Con ocasión de la lectura del libro Las preguntas de la vida, de Fernando Savater.
El
lugar propio de la filosofía practicada es el espacio público. El tiempo
filosófico se configura en función de los participantes, pues se da cuando es
recreado por ellos mismos cada vez que sucede. Las vistas del atardecer y
la complicidad de la cercana noche hicieron el resto. ¿Imaginan ustedes que
puedan reunirse un amplio grupo de personas para hablar no de filosofía sino
filosóficamente? ¿Y que dichas personas frisaran una edad avanzada en su mayoría y hayan seguido trayectorias vitales tan dispares como la de una maestra
jubilada o la de alguien con estudios básicos que se ha dedicado toda su vida a
cuidar de su casa, tarea en absoluto insignificante? Y ya decimos, desde este instante, que no era
propiamente un “café filosófico”. En la terraza de la última planta de la biblioteca
municipal de Castro del Río, la tarde-noche del pasado viernes 6 de julio se
realizó todo un trabajo filosófico a raíz de la lectura del libro de Fernando
Savater Las preguntas de la vida. Lo habían leído entre todas, capítulo
a capítulo, durante los últimos meses y ahora tocaba realizar un balance de lo
que se había alcanzado, para ayudar a lo cual fui invitado. No fue necesario
mucho esfuerzo, pues eran participantes ya versadas en esto del filosofar,
muchas de ellas acostumbradas al diálogo filosófico.
Se
discutió del universo, del tiempo humano y del vivir juntos,
capítulos que más hondo habían calado. Brotó por sí solo el deseo de
profundizar. Seguimos un esquema de trabajo a modo de taller filosófico sui
géneris. Profundizando y dialogando entre nosotros mismos y con el autor de
los textos. Sin darse cuenta, practicaron la técnica del comentario de textos
(seguro que así les gustaría más a mis alumnos, con nocturnidad y alevosía,
bajo un foco central que competía con la luz de la luna). Por grupos eligieron
un párrafo, que más les había inquietado, que mejor podíamos disfrutar entre
todos. Durante cinco minutos. Y otros cinco minutos para pensar juntos el
problema principal que abordaba. ¿Y qué tesis defendía el autor sobre dicho
problema? ¿Estaría de acuerdo todo el grupo, después, sobre el problema y la doctrina hallados? Y
lo más crucial para que la discusión fuese nuestra —personas del siglo
veintiuno—, ¿a dónde nos llevaba la respuesta del autor? Se transformaba, de
este modo, la tesis en hipótesis de trabajo. ¿Estamos de acuerdo? ¿Nos dice
algo valioso a nosotros mismos? ¿A qué territorio nos podía conducir? ¿Cuáles
eran sus ventajas, sus inconvenientes, o bien, cuáles eran las dudas que no nos
suscitaba, que no eran claramente ni un beneficio ni un perjuicio? (Adaptamos
así una parte del método del profesor Manuel Segura, muy recomendable)
Cabalgando
sobre este sencillo procedimiento, circulamos practicando el funambulismo en el
entorno de la misteriosa posibilidad de un principio antrópico del cosmos
(que apunta o se encamina hacia el hombre), siguiendo a Robert Dicke (recogido
también por Stephen Hawking en su Breve historia del tiempo): “Puesto
que hay observadores en el universo, éste debe poseer las propiedades que
permiten la existencia de tales observadores” (p. 130). Y tendríais que haber
estado allí, puesto que la reflexión nos llevó hacia la trastienda la búsqueda
de la verdad, hacia la posibilidad de entendernos con otras civilizaciones
extraterrestres a través de una lógica básica común y hacia otros territorios poco frecuentados en nuestra
habitualidad del vivir, a partir del anterior truismo (o verdad obvia y trivial,
aparentemente al menos).
Y el
tiempo, ¿no es enigmático? No podemos fijarlo en el pensamiento, siempre está
en movimiento. Este “ahora” ya no es, cuando me estoy fijando en él. Incluso el
pasado y el futuro parecen más manejables. ¡Pero el uno ya no es, y el otro
todavía no es! Y sin embargo el real y actualizado presente “lo vemos venir y
lo vemos alejarse, pero nunca estar. Y, ¿cómo podemos determinar qué
cosa “es” lo que nunca “está” (p. 245). (Ya estáis observando que les va lo
metafísico). Y aunque ese “ahora” parece que se nos escapa continuamente entre
los dedos, ello no obsta para que lo apreciemos como el único lugar en que
estamos viviendo con plenitud. Y si alguno está pensando en los niños o en el
animal como privilegiados experimentadores del presente actual, sin las
distracciones que a los adultos —forjados por el pasado que hemos sido y que a menudo
caemos frustrados en las garras del deseo futuro nunca realizado del todo— nos
apartan de saborear lo único que tenemos, el momento presente, que sepáis que
podemos saborearlo mejor sin le añadimos la conciencia y la autoconciencia que
nos caracterizan como seres humanos.
Y
finalizamos el taller ya bien entrada la noche —tanto que apenas nos
distinguíamos los rostros pero sí muy bien nuestras voces y sus tonos— con el
comentario a un párrafo que acababa con un dicho muy verdadero de Goethe:
“saberse amado da más fuerza que saberse fuerte” (p. 214). El amor, de muchos
tipos que los hay, y el más genérico de la filía, o amistad —de quienes
se eligen mutuamente por la afinidad propia de aquellos que se aportan mucho
siendo cada uno tal como es—, se basan en la simpatía, un sentir con el
otro sin lo cual no habría relaciones personales verdaderas ni verdaderas
sociedades. Sin mi capacidad de ponerme en el lugar del otro, tan humano como
yo mismo, solamente encontramos sicopatías sociales o individuales de distinta
ralea, que nos conducen a mal vivir y a mal convivir. Porque como acertaba a
sugerir Sócrates, todo ser humano busca su bien, pero lo hace a veces a través
de caminos tortuosos o dañinos —basados en creencias o juicios limitados— que
le alejan de su verdadero bien. Y la principal ignorancia es la de olvidar que
el otro es como yo, pues busca, siente y necesita básicamente lo mismo que yo.
Y no
penséis que esto fue todo lo que pasó aquella noche, que fue mucho más. En
muchas ocasiones se expresó como una sola mente.
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