2 – El bien común
Platón, en su
propuesta de un Estado justo, lo dejó muy claro: han de gobernar quienes menos anhelan
gobernar. Así el pueblo podría tener un poco de confianza en que se gobierna
por compromiso y deber ciudadano y no por deseo, para satisfacer sus propios
intereses o los de sus allegados personales, políticos o económicos. Ya que el
pueblo no puede estar en todos los lados a la vez, pues no es ubicuo ni es un
espíritu puro, tiene que dejar gobernarse. Pero no a cualquier precio, ni tiene
que perder el norte de lo que hay: la voluntad es del pueblo, que constituye la
única política verdadera, la otra —la política real— es voluntad delegada. Por
consiguiente, es muy necesario a la altura de nuestro tiempo evaluar qué políticos
de oficio queremos. El pueblo ya ha vivido muchas experiencias, sabe lo
que no quiere y algo de lo que quiere. Sólo tiene que pasarlo a limpio y
ponerlo en común. Y luego desarrollar mecanismos de garantía para un control de
las acciones políticas. Pues siempre los intereses particulares estarán al
acecho. Esperando la relajación que proporciona a veces el vivir opulento y
despreocupado; esperando que les dejen hacer, que el pueblo no es competente en
cuestiones técnicas; y añaden: el pueblo siempre teme el cambio, por si acaso
es a peor. Acechando están, porque algunos nunca pasan de política. Seguía
diciendo Platón que aquellos que se dedicaran a la política habrían de
caracterizarse por su amor a la ciudad y al bien común. Por consiguiente,
cualquiera no podría dirigir y administrar los asuntos ciudadanos. Lo mismo que
la voluntad del pueblo no es de nadie, tampoco lo es el bien común. Está
compuesto por los bienes que yo recibo colaborando con el bien de todos. Sin mi
cuota de contribución al bien común, no hay bien común que me valga. Así,
ayudar a lo de todos es ayudarme a mi mismo. Quien así no lo perciba tendrá
grandes dificultades para ser ciudadano y estaría incapacitado de por vida para
ejercer responsabilidades públicas. O debería estarlo —dice el pueblo cuando se
le escucha—. Por otro lado, el respeto sagrado a lo mejor para todos,
que guíe las mejores acciones, significa en realidad respeto a uno mismo.
En realidad, si no aprecio lo de todos, que me incluye a mí también, no me doy
el valor que merezco, no aprecio lo que soy. Yo no sería el que soy, ni podría
llegar a ser lo que soy, sin mi familia, mis mejores amigos y compañeros, que no
serían como son sin la tradición de la comunidad a la que pertenezco.
Maltratarla y no considerar lo valioso que contenga, es tratarme mal a mí
mismo. Criticarla solamente, y no tratar de enriquecerla con mis aportaciones,
no es criticarla de verdad. Robarle, y no tomar solamente lo que justamente me
pertenece, es tener un ladrón en mi propia casa. Si no respeto mi comunidad, no
me respeto a mi mismo. O quizás, más bien, ésta es la causa...
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