Marc Sautet au Café des Phares (Paris 1994) Photo: Wolfgang Wackernagel

lunes, 16 de junio de 2014

La ciudad análoga

Ya sabíamos, por nuestros diálogos socráticos anteriores, que la arquitectura no es ajena a la filosofía, ni viceversa. Y como ellos lo sabían, éste que les habla fue invitado a asistir a una mesa redonda en la Casa Sostoa (Málaga). El lugar recóndito, la casa insólita. Como todo lo que merece la pena. Al cruzar el umbral, no te introduces en un apartamento de un bloque de siete plantas, tampoco en la casa u hogar de alguien, ni en una sala de exposiciones, ni en un museo acartonado…, desembocas en un espacio que es todo ello a la vez. En sus paredes se exponen y renuevan obras de arte, la vida de su cuarto de baño o de sus dormitorios se aparea con el arte vivo. Nada es casual, ni es meramente particular y subjetivo, pues está para ser contemplado y disfrutado por parte de muchos, para comunicarse con otros y aportarles algo, nuevas visiones del mundo. Así que también se celebran actos culturales y artísticos.

Aquella tarde de un cinco de junio (de este año de 2014), estábamos para dialogar sobre La Ciudad Análoga que pugna con La Ciudad Lógica, quizás de origen cartesiano, según veremos más tarde. La instalación Laboratorio urbano personal, de Antonio R. Montesinos “sirve de metáfora” a los asistentes para hallar su ciudad ideal, a través del formato de una mesa redonda, moderada por José Antonio Moreno, a la que siguió un animado y espontáneo debate.

Y hay que decir que este amante de la filosofía se sintió como en su casa, no solo por la cálida acogida, ni por el café previo que siempre genera mundología con que nos recibieron, sino porque, frente a lo esperado, tanto las intervenciones como la discusión posterior fueron muy filosóficas. Que a la filosofía le interesa todo, y sobre cada cosa adopta su perspectiva reflexiva, general y crítica, ya lo sabíamos; que cualquier conversación tiende, si se le deja un tiempo suficiente de maduración, a volverse esencial y básica, también lo sabíamos por nuestra experiencia durante el transcurso de los Cafés Filosóficos; pero, nuestra sorpresa fue que el inicial temor (“¿Qué hace un aprendiz de filósofo en un sitio como éste?”) se disipó por completo al ir comprobando el enfoque que iban adoptando las distintas intervenciones. Allí no se perdió el debate en una serie de ropajes técnicos, sino que atracó en los fundamentos; allí se vino a hacer Filosofía de la Ciudad.

Carlos Hernández desenmascaró el racionalismo y la política oculta de la ciudad actual, que incluso afectaba a la instalación que ocupaba el centro físico de la reunión. Ignacio Jáuregui reivindicó la utopía sin recaídas racionalistas ni vitalistas exageradas. Antón reivindicó una ciudad no diseñada para los automóviles, como la que vivimos, sino ajustada a la dimensión de los seres humanos. Luis, dibujante de la ciudad, contrastó la ciudad ideal sobre el plano o un dibujo con la ciudad que ha sido apropiada por las personas, por quienes producen vida, y en donde lo importante es lo que sucede en dicho espacio real, el encuentro social y personal que hace posible. Susana García, a quien se pretendía encasillar en la cuestión de la “ciudad y el género” —no sin antes destacar que las mujeres protagonizan más de la mitad de los usos de la ciudad—, prefirió hablarnos de “la ciudad que he experimentado”, haciendo “safaris urbanos” y reivindicar que aquellas partes de las ciudades denostadas por muchos arquitectos actuales, que sienten complejo del trabajo realizado durante el desarrollismo urbano de décadas precedentes, han sido reconquistadas por la gente y dotadas de vida en ebullición.

Después del debate posterior, una conclusión a la que llegó éste que les habla, con la ayuda de la rica discusión que se fue prolongando un buen rato, fue ésta: todos los actores de la ciudad, inclusive automovilistas y negocios franquiciados, hacen lo que tienen que hacer. Hacen todo lo que pueden hacer para salir adelante. ¿Cómo lograr una ciudad para todos, al gusto de un mayor número de ciudadanos? Se propuso la participación de los habitantes de la ciudad. ¿Cómo llevarlo a cabo? Esa es la cuestión, pero puede lograrse. Muchos de los allí presentes eran técnicos y dijeron que podía hacerse. Con información pública, con sensatez, participando en las decisiones que luego les van a afectar, por parte de la ciudadanía, que es la que va a vivir en la ciudad. En lugar de una política de los políticos o de los actores económicos privilegiados, una política del pueblo. Una política participativa de la ciudad. Esto hace falta en muchos órdenes de nuestra vida social, ahora sabemos que también en el orden urbanístico.

Otra conclusión fue constatar que también la arquitectura y los arquitectos están instalados actualmente en una constante búsqueda de identidad, lo mismo que la filosofía. ¿Para qué sirve la filosofía? ¿Para qué ha de servir la arquitectura? ¿Qué tipo de sociedad, qué tipo de ciudad, queremos ayudar a construir como arquitectos? ¿Qué clase de Demiurgos queremos ser? Lo cual nos parece una buena señal de que tanto una como otra están vivas y no desean desprenderse de la impermanencia que es una propiedad esencial de la vida.

Pero, constatemos ya el origen de la Ciudad Lógica, a través de un texto de René Descartes:

“Una de las primeras [reflexiones] fue la que me hacía percatarme de que frecuentemente no existe tanta perfección en obras compuestas de muchos elementos y realizadas por diversos maestros como existe en aquellas que han sido ejecutadas por uno solo. Así, es fácil comprobar que los edificios emprendidos y construidos bajo la dirección de un mismo arquitecto son generalmente más bellos y están mejor dispuestos que aquellos que han sido reformados bajo la dirección de varios, sirviéndose para ello de viejos cimientos que habían sido levantados para otros fines. Así sucede con esas viejas ciudades que, no habiendo sido en sus inicios sino pequeños burgos, han llegado a ser con el tiempo grandes ciudades. Éstas generalmente están mal trazadas [a compás], si las comparamos con esas otras ciudades que un ingeniero ha diseñado según le dictó su fantasía sobre una llanura. Pues, si bien considerando cada uno de sus edificios aisladamente, se encuentra tanta belleza artística  o aún más que en las ciudades trazadas por un ingeniero, sin embargo, al comprobar cómo sus edificios están emplazados, uno pequeño junto a otro grande, y cómo sus calles son desiguales y curvas, podría afirmarse que ha sido la casualidad y no el deseo de unos hombres regidos por la razón lo que ha dirigido el trazado de tales planos” (Descartes, Discurso del método, Segunda parte).

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