Círculo de la amistad, Sala de comedor, a las 5:30 de la tarde, del día 12 de mayo de 2010.
“Todo el mundo puede aportar algo: los mayores porque tenemos un camino ya andado y los más jóvenes porque les queda mucho por andar” (http://profeconradocastilla.blogspot.com/2011/05/cafe-filosofico.html).
“Puede decirse en una sola palabra, que el hombre prudente es en general el que sabe deliberar bien. Nadie delibera sobre las cosas que no pueden ser distintas de como son, ni sobre las cosas que el hombre no puede hacer” (Aristóteles, Ética a Nicómaco).
¿El camino de la vida es nuestro?
Estábamos encantados de que hubiera sido posible una segunda reunión de nuestro Café filosófico en Cabra. Se había hecho esperar más de la cuenta, y se entendía el deseo tan grande que los asistentes mostraban. El deseo de saber, que es, según el viejo Aristóteles, el distintivo más universal del ser humano. De ahí que la entrada del diálogo tuviera un tono marcadamente metafísico (si el hombre desea saber, este deseo no se sacia fácilmente y anhela llegar todo lo más lejos de sí mismo que pueda), aunque, como tendréis ocasión de comprobar, los asistentes no se quedaron ahí, colgados en el más allá de los principios generales, sino que aterrizaron en la realidad que se vive cada día, en concreto entre padres e hijos, entre jóvenes y adultos. Quiere ello decir que, de un mini tratado de metafísica, se pasó apaciblemente a un curso acelerado de pedagogía. Como tiene que ser, puesto que si filosofamos es para vivir y convivir mejor, si se puede, todo lo que se pueda.
Era la segunda vez que nos reuníamos en ese lugar tan especial que es el Círculo de la Amistad, y tan acorde (casi no puede ser más) al espíritu de un encuentro como el nuestro. Como siempre la acogida había sido tan cordial y tan generosa. Y pudimos hablar deliciosamente de nuestras cosas, que son las cosas de todos los seres humanos. La actividad se insertaba entre las actividades culturales de esta institución, programadas para el mes de mayo; y si la hora hubiera sido fijada más avanzada la tarde, podrían haber asistido -así se reconoció después-, más socios de esta sociedad egabrense (se tendrá en cuenta en próximas ocasiones). Ocurrió el encuentro el día después del trágico terremoto en la ciudad de Lorca.
Queríamos conocernos, queríamos saber, cuanto antes, con quiénes estábamos allí reunidos. Sabíamos que unos eran jóvenes y otros, los menos, adultos, que éstos eran profesores, pero que no estaban allí como tales, que muchos eran alumnos y alumnas de bachillerato, y que otros muchos, con todos los que fueron llegando, lo eran de la ESPA. De manera que este abundante reparto de edades le permitió reiterarse a uno de los participantes adultos en su idea de que “todo el mundo puede aportar algo: los mayores porque tenemos un camino ya andado y los más jóvenes porque les queda mucho por andar”. Ningún sitio mejor, entonces, para comprobar este adagio, que nuestra reunión. Ya veréis.
No sabíamos, hasta que nos fuimos presentando unos a otros, que algunos estaban allí para consagrar una experiencia de discusión filosófica que ya habían probado en alguna ocasión; que otros deseaban aprender de otros; algunos querían revivir el interés que les suscitaba una reunión de este tipo; seguramente, unos sabiéndolo, otros sin saberlo, les unía el interés por la filosofía, en concreto, podían querer saborear la oportunidad de discutir tranquilamente cuestiones filosóficas; seguro que había -y de hecho había-, personas a las que les traía hasta allí la curiosidad por una experiencia de este tipo, la convicción de que una reunión, así de filosófica, podría permitir profundizar en la vida; alguno se preguntaba hasta qué punto podría ser algo diferente de una tertulia al uso; y seguro que todos tenían cierta afición a charlar que, si se hace bien, no puede ser más que la otra cara de escuchar. Pues bien, el deseo de saber… no puede quedar en una nube… ha de tener un objeto. Eros no puede vivir sin algo amado, en cuyo lecho anhela reposar cada noche y que le prestará sus alas para despertarse transformado cada amanecer. ¿Qué puedo conocer? ¡El gran problema de la objetividad y la subjetividad del conocimiento humano! ¿Qué me cabe esperar? ¡La expectación por las expectativas de la vida! Pero, aquella tarde comenzaba metafísica, y la vida tomaba como centro la propia naturaleza de la vida humana. Si la vida fuera un camino, ¿cuál sería el camino de la vida? Específicamente, ¿el camino de la vida es nuestro? He aquí la pregunta que iba dirigir nuestra indagación.
