Café Filosófico en Vélez-Málaga 5.6
21 de febrero de 2014, Cafetería Bentomiz,
17:30 horas.
No tenemos
un tiempo escaso, sino que perdemos mucho. La vida es lo bastante larga y para
realizar las cosas más importantes se nos ha otorgado con generosidad, si se
emplea bien toda ella. Pero si se desparrama en la ostentación y la dejadez,
donde no se gasta en nada bueno, cuando al fin nos acosa el inevitable trance
final, nos damos cuenta de que ha pasado una vida que no supimos que estaba
pasando.
(…) No
tienes por qué pensar en razón de sus canas y arrugas que alguien ha vivido mucho
tiempo: ése no ha vivido mucho, sino que ha estado ahí mucho tiempo. ¿Qué
pasaría si pensaras que ha navegado mucho uno al que una tempestad muy dura al
salir del puerto lo arrastró de acá y para allá y con los tumbos de unos vientos
que arremeten por puntos opuestos, lo mueve en círculos dentro del mismo espacio?
Ése no navegó mucho, sino que lo han zarandeado mucho.
Séneca, Sobre
la brevedad de la vida.
¿Es realmente tan breve la vida?
Estamos tan acostumbrados a medir el tiempo (tic, tac, tic,
tac) que nos parece que el tiempo es algo. Un objeto, objetivable, medible y
controlable, que existe sin nosotros, y al que tenemos que aferrarnos,
atrapándolo lo más posible, poseyéndolo cuanto más mejor —muchas veces para
hacer negocio con él; mirad, si no, de qué viven banqueros y financieros—. Pensamos
que nosotros no existimos sin el tiempo, cuando, quizás sea al revés, que el
tiempo nos necesita para ser. El tiempo es subjetivo. Esta es una conclusión a
la que arribaron los participantes durante nuestro café filosófico de los
viernes de la tercera semana de cada mes, en la Cafetería Bentomiz.
Y no penséis que fue una salida estrafalaria. El mismísimo
Inmmanuel Kant concibió el tiempo como un esquema de nuestra facultad de la
sensibilidad, que nos permite captar los objetos de este mundo: si no somos capaces
de situar las estimulaciones de nuestros sentidos en un espacio y en un tiempo
determinados, no percibimos nada con sentido. Así que ya lo veis, nuestros
participantes sabían tanto como Kant del tiempo, no en vano él y nosotros
vivimos en el mismo mundo, aunque él nos hablara desde otro tiempo, histórico. Quizás
por ello, porque el tiempo de nuestra vida es, en realidad, algo nuestro,
a veces nos parece demasiado breve y en otras ocasiones demasiado largo; pero
quizás no sea tan largo, ni tampoco tan corto como muchas veces sentimos. A ver
qué nos dijeron; escuchemos con atención.
Debéis saber, primero, que este café filosófico se celebró
un día antes del 75º aniversario de la muerte del Poeta. Y, a propuesta de una
de las participantes, tuvimos un digno preámbulo a nuestra reunión. Una
“profesión de fe”, que comienza: “Dios no es el mar, está en el mar, riela /
como luna en el agua, o aparece / como una blanca vela; / en el mar se
despierta o se adormece”. Continúa: “El Dios que todos llevamos / el Dios que
todos hacemos, el Dios que todos buscamos y que nunca encontraremos. / Tres
dioses o tres personas del solo Dios verdadero”. Y sigue con la filosofía:
“Dice la razón: “Busquemos / la verdad. / Y el corazón: Vanidad. / La verdad ya
la tenemos. / La razón: ¡Ay, quién alcanza la verdad! / El corazón: Vanidad. /
La verdad es la esperanza. / Dice la razón: Tú mientes. / Y contesta el
corazón: / Quien miente eres tú, razón, / que dices lo que no sientes. / La
razón: Jamás podremos entendernos, corazón. / El corazón: Lo veremos”. Para
concluir, más filosóficamente todavía: “De la mar al percepto, / del percepto
al concepto, / del concepto a la idea / —¡oh, la linda tarea!—, / de la idea al
mar. / ¡Y otra vez a empezar!”. Es como siguió vivo el Poeta, aquella tarde
entre todos nosotros.
