Café filosófico Almenara 5.1
18 de octubre de 2012, Sala de biblioteca,
17:30 horas.
“No pretendas que los sucesos sucedan como quieres,
sino que quiere los sucesos como suceden y vivirás sereno” (Epicteto).
“La esencia de la sabiduría es
la total aceptación del momento presente, la armonía con las cosas en el modo
en que suceden. Un sabio no quiere que las cosas sean distintas de como son; él
sabe que, considerando todos los factores, las cosas son inevitables. Es amigo
de lo inevitable y, por lo tanto, no sufre. Puede que conozca el dolor, pero
éste no lo alterará. Si puede, hará lo necesario para restablecer el equilibrio
perdido, o dejará que las cosas sigan su curso” (Nisargadatta).
¿Existe ya nuestro destino?
Y
después se sumergieron, con la piel puesta de Edipo, en la tragedia de la
existencia humana. Tal fue la intensidad de la aproximación a la tragedia edípica
que quedaron casi inundados, desbordados, ahogados casi del todo en la hondura
de su abismo. Oscuro y sin forma. Sin salida, solo la desesperación y la
negación. Donde la aceptación es resignación y la resignación inaceptable. “La
noche de los muertos vivientes”. Y no es una película de terror. Ellos vivieron
por un rato el pánico que a veces produce la existencia humana, si no hay salida
porque no hemos abierto una puerta adecuada, la que sea más luminosa. Trataré
de contarlo como lo registré. Vosotros podréis observar sin riesgos, pero
conviene aprender. Os pasará, y de vosotros dependerá cómo vais a sobrellevarlo.
El
destino, la falta de solidaridad, el sentido, el paso del tiempo, la fuerza de
la costumbre. Pero el tema del día: el destino. ¿Existe ya nuestro destino?
Escrito de algún modo…
—No,
me niego. Aunque, a veces… hay casualidades que se van concatenando, que
parecen responder a causalidades. ¡Será el destino! Pero me niego. ¡No quiero!
Yo soy una científica.
—Pero,
¿qué busca la ciencia? ¿No busca leyes causales?
Sigue
preguntando el moderador —para deshacer un poco la perplejidad aparente—, si el
destino contiene causalidad o, más bien, su fuerza es debida al azar. O dicho de
otro modo, desde lo que tememos perder con la idea de destino: la libertad, ¿a
qué está ligada, al azar o a la causalidad? La perplejidad no desaparece.
Persiste. Entonces, Prudencio, que atesora larga experiencia y profusos
conocimientos de la filosofía orteguiana, sentencia que la libertad está unida
a la causalidad. (Aunque bien es cierto que el azar es la otra cara del
destino, pues, al ser desconocido éste, se nos presenta como un azar —“ananké”,
lo nombraban los antiguos griegos—, algo insondable, inescrutable para el
hombre, aunque “físicamente” necesario e insoslayable para todos los seres.
—“Yo
soy yo y mis circunstancias”, eso soy yo.
—De
ninguna manera pueden ir ligadas libertad y causalidad —responden casi juntos
algunos de los participantes que se suman a la persona que se negaba inicialmente
a aceptar el destino (la tesis).
—Es
compatible —responde la antítesis.
