18 de mayo de 2011, Biblioteca Municipal, 20:00 horas
¿Podemos comunicarnos realmente?
Nada existe; si algo hubiera, no lo podríamos conocer; y si algo pudiéramos conocer, no lo podríamos comunicar a otros (Gorgias de Leontini).
Todo participante en un proceso de entendimiento operaría sobre un consenso de fondo que descansaría en el reconocimiento intersubjetivo de al menos cuatro pretensiones básicas y universales de validez: que cada uno de los participantes se está expresando con sentido -inteligibilidad-, que está dando a entender algo –verdad-, que está dándose a entender –veracidad-, y que se entiende con los demás -corrección normativa- (Jürgen Habermas).
El pasado encuentro filosófico había dejado una cuestión pendiente. Un deseo no satisfecho. Una necesidad balbuciente. Una preocupación latente que aparece y reaparece siempre que intentamos entender y hacernos entender por parte de otros; subterráneo el temor hasta que entra en erupción y conmociona una relación humana entera. Se había discutido sobre los motivos para indignarse y se concluyó el relato de lo que allí pasó aquel día indicando que, ante la falta de comunicación que a veces se da, no hay que indignarse, sino ponernos manos a la obra. Pues bien, ahora tocaba ponerse a reflexionar juntos sobre la posibilidad que tenemos los seres humanos de llegar a comunicarnos. Ya veis que el grupo no deja las cosas para otro día, en la indefinición del “otro día ya lo trataremos”.
¿Podemos llegar a comunicarnos realmente? Siete personas que intentarían satisfacer el interés del día, una cuestión que apunta a la base de nuestra propia reunión, a la pretensión de poner en común lo individual a través de la confrontación dialógica. Dos personas más que aparecieron de súbito casi al final, confundidos con el horario, y que pusieron en serios apuros la complaciente estación en la que había puesto su pie la discusión. Todos ellos fueron los participantes de aquella tarde, constituían el único y auténtico mimbre para poder gestar lo que a continuación se intentará exponer. Si hubieran sido otros, el cesto construido entre todos hubiera sido distinto.
La respuesta inicial a la pregunta presuponía una negación ya en el mismo punto de partida: no nos comunicamos, no hay suficiente comunicación. Y todo el rato se luchaba por comprender a qué se debía esta falta. Es cuestión de acento. Ya sabéis: la botella puede estar medio-llena o medio-vacía. Si enfatizamos las ocasiones en que no nos entendemos, concluimos que la comunicación no es viable. Si lo contrario, concluimos que sí es posible, lo que pasa es que hay que esforzarse en ello: si a veces se puede, es que se puede. Pero, si ya partimos del presupuesto de que es imposible, ¿para qué intentarlo? Sócrates contra Gorgias: esperanza de alcanzar lo deseado y propuesta de trabajo para ello, frente a escepticismo paralizador. El grupo continuó con la indagación. ¿Querría decir que el espíritu socrático dominaba la reunión? ¿O más bien, Gorgias acechante dominará el diálogo al fin y al cabo? ¿Será capaz de convertir a los participantes en acólitos suyos?
No nos comunicamos de verdad, no nos entendemos, y esto ocurre porque creemos que sabemos de todo, que somos tan autosuficientes que… no necesitamos de los demás. ¿Para qué gastar energías en tratar de entendernos con ellos, entonces? Se nota mucho –dicen- en la relación entre jóvenes y mayores. No obstante, para formarse uno como persona, ¿no es cierto que hace falta interactuar con otros? Para educar, ¿no es necesario comunicarse? En el ámbito familiar es frecuente la dificultad para entenderse. Puede ser lo que se ha dicho antes: como creemos que conocemos perfectamente a nuestra pareja, a nuestro hijo, a nuestra madre, ¿para qué escucharle, si ya sé por dónde va? Y puede que sea cierto: no haría falta hablar. –Pero, ¿acaso hay que hablar para comunicarse? -No, no hace falta. Para entenderse no hace falta muchas veces hablar (incluso, los silencios también son significativos y pueden estar cargados de significado). Aunque no estamos tratando ahora acerca de qué medio emplear para entendernos (ya sabemos que hablando se entiende la gente -o intenta entenderse-, según el dicho), sino de entendernos, si es posible entendernos. Los asistentes tienen muy claro el daño que ocasiona poseer una concepción previa de alguien para comunicarte con ese alguien. Este impedimento habría que procurar eliminarlo, señalan. A eso se le llama prejuicio, una carga previa que descargas sobre la posibilidad de comunicarse. Y cuando la descarga se completa, queda ya poco que hacer. Interesante conclusión.
Se estaba hablando de comunicarse, de entenderse. ¿Es lo mismo entender y comunicarse? El grupo inicia así, un pequeño alto en el camino. Pasan al nivel metadiscursivo -es decir, hablan de lo que se está hablando-, para aclarar esta cuestión terminológica. Es interesante darse cuenta -como ellos se dieron cuenta-, de que se puede medir el grado de comunicación a través del grado de entendimiento. Si nos estamos entendiendo, nos estamos comunicando. Y, a su vez, ¿de qué modo podemos saber si nos hemos entendido? –Si estamos de acuerdo, se dijo. Respuesta al uso que hay que pensar más a fondo: para poder pensar lo no pensado. Realmente, ¿no podemos llegar a entendernos sin estar de acuerdo? Si ello fuera posible, es decir, entenderse sin tener que estar de acuerdo, quizás podrían observarse desde un mejor otero nuestras relaciones con otros, a menudo conflictivas, a menudo desesperantes o desgarradas. Muchas discusiones serían productivas, en lugar de destructivas. Aceptar que no siempre podemos estar de acuerdo, ni podemos coincidir del todo, ¿no aliviaría lo bastante una relación como para convivir aceptablemente? ¿Qué os parece? ¿Dejamos de perseguir convencer a nadie, dejamos de perseguir estar de acuerdo en todo con todo el mundo? Quizás se podría abrir un mundo nuevo de relaciones más humanas. Si el objetivo hubiera sido entenderse, en lugar de estar de acuerdo (o más bien, muchas veces, que el otro esté de acuerdo conmigo); en lugar de convencerlo, de persuadirlo a toda costa, de ganar la pugna de la razón (en realidad, la batalla del “yo tengo la razón”), en tantas y tantas situaciones, ¿no nos hubiera cantado otro gallo? ¿No hubiera cantado otro gallo también aquel día? ¿Te acuerdas?
