Ya
sabíamos, por nuestros diálogos socráticos anteriores, que la arquitectura no
es ajena a la filosofía, ni viceversa. Y como ellos lo sabían, éste que
les habla fue invitado a asistir a una mesa redonda en la Casa Sostoa (Málaga).
El lugar recóndito, la casa insólita. Como todo lo que merece la pena. Al
cruzar el umbral, no te introduces en un apartamento de un bloque de siete
plantas, tampoco en la casa u hogar de alguien, ni en una sala de exposiciones,
ni en un museo acartonado…, desembocas en un espacio que es todo ello a la vez.
En sus paredes se exponen y renuevan obras de arte, la vida de su cuarto de
baño o de sus dormitorios se aparea con el arte vivo. Nada es casual, ni es
meramente particular y subjetivo, pues está para ser contemplado y disfrutado
por parte de muchos, para comunicarse con otros y aportarles algo, nuevas
visiones del mundo. Así que también se celebran actos culturales y artísticos.
Aquella
tarde de un cinco de junio (de este año de 2014), estábamos para dialogar sobre
La Ciudad Análoga que pugna con La Ciudad Lógica, quizás de origen cartesiano, según
veremos más tarde. La instalación Laboratorio urbano personal, de
Antonio R. Montesinos “sirve de metáfora” a los asistentes para hallar su
ciudad ideal, a través del formato de una mesa redonda, moderada por José
Antonio Moreno, a la que siguió un animado y espontáneo debate.
Y
hay que decir que este amante de la filosofía se sintió como en su casa, no
solo por la cálida acogida, ni por el café previo que siempre genera mundología con que nos recibieron, sino porque, frente a lo esperado, tanto las
intervenciones como la discusión posterior fueron muy filosóficas. Que a la
filosofía le interesa todo, y sobre cada cosa adopta su perspectiva reflexiva,
general y crítica, ya lo sabíamos; que cualquier conversación tiende, si se le
deja un tiempo suficiente de maduración, a volverse esencial y básica, también
lo sabíamos por nuestra experiencia durante el transcurso de los Cafés
Filosóficos; pero, nuestra sorpresa fue que el inicial temor (“¿Qué hace un aprendiz
de filósofo en un sitio como éste?”) se disipó por completo al ir comprobando
el enfoque que iban adoptando las distintas intervenciones. Allí no se perdió
el debate en una serie de ropajes técnicos, sino que atracó en los
fundamentos; allí se vino a hacer Filosofía de la Ciudad.
Después
del debate posterior, una conclusión a la que llegó éste que les habla, con la
ayuda de la rica discusión que se fue prolongando un buen rato, fue ésta: todos
los actores de la ciudad, inclusive automovilistas y negocios franquiciados,
hacen lo que tienen que hacer. Hacen todo lo que pueden hacer para salir
adelante. ¿Cómo lograr una ciudad para todos, al gusto de un mayor número de
ciudadanos? Se propuso la participación de los habitantes de la ciudad. ¿Cómo
llevarlo a cabo? Esa es la cuestión, pero puede lograrse. Muchos de los allí
presentes eran técnicos y dijeron que podía hacerse. Con información pública,
con sensatez, participando en las decisiones que luego les van a afectar, por
parte de la ciudadanía, que es la que va a vivir en la ciudad. En lugar de una
política de los políticos o de los actores económicos privilegiados, una
política del pueblo. Una política participativa de la ciudad. Esto hace falta
en muchos órdenes de nuestra vida social, ahora sabemos que también en el orden urbanístico.
Otra
conclusión fue constatar que también la arquitectura y los arquitectos están instalados actualmente en una constante búsqueda de identidad, lo mismo que la
filosofía. ¿Para qué sirve la filosofía? ¿Para qué ha de servir la
arquitectura? ¿Qué tipo de sociedad, qué tipo de ciudad, queremos ayudar a
construir como arquitectos? ¿Qué clase de Demiurgos queremos ser? Lo cual nos
parece una buena señal de que tanto una como otra están vivas y no desean
desprenderse de la impermanencia que es una propiedad esencial de la vida.
Pero,
constatemos ya el origen de la Ciudad Lógica, a través de un texto de René
Descartes:
“Una de las primeras [reflexiones] fue la
que me hacía percatarme de que frecuentemente no existe tanta perfección en
obras compuestas de muchos elementos y realizadas por diversos maestros como
existe en aquellas que han sido ejecutadas por uno solo. Así, es fácil
comprobar que los edificios emprendidos y construidos bajo la dirección de un
mismo arquitecto son generalmente más bellos y están mejor dispuestos que
aquellos que han sido reformados bajo la dirección de varios, sirviéndose para
ello de viejos cimientos que habían sido levantados para otros fines. Así
sucede con esas viejas ciudades que, no habiendo sido en sus inicios sino
pequeños burgos, han llegado a ser con el tiempo grandes ciudades. Éstas generalmente
están mal trazadas [a compás], si las comparamos con esas otras ciudades que un
ingeniero ha diseñado según le dictó su fantasía sobre una llanura. Pues, si
bien considerando cada uno de sus edificios aisladamente, se encuentra tanta
belleza artística o aún más que en las
ciudades trazadas por un ingeniero, sin embargo, al comprobar cómo sus
edificios están emplazados, uno pequeño junto a otro grande, y cómo sus calles
son desiguales y curvas, podría afirmarse que ha sido la casualidad y no el deseo
de unos hombres regidos por la razón lo que ha dirigido el trazado de tales
planos” (Descartes, Discurso del método, Segunda parte).
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