No
se sabe cómo, pero a algunos de los integrantes de la discusión —y también al
moderador, todo hay que decirlo—, se les viene a la mente un modelo paradigmático
de nuestra cultura, que ya os anunciaba al comenzar este relato: el mito de
Edipo. ¿Lo conocéis? Es importante. En la reunión de aquel día se tomó como campo
de pruebas para salir de la perplejidad en la que estaba sumida. A ver…, teníamos
allí, para la ocasión, a una experta en cultura clásica, así que con su ayuda se
hizo un repaso a lo fundamental de la historia de Edipo rey: la profecía del
padre, su intento de evitarla desprendiéndose del hijo que había de matarle
cuando fuera mayor y casarse con su propia madre y tendría hijos con ella; el
intento del hijo (Edipo) por evitar cumplir su destino marcado por el oráculo
de Delfos, quien, inconsciente, decide no volver a la casa de su padre
adoptivo; el encuentro desgraciado y fortuito (aparentemente) entre ambos,
padre biológico y su hijo, en un cruce de caminos, que nuestra experta en
clásicos conocía en persona puesto allí había estado no hacía mucho, ¡en el
mismo cruce de caminos en que se encontraron Layo y Edipo!; la huída hacia adelante
de Edipo después de haber matado a su padre sin saberlo, la derrota de la
Esfinge, su proclamación como soberano del trono vacante del rey Layo, el
casamiento triunfante con su viuda reina y madre… ¡Todo se estaba cumpliendo!
Edipo era ahora el rey y debía descubrir al asesino de Layo, que ¡era él mismo!
La tragedia acechaba cada vez más: cuando fue consciente de lo que había hecho,
de lo que no había podido evitar al tratar de evitarlo, Edipo se arrancó los
ojos, su mujer, y esposa, se suicidó y él se autoexilió. Un desterrado, que no
merecía su tierra, un apátrida desarraigado, un descastado, que no merecía
nada, sólo vivir muerto, un muerto en vida, un muerto viviente. Era su condena.
Cargar con la pesadumbre y la tragedia de su propia soberbia al desafiar su destino y no querer acatarlo.
¿En
dónde estaba la tragedia de Edipo? ¿Habría tanta tragedia si no se hubiera
resistido tanto? ¿Era tan culpable, si no podía evitarlo? ¿Qué hemos de hacer
con lo que no podemos evitar, lo que no depende de nosotros? ¿Aceptarlo o
negarlo, como hizo Edipo?
—Aceptar
tu destino es resignación. Y esto es inaceptable. Por desgracia, tenemos un
ejemplo demasiado cotidiano de lucha, de personas inmigrantes que no aceptan su
situación de penuria y no se resignan, luchan y, por desgracia, eso les lleva
muchas veces a morir en una patera.
—Pero,
para no resignarte y luchar, ¿no hay que
aceptar primero? —pregunta de nuevo, el moderador.
Esta
idea, su posibilidad, se estrellaba contra el muro mental, una y otra vez, de
algunos de los participantes: “Por favor, aceptar es resignarse”.
—Además,
si aceptamos la idea de nuestro destino, ¿qué hay de la responsabilidad moral
de nuestros actos?
—¿Sabemos
si existe “nuestro destino” o “el destino”? —pregunta el moderador. ¿Lo podemos
saber?
—No —se
responde.
Acudiendo,
de nuevo a Ortega y Gasset, Prudencio afirma que estamos destinados a actuar,
debido al instinto de superación, propio del ser humano.
—¿Estamos
destinados a eso?
—Sí,
¿por qué no? Llámalo “condición humana” y no destino. ¿Estaríamos de acuerdo
llamándolo así?
—Así
sí.
—Veamos
—introduce el moderador—, tomemos a la muerte y planteemos la misma cuestión: es
inevitable, ¿verdad? ¿Es mejor aceptarla o no aceptarla?
La
situación no se clarificaba, a pesar de todos los intentos, y los
intervinientes vagabundeaban de una a otra cuestión, resistiéndose, sin ser
capaces de agarrarse a las rocas de una isla que quizás se hallaba tan cercana
a ellos. Mientras tanto, el moderador no se mostraba capaz.
—Está
bien, no sabemos si estamos destinados, es un misterio. Pero, ¿se puede
investigar lo que soy?
—Sí
a través de tus gustos, de tus inclinaciones…, —señalan algunos participantes.
—¿Y
no son eso regularidades tuyas, que te hacen ser lo que eres?