Claro que es nuestro. El problema del destino, o si nuestra vida está ya destinada de antemano, tenía una respuesta clara para nuestros participantes. Habíamos elegido estar allí y hacer de aquella nuestra reunión. Y si la meta que perseguimos fuera nuestra, ya si que nadie podría arrebatarnos el camino de nuestra vida. Surge rápidamente una discrepancia: el objetivo de la vida puede venir de fuera de ti y seguir siendo tu vida. Por ejemplo, muchos objetivos provienen, de hecho, de la sociedad en la que vivo; por ejemplo, mis padres fijaron algunas de mis metas en la vida cuando era pequeño. Sin duda, mi vocación pude haber sido prefigurada por los que me rodean. Esta última afirmación no pudo contener por más tiempo la presión de una paradoja que luchaba por estallar. O se desplegaba o estallaba. ¿Una meta de mi camino que no es mía, hace que el camino de mi vida sea mío? ¿O es imposible? Con ejemplos de la vida alumbra el grupo la idea de un mínimo de asunción personal. Es decir, aunque no sea mía originariamente la meta de mi vida, tendría que ser asumida como propia. Si no es posible la satisfacción de este requisito mínimo… puedo tener un serio problema con mi vida. ¿Qué os parece la resolución de aquella paradoja? ¿A que pensaban de verdad los que allí estaban aquella tarde? Tú podías haber sido uno de ellos.
También se dijo que tampoco era bueno que hubiese una excesiva influencia de los demás. Obvio: esto pondría más difícil el reto de asumir tu vida como propia. Quizás, hayáis imaginado que esta salida a la anterior irrupción de la paradoja del vivir, pudiera tener su fuente en los jóvenes de edad allí presentes. Fue también la impresión de este cronista. ¿Había entonces dos tesis antagónicas que estaban marcadas por la edad y la función en la vida? Será muy interesante asistir al desarrollo de este encuentro y poder comprobar hasta qué punto fueron capaces de encontrarse de veras sus participantes. Se replica, a continuación, que no todos los casos son iguales, y que en el caso de los más jóvenes, debido a su inexperiencia, el hecho de que algunas metas les vengan impuestas puede ser incluso bueno para ellos. ¿Estarán de acuerdo aquellos a los que se está aludiendo con esta afirmación? ¿Cómo puede saber un adulto lo que es mejor para una persona joven? Por alusiones, entonces, apenas pueden contenerse los jóvenes, pero se contienen bastante, puesto que la predisposición, en el seno de nuestra reunión, por principio, es una predisposición a entenderse. El ambiente que se crea en una reunión de este tipo es crucial para ello. Así pues, se esforzaron todos por entenderse, pues comparten la idea de que la contraposición es saludable y porque venimos juntos a arriesgarnos pensando lo que el otro piensa, con más razón cuando sea, no ya diferente sino opuesto a lo que pensamos nosotros. De lo contrario no sería más que una tertulia más. Continúan las dudas: ¿y si lo que el adulto impone no es bueno? ¿Y si se equivoca?
