningún problema en ello?
-Ningún
problema.
-¿Y
no habría en ese amor subordinación? ¿Eso es amor?
-Es
un amor como el que más. Cada uno puede amar como quiera.
Efectivamente.
No discutimos las distintas formas de amar. Cada uno es libre de amar como
quiera. Pero, ¿eso significa que todos los amores sean iguales? Dos tesis entran,
entonces, en conflicto: a) tú puedes amar algo ideal que admiras, y eso lo
convierte en un amor ideal; b) amar no puede consistir en sentirte subordinado
a otro, amar es libertad y no supeditación.
-Lo
ideal, ¿es real?
-Sí,
por cierto.
-¿Lo
ideal se cumple de un modo completo y acabado?
-No,
nunca se termina del todo de cumplir.
-Lo
ideal, ¿es real, entonces?
-Parece
que no.
-Si
estás de acuerdo en esto, tu amor, si era ideal, no parece muy real.
Por
eso puede haber amores peligrosos en los que se llegue a confundir lo
ideal con lo real. Así, se comenta brevemente la falsa concepción de amor
que está en la base de numerosos casos de violencia de género. Pero, volvamos
ahora, como hizo el grupo, a la pregunta que introdujo el escenario del amor:
¿es posible amar, si uno no es capaz de amarse a sí mismo? La respuesta fue
unánime: no es posible. Volvamos ahora a la pregunta sobre el dolor. ¿Qué hemos
podido aprender sobre el dolor a través de este rodeo por el sendero del amor?
En este momento del diálogo dos ideas entrelazadas parecían aflorar con fuerza.
(Recordad que estábamos analizando la segunda hipótesis sobre lo más doloroso
del dolor: que era “el sufrimiento ante el dolor de los demás”). Las dos ideas
enlazadas eran que: la espera, el acompañamiento del dolor de otro puede ser
provechoso, pues aprendes de su dolor, pero aprendes también acerca
de tu propio dolor. Y quizás, para ayudar al otro, y tener la calma y claridad
suficiente en la ayuda, uno tiene también que haber sido capaz de ayudarse así
mismo.
El
final de la investigación de aquella tarde estaba cercano. Las ideas surgían
con gran fluidez, después del trabajo que se había realizado previamente. Los
participantes, ya ni siquiera necesitaban moderación. Ellos mismos preguntaron:
¿por qué duele el dolor? Y era una manera de descubrir cómo puede
ayudarnos el que algo nos duela, como desde el principio queríamos indagar
juntos. (Y, efectivamente, estaban más juntos que nunca, pues trabajaban al
unísono, como un equipo). La hipótesis fisiológica de que el dolor físico es
una alerta para avisar de un daño, y evitarlo, también podría aplicarse,
quizás, a nuestras emociones. ¿De qué te alerta el dolor? De tu depósito
inflamable dentro de ti. “Depósito” que inflama el dolor, y que lo inflama
a cada persona de una manera única y personal, en función de lo que cada uno
tenga dentro de sí. Por ejemplo, la muerte de una persona allegada podría
afectarte e incapacitar tu vida de una manera que sólo sería propia de ti. Y, como
mínimo, te puede alertar de que tú también tienes que morir algún día. Pero
además, es una alerta que no debes descuidar, pues te está alertando sobre ti
mismo para que aprendas de ti. Voy conduciendo por la carretera como si fuera
la cosa más normal del mundo, de tan habituado que estoy a circular; de pronto,
veo un accidente de tráfico, y al pasar junto a la camilla de la víctima que
están evacuado en ambulancia, todo cambia: siento el dolor del otro en mi y me
pregunto, sin darme cuenta, qué puedo estar haciendo mal últimamente en mi
forma de conducir, y me digo que no debo relajarme tanto.
No podemos
saber en general de qué nos alerta el dolor en un caso determinado, ni es el
cometido de una reunión tan limitada en el tiempo como la nuestra. Cada uno
debe descubrirlo por sí mismo o con la ayuda de otro. Y, como solía ocurrir sobre
todo en los primeros diálogos platónicos, la discusión no se cierra, sino que
incita a seguir dialogando. Los participantes lo quisieron llamar “y”, puesto
que es personal e intransferible, y nos emplazaron a continuar la búsqueda de
nuestro propio depósito de “y”, aquello que en mi es capaz de inflamarse y
producir graves quemaduras, para que, cuando salte la chispa, no se produzca
una deflagración incontrolada de dolor insoportable, sino un fuego con el que
poder calentarme un poco, de manera que sea más benefactor que destructor. Y lo
tengo que hacer en tiempos de baja temperatura y alta humedad, cuando todo a mi
alrededor no esté tan caliente que sea inevitable el estallido.
Esta muy bien trabajado y redactado Antonio. Espero poder difrutar pronto de otro ratito filosofando con vosotros.
ResponderEliminarUn saludo!
Gracias, te esperamos. Posiblemente sea el 23, ya se avisará.
EliminarLa vida es dolor, pero hay que vivirla.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo. La vida es también dolor, por eso hay que vivirlo. Como se dijo en el café filosófico, también se puede aprender del dolor. Hay que ser capaz de vivir el dolor y el placer, tanto monta, monta tanto, pues de ambos se aprende a vivir mejor, a partir de ambos extremos.
ResponderEliminarTres sentidores, desde la perspectiva filosófica: Kierkegaard, Unamuno y Nietzsche.