La
perplejidad era manifiesta. Había una gran resistencia. Al moderador tan sólo
se le ocurrió invocar —cosa que no debe hacer, pero lo hizo— una noción kantiana
que daría sentido, al menos, a la acción moral humana: no sabemos si somos
libres o si nuestra trayectoria vital está marcada de antemano —ni siquiera la
ciencia lo podría decir—, pero eso no resta valor a mis decisiones, a mis
elecciones. Como no lo sé, he de actuar como si fuera libre. No me queda
otra como sujeto moral. Esta idea gustó mucho a los participantes. Algunos la
adoptaron rápidamente como suya. Sin embargo, era tan sólo una respuesta ética
al problema. El problema metafísico del destino quedaba casi inédito. Y todo
porque al moderador no se ocurrió en ese momento plantear esta simple pregunta:
¿Aceptar es resignarse? (De ahí que el arte de preguntar sea un arte).
Si
os fijáis bien, durante toda la reunión, todos fueron Edipo: la
conciencia de un destino al que no podríamos escapar, una causalidad
insondable, a la que no queremos entregarnos. ¡No queremos eso! La mano aferrada
a nuestro cuello, que es la resignación, nos oprime, nos ahoga. Todo lo que nos
han enseñado se rebela contra ello: sería pasividad y amargura. Pero, de
verdad, ¿nos lleva necesariamente a la pasividad y a la amargura? ¿Aceptar es
resignarse? ¿No es necesario primero aceptar lo que me pasa, lo que soy,
asumirlo, para ir más allá de ello, si no me satisface? Si no soy consciente de
lo que me ha sido dado, podré sacarle el máximo partido, podré vivir mejor? ¿La
aceptación lleva a la inacción, a la impasividad y a la resignación? ¿Es sólo,
y para siempre, un trago amargo? ¿No podría ser una nueva luz con la que
iluminar el sentido de mi vida y tener algo que hacer con ella? ¿No sería así
más justa mi acción —más ajustada— con lo que es, con lo que soy? Si, por
ejemplo, me siento solo, ¿no tendría que comenzar asumiendo que estoy solo para
no amargarme y, a partir de ahí, tratar de hacer algo, lo que pueda, siendo
consciente de lo que hago? Estas cuestiones, como os podéis imaginar, no se
trataron en el encuentro de aquel día. Son para el encuentro contigo.
Si en la frase “aceptar lo que soy”, “lo que soy” es algo ya cerrado e inalterable, entonces “aceptar“ es resignarse; pero si “lo que soy” es algo abierto y modificable, entonces “aceptar” es, en efecto, el primer paso para , como tú dices, asumir eso que soy “para ir más allá de ello, si no me satisface”. Pero creo que con esto sólo hemos hecho un juego malabar con las palabras. Pues lo que hay que dilucidar es si “aquello que soy” es o no modificable: es decir, si estamos atenazados por la causalidad (por el “destino”, en términos metafóricos) o no.
ResponderEliminarLa ciencia moderna, por su propia estructura, nos inclinar a pensar que hasta la última contracción del último orgánulo de nuestra última célula está “determinado” por alguna causa “eficiente” que la antecede. Gran parte de la filosofía y de nuestro sentido común nos llevan a creer lo contrario. Pero estoy de acuerdo con Kant y contigo en que, a efectos prácticos, se puede vivir en un dubitativo “como si” sin mayores angustias.
Una clave de la existencia humana es, creo, que no sabemos lo que somos, aunque posiblemente ya lo seamos, desde siempre, y hemos de ir descubriéndolo. En todo caso, lo que seamos, ha de irse actualizando, y ésa es nuestra propia vida. Quizás una actualización de lo que ya somos y siempre hemos sido. Así que la cuestión decisiva es la de asumirnos a nosotros mismos, conociéndonos tal como somos, nuestros deseos y nuestros miedos (es el primer paso para que no nos esclavicen). Dicen los sabios que viviremos más felices.
ResponderEliminarUn abrazo.
Si existe el Destino, que no tengo ni idea, entonces los que no creen en él es porque están destinados a no creer en él. Curiosa paradoja.
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