Y, acto seguido, nos obsequiaron los asistentes con algunos
de los aprendizajes que últimamente habían recibido de su vida. Aquellos
regalos preciosos que la vida les había deparado. Si uno está abierto, los
recibe, de lo contrario circulan por delante, pasando de largo. (Y de nuevo, la
vida nos parecerá demasiado breve). Para recibir, hay que estar receptivo. Ellos
han sido receptivos, tú también puedes, pues son como tú: “Probé a no juzgar y
todo me ha ido diferente, comprendo todo mucho mejor”; “He sido capaz de
dialogar para ser capaz de aceptar”; “He aprendido a diferenciar hechos y
valores, y me he dado cuenta cómo nos influimos continuamente unos a otros”; “Decían
que era bueno tener paciencia y persistir en la vida, y tenían razón, yo lo he
aprendido jugando por primera vez al juego del comecocos”; “En la lentitud está
la belleza, lo dice Antonio Soler en su novela Una historia violenta, y
yo lo he percibido así también; “No me atrevo a decirlo, no me parece un
aprendizaje muy filosófico…”
—Veamos a ver. Atrévete.
—Pues, resulta que no conocía una especia llamada cúrcuma.
—¿Por qué te interesó saberlo?
—Me gusta la cocina.
—¿Es importante para ti?
—Muy importante, me gusta mucho. Y me gusta compartirlo. Me
sirve de terapia.
—Me estás hablando de un modo de vida, un ingrediente de tu
vida. Y la filosofía no es más que un modo de vida consciente.
La espiritualidad, la creatividad, la indignación, la
brevedad de la vida, ¿os interesan? ¿Os preocupan? ¿Queréis saber? Ellos también.
Pero de lo que más —después de dos clarificadores sufragios— de la brevedad de la vida, allí, en aquel
momento, para que la vida no se nos escape entre los dedos. Tendríamos la
oportunidad de preguntarle si realmente es tan breve, podríamos someter a
escrutinio la brevedad de la vida.
¿Es realmente tan breve la vida humana? Quien había
propuesto el tema confesó su motivo: había fallecido recientemente una persona
muy querida de todos, puede que “el último tabernero de Vélez”, Antonio, que
siempre nos regaló un Oasis de buen ambiente (descanse en paz). Ahora, hemos de
proseguir con el relato. Como allí había adultos entrados en años, la mayoría, y
solamente dos personas más jóvenes, a alguien le sobrevino la feliz ocurrencia
de afirmar que dicha pregunta sobre la brevedad de la vida era propia de gente
de más edad. A lo que el moderador reaccionó apelando a los que adolecían de
tanta edad, por ver si era cierto. Y a su vez, éstos, en una ágil pirueta,
dijeron que:
—“No es tan corta la vida”. O eso es lo que nos dicen los
mayores: “Ten paciencia”.
—¿Qué querrán decir? —quiere indagar el moderador.
—Cuando se les dice a los jóvenes que “hay tiempo” es para
protegerlos.
—¿Qué se quiere decir con ello?
—En realidad, se les está engañando.
—De verdad, ¿se les está engañando?
Aprovechando una de las intervenciones, el moderador
pregunta por qué es frecuente que se nos hayan quedado tan bien grabados los
recuerdos de la niñez. Lo que inicia una discusión que les habría de conducir
bastante bien al centro de la supuesta vida breve. Pero no de momento. Porque,
entonces, emerge súbitamente un primer lamento: “Cuantas más cosas hago, más
rápido pasa el tiempo”. Estamos habitualmente tan atareados, tan ajetreados,
entretenidos, con demasiadas cosas en la cabeza que queremos hacer, metidos en
medio de tantas tareas, pequeños proyectos que nos parecen grandes, sublimes e
ineludibles, de los que al parecer depende nuestra vida, su plenitud y su
sentido, que sentimos que la vida se nos pasa en un suspiro. Cuando queremos
darnos cuenta, ya ha pasado un lustro, una década… La explicación nos la
ofreció quien, durante la discusión, quiso que nos fijáramos en cómo la vida se
había convertido, en nuestra sociedad, en un objeto de consumo. La vida como
algo que se gasta, y que hay que consumir a tope, y si no, no nos merece tanto
la pena. Es decir, la vida que vivimos sería una cuestión de cantidad: cuantos
más años, más tiempo que gastar, una vida mejor obtendríamos.
Pero no es cuestión de cantidad, replican nuestros dialogantes:
lo más decisivo para la buena vida no es la cantidad, sino cómo se ha vivido.