¿Con quién es más fácil entenderse, con alguien extraño o con alguien familiar? El moderador obliga así a retomar así un hilo de discusión anterior, por si podía dar más de sí, estirarse un poco todavía. Porque sucede a veces que nos resulta más fácil y más cómodo comunicarte siendo tú mismo con un extraño. A veces le contamos de nosotros mismos algo que difícilmente confesaríamos a alguien cercano. ¿Qué puede significar esto? Y el grupo se ratifica en la misma línea argumentativa de antes. Será que estamos convencidos plenamente de ello. Y, puesto que se ha arribado al mismo puerto, lo tomaremos como verdad. Una verdad siempre provisional, siempre situada, siempre propia del momento y de las personas de ese momento. Se trata de investigar juntos, y como se trata de una investigación, la investigación nunca concluye del todo. Le sucede hasta a la ciencia mejor establecida socialmente. Seguimos contando: ¿por qué es más fácil entendernos con un extraño en el tren? (Aunque pueda dar alguna vez para un guión cinematográfico de Hitchcock) Porque no interfieren intereses personales que obstaculicen la comunicación. Ponemos lo mejor de nosotros y ponemos todos nuestros sentidos en lo que el otro está diciendo. Es normal que, de esa manera, nos entendamos mejor. De nuevo, ¡otro gallo nos cantaría! ¿No te parece? Si tratáramos a la persona que tenemos delante como si la viésemos la primera vez, no presuponiendo nada y, en todo caso, presuponiendo algún conocimiento previo, sólo si contribuye a facilitar el entendimiento.
Precisamente, la cuestión de los “intereses personales” en la comunicación humana sería la estrella rutilante del último tramo de la discusión. Cuando irrumpieron como un torbellino dos nuevos aspirantes dispuestos a representar su papel, y quien sabe si con ello podrían optar a algún premio ganador. En realidad, fue toda la reunión la que ganó lo que podía ofrecer un nuevo centro de interés, que conduciría la discusión hacia un nuevo derrotero iluminador. Siempre ocurre así cuando podemos mantener la actitud despierta y abierta, ya lo hemos visto antes. Se vuelve a negar la posibilidad de la comunicación humana. Sólo es posible el entendimiento durante la comunicación cortés, aquella que es superficial, aquella en la que se finge entender, en la que se asiente por fuera y se disiente por dentro, o vuela mientras la atención a la llamada telefónica que tengo que hacer después. Uno es cortés como mecanismo de autodefensa, así no tiene que dar otras explicaciones más ajustadas a la realidad, ni tampoco puede ser puesto en cuestión, ni uno ponerse en cuestión a sí mismo. Para no entrar a fondo. Realmente, la comunicación humana siempre es interesada. Suena rotundamente y reverbera su poderoso eco entre las paredes del salón de la biblioteca municipal, esta tesis provocadora, desconfiada, ahora que el grupo ya estaba casi satisfecho de lo hallado hasta el momento.
Y es obvio que hay comunicación interesada. Pensemos en la comunicación orientada a la obtención de alguna prestación o contraprestación social o individual. En las negociaciones. En los acuerdos o pactos, en donde se da para recibir, yo te doy tú me das. En las relaciones de dominio. Hay intereses para todos los gustos: políticos, económicos, individuales, de gremio, prácticos, teóricos… a la medida de cada uno. ¿Quién va a negarlo? Y más hoy día. De ahí que pueda ser interesante cuestionarlo, ya sabéis, nuestra discusión tiende a cuestionar lo evidente, por si acaso no lo es tanto, o bien, oculta otra idea que lo es un poco más. ¿Todas las interacciones humanas son interesadas, es decir, buscan un más allá de la propia interacción? ¿No puede haber una comunicación desinteresada? Gorgias se ha hecho dueño tenaz de la reunión. Apartar nuestros intereses para poder apreciar los del otro se muestra una tarea abocada al fracaso. Todos los intereses son personales y hay tantos como personas y grupos, así que la posibilidad de que dos, o más de dos, se entiendan, no es más que una quimera. Todo lo más, se puede lograr un equilibrio de intereses, que si no se alcanza, ya no hay nada más que buscar. Pero, cuando parecía que se negaba completamente a Sócrates, una y otra vez, empecinadamente, en lugar de alumbrar la desesperanza, dio a luz una nueva manera, más rica quizás, de comprender la comunicación humana. ¿Si no está de por medio el interés no hay comunicación? Pues sí, así es; no es posible, si no aparece en el escenario de la interacción un interés por entenderse, que también es un interés, puede que de los más básicos del ser humano. Y no podemos coincidir en todos nuestros intereses, ni éstos pueden ser equivalentes, es más, pueden ser opuestos y estar dispuestos para que se compita por ellos. Somos demasiado preciosos. No podemos coincidir en todos nuestros intereses, pero podemos compartir un mínimo interés. Unos intereses mínimos. Sería un buen punto de partida. No podemos no comunicarnos.
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