En ese momento, se apela a la asimetría de la relación educador/educando. No puede ser lo mismo el que enseña y el que aprende, lo mismo el que sabe que el que no sabe. No puede tratarse de una situación de igualdad. Por definición, se da una superioridad en algún respecto, de una parte respecto de la otra. El horizonte de aquél que sabe lo que viene después, como es el caso del adulto, es muy necesario para el que se está educando todavía y no dispone aún de la suficiente perspectiva. Precisamente, haciendo uso de esta experiencia, el joven podría avanzar más y mejor. Podría salvar errores. Sin embargo, nuestra reunión -como hemos dicho-, abre la posibilidad, cuando haga falta, de pensar lo impensable. Lo que es impensable desde una determinada posición, al ser pensado y problematizado, vuelve a esta posición porosa y el ejercicio mismo enriquecedor: ¿y no es bueno equivocarse, y que el joven se equivoque? Pero el miedo al fracaso te paraliza –se replica-, y si tus padres son capaces de erradicar de ti dicho temor, desarrollarás mejor tu vida. A lo que se responde: ¿y no es también bueno el miedo? ¿No te pone en alerta y a tus capacidades al máximo rendimiento? ¿No te hace ser más prudente? Claro estaba que sí, pero siempre que no te paralice. Tampoco seas temerario. Sin saberlo muchos de ellos, los participantes estaban dando con la definición aristotélica de virtud: un justo medio entre dos extremos, uno por exceso y otro por defecto. Y otra vez lo impensable: ¿y no serán lo padres los que tienen miedo de que sus vástagos se equivoquen y padezcan el sufrimiento que al fracaso acompaña?
Por fortuna, ya el diálogo había atisbado un concepto clave y sumamente esclarecedor, la noción de prudencia, que expresa lo más genuino de la razón práctica humana. Según Aristóteles –ya estáis viendo que cobró mucha vida entre nosotros aquel día-, la racionalidad práctica no es sino la capacidad para deliberar, para decidir justa y sensatamente lo que es mejor en (y para) cada situación, que necesita experiencia y tiempo de maduración. Esta sabiduría práctica de la prudencia no trata de lo no puede ser de otra manera, que la ciencia ha de constatar, ni tampoco de lo que hacemos, que las distintas artes han de construir, sino de nuestras decisiones, que van configurando lo que somos y lo que hacemos. ¡Preciosa manera de acercarse a la función educadora de los padres! ¿Cuál puede ser la reacción del amado ante las excesivas imposiciones del amante? Os lo podéis imaginar: ahí comienza el desamor. De la misma manera, ocurriría con la relación entre padres e hijos, entre educadores y educandos. Un equilibrio a distancia del exceso y el defecto. Y la capacidad prudente para ejercerlo y aplicarlo en cada situación conflictiva.
En esta fase final de la discusión se aportó una imagen, puede que polémica, puede que útil para expresar lo que se acababa de vislumbrar: esa necesidad de ser prudentes en el ejercicio de la función educadora. Sería algo similar a dar correa. Como hacemos con nuestro perro cuando lo sacamos a pasear: no podemos tenerlo atado a nuestros pies, pero tampoco podemos dejarlo que vaya por donde quiera, se enrede, haga daño o se haga daño. Control, pero no inflexible. Orientación, pero no dirección soldada a hierro. Algo así como cuando de pequeños –cuando éramos pequeños los mayores de ahora- se jugaba en el calle al aro: resultaba casi imposible llevarlo en línea recta, debido a la holgura que mediaba entre el alambre gordo rematado en forma de horquilla ovalada y el aro del eje de una rueda de carreta antigua, que era lo que iba girando por el suelo, pero conseguíamos conducirlo y, más o menos, ir a donde pretendíamos ir con él, siempre delante de nuestro pies, sin que se cayera del todo, como pasaba de vez en cuando, para disgusto del conductor que lo tomaba de nuevo y volvía a empezar.
¿Es, por tanto, necesaria dicha holgura para educar bien, con dirección, pero sin estrangular del todo las potencialidades del que se está formando? No todos estaban satisfechos –según confesión posterior de una de las jóvenes participantes- con la imagen de ese “dar correa”, sobre todo por lo del “perro”; ahora bien, el fruto que fue dando en la conversación podía justificar su utilización. Según qué campos o situaciones, según la edad o las capacidades de cada uno, podía precisarse soltar más o menos correa por parte del educador. Habría que tener en cuenta la madurez de cada persona, que no siempre se corresponde con la edad biológica. ¿Y cómo se consigue que una persona vaya madurando mentalmente, sacando máximo partido a su inteligencia para poder vivir mejor? Se responde que hay que tener experiencias, interactuar con el mundo y con los demás. Y si no se expone a ellas, dificultoso será su desarrollo personal. ¿A que no sería recomendable que, tanto padres, como educadores en general, evitaran propiciarlas? Con esta conclusión acabó aquel encuentro de aquel día: cuando se puso tanto énfasis, tanto jóvenes como adultos, que allí estaban, en la función del educador-guía. La misma relación que ha de darse también, quizás, entre el maestro y el discípulo -en realidad, en todos aquellos contextos de asimetría interpersonal, que decíamos-, en la que el maestro enseña al discípulo que no ha de ser discípulo de nadie, y el discípulo lucha por estar cerca de su maestro rebelándose contra él. El camino de nuestra vida está lleno de rigideces y de holguras, el camino trazado entre todos los viajeros les trasladó aquel día desde las posturas rígidas hasta la flexibilidad en las posturas. ¡Qué buen viaje aquella jornada!