Si la vamos llenando de lo que queremos, de lo que nos gusta hacer, en esto consiste
el placer de vivir. Algo que tiene más que ver con la intensidad que con
la cantidad. Y sentencia Prudencio: “La vida es corta, pero es lo
suficientemente larga para hacer las cosas bien”. Sin embargo, un segundo
lamento aflora con tristeza agarrado a un caso personal, que se manifiesta con
aflicción cierta: “He vivido toda mi vida para otros, al servicio de los demás,
y ahora que ya no están me siento vacía”. Y entre todos, intentan rescatarla de
esta sensación. El grupo se compadece y trata de ofrecer argumentos para el
consuelo y para el sentido.
—Cuando tu vida ha estado llena, ¿de qué se había llenado?
—Sólo deseaba cuidar de mi familia.
—Se ha llenado de cuidado por los demás. ¿Tenía esto
sentido para ti?
—Así era feliz.
—Tu vida tenía un sentido.
—¿Qué tal si ahora cuidarás de ti misma? No harías algo
diferente, en realidad, pero ¡sería muy diferente!
Resulta que nuestro tiempo actual ha devaluado la
importancia del cuidado. Trata de aclarar el motivo sociológico que nos
lleva a este tipo de situaciones personales el mismo participante que antes
había descubierto el valor de consumo del tiempo que vivimos. Lo mismo pasaría
con el trabajo doméstico. ¿Quién ha dicho que no es una forma digna de
realizarse una persona? Había allí muchas mujeres que se sintieron tocadas por
esta situación: departieron, compartieron y estuvieron muy interesadas cuando
se nombró la Ética del cuidado de Carol Gilligan, cuya mención aprovecharon
para anotar rápidamente en una hoja de servilleta que tuvieron a mano.
Después de este intervalo que había sido colmado por la
discusión sobre la posibilidad de llenar de intensidad la vida a través del
cuidado, continuaba el recorrido argumental. Y hablando de intensidad, se dijo
que no era lo mismo vivir en el momento presente, en cada momento
presente según fuera cada uno de ellos, que vivir el momento, el clásico carpe
diem. Una sabia conciencia, cuya carencia una vez más nos conduciría a
vivir la vida entretenidos, perdidos, de placer en placer y de objeto en
objeto. Y tendríamos la misma sensación de fugacidad de la vida en cuanto el
placer o la variedad de objetos se fuesen agotando. En lugar de dejar que la
vida pase, hacer que pase. Serían dos estilos muy diferentes de vivir,
dijeron ellos. Hacerse cargo de la vida en cada momento para hacerlo bien,
hacer justicia con tu presente, ajustarse a él, siempre todo lo bien que
se pueda. Esto otorga intensidad al vivir. Y puede que sea capaz de lidiar con
la sensación de brevedad de la vida. Haciéndose uno cargo de su vida en cada
momento, ésta no se tornaría, como muchas veces sucede, “una carga”.
—No me gusta —aunque yo lo haya dicho— esto de que la vida conlleve
cargas.
—¿Cómo preferirías llamarlo?
—Una obligación… tampoco me gusta. Y sin embargo pienso que la
vida tiene mucho de eso. Por ejemplo, antes hablábamos del cuidado: tus padres
están mayores y has de hacerte cargo de ellos. Quiero hacerlo, lo disfruto,
pero no deja de ser una carga.
—¿Y si no dependiera de si es una carga o no, sino más bien de
lo que haces con ello y cómo te lo tomas?
—¿Te gustaría más llamarlo algo inevitable, algo que es así y
punto, que has de hacer, un quehacer?
—Esto último me satisface más.
—¿Y si la vida en su conjunto no fuera más que eso, un
quehacer, algo que he de hacer y que he de decidir a cada paso qué hacer con
ello?
Había emergido una mínima satisfacción en el grupo, pero,
sin temor a enredar un poco más la cosa, para finalizar, el moderador se atreve
a retomar un hilo anterior: entonces, ¿por qué solemos acordarnos mejor de
cuando éramos niños? Podríamos responder de un modo más agorero diciendo algo
así como que “miramos hacia atrás, hacia la infancia, porque era cuando
teníamos futuro”. Pero la madurez de la discusión permitía arrojar ahora una
nueva luz, más intensa: “En esos momentos vives para ti, sin ser consciente del
paso del tiempo, vives un eterno presente”. ¿Y si acogiéramos este modelo para
toda nuestra vida? A pesar de otras muchas sensaciones que podemos tener sobre
el tiempo, su brevedad o su fugacidad, como muy bien nos recuerda continuamente
Antonio Machado, aún te es dado vivir plenamente, puesto que hoy es siempre
todavía.
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