Era la segunda vez que nos reuníamos en ese lugar tan especial que es el Círculo de la Amistad, y tan acorde (casi no puede ser más) al espíritu de un encuentro como el nuestro. Como siempre la acogida había sido tan cordial y tan generosa. Y pudimos hablar deliciosamente de nuestras cosas, que son las cosas de todos los seres humanos. La actividad se insertaba entre las actividades culturales de esta institución, programadas para el mes de mayo; y si la hora hubiera sido fijada más avanzada la tarde, podrían haber asistido -así se reconoció después-, más socios de esta sociedad egabrense (se tendrá en cuenta en próximas ocasiones). Ocurrió el encuentro el día después del trágico terremoto en la ciudad de Lorca.
Queríamos conocernos, queríamos saber, cuanto antes, con quiénes estábamos allí reunidos. Sabíamos que unos eran jóvenes y otros, los menos, adultos, que éstos eran profesores, pero que no estaban allí como tales, que muchos eran alumnos y alumnas de bachillerato, y que otros muchos, con todos los que fueron llegando, lo eran de la ESPA. De manera que este abundante reparto de edades le permitió reiterarse a uno de los participantes adultos en su idea de que “todo el mundo puede aportar algo: los mayores porque tenemos un camino ya andado y los más jóvenes porque les queda mucho por andar”. Ningún sitio mejor, entonces, para comprobar este adagio, que nuestra reunión. Ya veréis.
No sabíamos, hasta que nos fuimos presentando unos a otros, que algunos estaban allí para consagrar una experiencia de discusión filosófica que ya habían probado en alguna ocasión; que otros deseaban aprender de otros; algunos querían revivir el interés que les suscitaba una reunión de este tipo; seguramente, unos sabiéndolo, otros sin saberlo, les unía el interés por la filosofía, en concreto, podían querer saborear la oportunidad de discutir tranquilamente cuestiones filosóficas; seguro que había -y de hecho había-, personas a las que les traía hasta allí la curiosidad por una experiencia de este tipo, la convicción de que una reunión, así de filosófica, podría permitir profundizar en la vida; alguno se preguntaba hasta qué punto podría ser algo diferente de una tertulia al uso; y seguro que todos tenían cierta afición a charlar que, si se hace bien, no puede ser más que la otra cara de escuchar. Pues bien, el deseo de saber… no puede quedar en una nube… ha de tener un objeto. Eros no puede vivir sin algo amado, en cuyo lecho anhela reposar cada noche y que le prestará sus alas para despertarse transformado cada amanecer. ¿Qué puedo conocer? ¡El gran problema de la objetividad y la subjetividad del conocimiento humano! ¿Qué me cabe esperar? ¡La expectación por las expectativas de la vida! Pero, aquella tarde comenzaba metafísica, y la vida tomaba como centro la propia naturaleza de la vida humana. Si la vida fuera un camino, ¿cuál sería el camino de la vida? Específicamente, ¿el camino de la vida es nuestro? He aquí la pregunta que iba dirigir nuestra indagación.
Claro que es nuestro. El problema del destino, o si nuestra vida está ya destinada de antemano, tenía una respuesta clara para nuestros participantes. Habíamos elegido estar allí y hacer de aquella nuestra reunión. Y si la meta que perseguimos fuera nuestra, ya si que nadie podría arrebatarnos el camino de nuestra vida. Surge rápidamente una discrepancia: el objetivo de la vida puede venir de fuera de ti y seguir siendo tu vida. Por ejemplo, muchos objetivos provienen, de hecho, de la sociedad en la que vivo; por ejemplo, mis padres fijaron algunas de mis metas en la vida cuando era pequeño. Sin duda, mi vocación pude haber sido prefigurada por los que me rodean. Esta última afirmación no pudo contener por más tiempo la presión de una paradoja que luchaba por estallar. O se desplegaba o estallaba. ¿Una meta de mi camino que no es mía, hace que el camino de mi vida sea mío? ¿O es imposible? Con ejemplos de la vida alumbra el grupo la idea de un mínimo de asunción personal. Es decir, aunque no sea mía originariamente la meta de mi vida, tendría que ser asumida como propia. Si no es posible la satisfacción de este requisito mínimo… puedo tener un serio problema con mi vida. ¿Qué os parece la resolución de aquella paradoja? ¿A que pensaban de verdad los que allí estaban aquella tarde? Tú podías haber sido uno de ellos.
También se dijo que tampoco era bueno que hubiese una excesiva influencia de los demás. Obvio: esto pondría más difícil el reto de asumir tu vida como propia. Quizás, hayáis imaginado que esta salida a la anterior irrupción de la paradoja del vivir, pudiera tener su fuente en los jóvenes de edad allí presentes. Fue también la impresión de este cronista. ¿Había entonces dos tesis antagónicas que estaban marcadas por la edad y la función en la vida? Será muy interesante asistir al desarrollo de este encuentro y poder comprobar hasta qué punto fueron capaces de encontrarse de veras sus participantes. Se replica, a continuación, que no todos los casos son iguales, y que en el caso de los más jóvenes, debido a su inexperiencia, el hecho de que algunas metas les vengan impuestas puede ser incluso bueno para ellos. ¿Estarán de acuerdo aquellos a los que se está aludiendo con esta afirmación? ¿Cómo puede saber un adulto lo que es mejor para una persona joven? Por alusiones, entonces, apenas pueden contenerse los jóvenes, pero se contienen bastante, puesto que la predisposición, en el seno de nuestra reunión, por principio, es una predisposición a entenderse. El ambiente que se crea en una reunión de este tipo es crucial para ello. Así pues, se esforzaron todos por entenderse, pues comparten la idea de que la contraposición es saludable y porque venimos juntos a arriesgarnos pensando lo que el otro piensa, con más razón cuando sea, no ya diferente sino opuesto a lo que pensamos nosotros. De lo contrario no sería más que una tertulia más. Continúan las dudas: ¿y si lo que el adulto impone no es bueno? ¿Y si se equivoca?
En ese momento, se apela a la asimetría de la relación educador/educando. No puede ser lo mismo el que enseña y el que aprende, lo mismo el que sabe que el que no sabe. No puede tratarse de una situación de igualdad. Por definición, se da una superioridad en algún respecto, de una parte respecto de la otra. El horizonte de aquél que sabe lo que viene después, como es el caso del adulto, es muy necesario para el que se está educando todavía y no dispone aún de la suficiente perspectiva. Precisamente, haciendo uso de esta experiencia, el joven podría avanzar más y mejor. Podría salvar errores. Sin embargo, nuestra reunión -como hemos dicho-, abre la posibilidad, cuando haga falta, de pensar lo impensable. Lo que es impensable desde una determinada posición, al ser pensado y problematizado, vuelve a esta posición porosa y el ejercicio mismo enriquecedor: ¿y no es bueno equivocarse, y que el joven se equivoque? Pero el miedo al fracaso te paraliza –se replica-, y si tus padres son capaces de erradicar de ti dicho temor, desarrollarás mejor tu vida. A lo que se responde: ¿y no es también bueno el miedo? ¿No te pone en alerta y a tus capacidades al máximo rendimiento? ¿No te hace ser más prudente? Claro estaba que sí, pero siempre que no te paralice. Tampoco seas temerario. Sin saberlo muchos de ellos, los participantes estaban dando con la definición aristotélica de virtud: un justo medio entre dos extremos, uno por exceso y otro por defecto. Y otra vez lo impensable: ¿y no serán lo padres los que tienen miedo de que sus vástagos se equivoquen y padezcan el sufrimiento que al fracaso acompaña?
Por fortuna, ya el diálogo había atisbado un concepto clave y sumamente esclarecedor, la noción de prudencia, que expresa lo más genuino de la razón práctica humana. Según Aristóteles –ya estáis viendo que cobró mucha vida entre nosotros aquel día-, la racionalidad práctica no es sino la capacidad para deliberar, para decidir justa y sensatamente lo que es mejor en (y para) cada situación, que necesita experiencia y tiempo de maduración. Esta sabiduría práctica de la prudencia no trata de lo no puede ser de otra manera, que la ciencia ha de constatar, ni tampoco de lo que hacemos, que las distintas artes han de construir, sino de nuestras decisiones, que van configurando lo que somos y lo que hacemos. ¡Preciosa manera de acercarse a la función educadora de los padres! ¿Cuál puede ser la reacción del amado ante las excesivas imposiciones del amante? Os lo podéis imaginar: ahí comienza el desamor. De la misma manera, ocurriría con la relación entre padres e hijos, entre educadores y educandos. Un equilibrio a distancia del exceso y el defecto. Y la capacidad prudente para ejercerlo y aplicarlo en cada situación conflictiva.
En esta fase final de la discusión se aportó una imagen, puede que polémica, puede que útil para expresar lo que se acababa de vislumbrar: esa necesidad de ser prudentes en el ejercicio de la función educadora. Sería algo similar a dar correa. Como hacemos con nuestro perro cuando lo sacamos a pasear: no podemos tenerlo atado a nuestros pies, pero tampoco podemos dejarlo que vaya por donde quiera, se enrede, haga daño o se haga daño. Control, pero no inflexible. Orientación, pero no dirección soldada a hierro. Algo así como cuando de pequeños –cuando éramos pequeños los mayores de ahora- se jugaba en el calle al aro: resultaba casi imposible llevarlo en línea recta, debido a la holgura que mediaba entre el alambre gordo rematado en forma de horquilla ovalada y el aro del eje de una rueda de carreta antigua, que era lo que iba girando por el suelo, pero conseguíamos conducirlo y, más o menos, ir a donde pretendíamos ir con él, siempre delante de nuestro pies, sin que se cayera del todo, como pasaba de vez en cuando, para disgusto del conductor que lo tomaba de nuevo y volvía a empezar.
¿Es, por tanto, necesaria dicha holgura para educar bien, con dirección, pero sin estrangular del todo las potencialidades del que se está formando? No todos estaban satisfechos –según confesión posterior de una de las jóvenes participantes- con la imagen de ese “dar correa”, sobre todo por lo del “perro”; ahora bien, el fruto que fue dando en la conversación podía justificar su utilización. Según qué campos o situaciones, según la edad o las capacidades de cada uno, podía precisarse soltar más o menos correa por parte del educador. Habría que tener en cuenta la madurez de cada persona, que no siempre se corresponde con la edad biológica. ¿Y cómo se consigue que una persona vaya madurando mentalmente, sacando máximo partido a su inteligencia para poder vivir mejor? Se responde que hay que tener experiencias, interactuar con el mundo y con los demás. Y si no se expone a ellas, dificultoso será su desarrollo personal. ¿A que no sería recomendable que, tanto padres, como educadores en general, evitaran propiciarlas? Con esta conclusión acabó aquel encuentro de aquel día: cuando se puso tanto énfasis, tanto jóvenes como adultos, que allí estaban, en la función del educador-guía. La misma relación que ha de darse también, quizás, entre el maestro y el discípulo -en realidad, en todos aquellos contextos de asimetría interpersonal, que decíamos-, en la que el maestro enseña al discípulo que no ha de ser discípulo de nadie, y el discípulo lucha por estar cerca de su maestro rebelándose contra él. El camino de nuestra vida está lleno de rigideces y de holguras, el camino trazado entre todos los viajeros les trasladó aquel día desde las posturas rígidas hasta la flexibilidad en las posturas. ¡Qué buen viaje aquella jornada!
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