Marc Sautet au Café des Phares (Paris 1994) Photo: Wolfgang Wackernagel

martes, 6 de agosto de 2024

¿Por qué son tan complejas las relaciones humanas?


Sobre las relaciones humanas

Café Filosófico en Pampaneira 1.1

12 de julio de 2024, Tasca Almáciga, 18:00 horas


Dominar es manchar. Poseer es manchar. Amar puramente es consentir

en la distancia, es adorar la distancia entre uno y lo que se ama.

Simone Weil

¿Qué es el infierno? El infierno es uno mismo,

el infierno está solo, las otras figuras en él son sólo proyecciones.

T.S. Elliot


¿Por qué son tan complejas?

Aquella tarde calurosa de julio estábamos allí reunidos, por primera vez, en la Tasca Almáciga de Pampaneira, para realizar nuestro diálogo filosófico. El lugar, muy acogedor y variado en matices de esta tierra de La Alpujarra. Así que todo era propicio. Estábamos deseando comprobar qué nos deparaba el encuentro; siempre nuevo, siempre abierto.

El animador, después de una breve introducción acerca de esta popular modalidad de la Filosofía practicada, planteó una cuestión inicial, de manera que los asistentes pudieran comenzar ejercitando su capacidad reflexiva: ¿qué es y qué no es inteligencia? En estos días vivimos una inflación de IA por todas partes... y quizás no todo puede ser inteligencia, por mucho que le otorguemos ese nombre, llevados del actual impulso tecnofanático, desencadenado y ciego. Necesitamos preguntarnos si cualquier cosa puede ser llamada “inteligencia”. Para empezar, tendría que ser inteligente. Verdadera inteligencia y no un sucedáneo de inteligencia, por muy puntera que ésta sea. No todo puede deberse a una racionalidad instrumental, predominante en estos tiempos, sino que también existe, dentro de nuestras capacidades humanas, la racionalidad de acuerdo a valores, como nos recordaba la Teoría crítica a lo largo del siglo XX. No nos basta decidir los medios más eficaces para un fin, sino que tenemos que evaluar también cuáles son esos fines o valores hacia los que dirigimos nuestras acciones. No es suficiente una inteligencia que haga cosas, eficaz y productivamente, sino mirar qué cosas hace, el modo en que las hace y a qué mundo nos aboca. Por otro lado, habría que meditar seriamente si la inteligencia está en el artefacto o más bien está en el artífice (si es que está, en un caso dado) para no confundir las cosas, para no confundirnos.

En fin, que los participantes trataron de situar con claridad dónde encontrar una auténtica inteligencia, que podamos llamar humana, porque suponga la realización de nuestras cualidades esenciales, que hemos de ir descubriendo y actualizando juntos. Así, dijeron que una auténtica inteligencia sería capaz de adecuarse a lo propio de cada situación, diferente y cambiante; la prudencia de que nos hablaba Aristóteles. De igual modo, si somos capaces de encaminar nuestros esfuerzos hacia la expansión de la vida en nosotros, esta inteligencia sería inteligente; es decir, el sentido nietzscheano del auténtico vivir. Una inteligencia completa tendría que incluir también el desarrollo de nuestra inteligencia emocional. Y saber hacer un uso constructivo del dolor; el dolor, como el sufrimiento, contienen una inteligencia que hay que aprender a escuchar. Una inteligencia verdadera debería llevarnos a vivir bien, y no solamente a sobrevivir. Además, sería una inteligencia creadora, lúcida y ecuánime, variada, amplia, acogedora. Pero esta cuestión de la verdadera inteligencia sólo era el preámbulo de nuestro diálogo filosófico, que ahora venía...

Pues bien, usaríamos nuestra inteligencia, nuestra capacidad de comprensión lúcida, aquella tarde, para investigar juntos sobre la complejidad de las relaciones humanas. ¿Por qué son tan complejas? Y no decimos (no se referían ellos y ellas) al hecho de que se vuelvan a menudo complicadas o difíciles, problemáticas o desagradables, sino que queríamos fijarnos en su complejidad propia, de la que se derivan luego, en ocasiones, tantas complicaciones que nos hacen pasarlo mal. Lo complejo lo es porque incluye diferencias que hay que escuchar y respetar; sin embargo, pero no hay que perderse en ellas, dejarse arrastrar y perder de vista quiénes somos. Esto lo veremos a continuación, en su momento.

Para empezar, uno de los participantes propone una fábula de su cosecha, a la que el grupo supo sacarle todo el jugo: dos arañas, ambas tejen una tela de araña, una red de relaciones, una pequeña y otra grande. ¿Cuál de las dos sería más compleja, más difícil de guardar? ¿Cómo valorar su mayor o menor complejidad? ¿Cuánto tiempo y esfuerzo habría que dedicarle a cada una para su preservación? Y dijeron que además de tiempo y esfuerzo, cada una de las arañas tendría que conocer muy bien todas sus bifurcaciones, mantenerlas, cuidarlas; incluso, ponerse en el lugar de cada encrucijada, qué necesita, qué quiere, qué busca... Y tendría que conocer las distancias y los pasos angostos, ampliar información sobre las circunstancias y los contextos, y ampliar la perspectiva para poder juzgar cada una de las situaciones. Finalmente, también lo dijeron entre todos, cada araña (porque da igual si construimos una pequeña o una gran tela de araña de nuestras relaciones, esto es irrelevante para su complejidad y las dificultades) debía sincronizar las diferencias dentro y fuera de su tela de araña, esos lugares de la relación consigo misma y con el mundo.

Pero, ¿cómo llegar a poder armonizar esos lugares propios con los ajenos? La única manera de sintonizar entre sí las diferencias, para minimizar los daños, las crisis y sus efectos devastadores si no se resuelven satisfactoriamente, si no se aprende para futuros conflictos, es encontrar la base común de dichas diferencias, para que puedan entenderse, para que puedan dialogar entre sí. Y lo mismo que los colores de las caras de un cubo de rubik son todas diferentes y pueden combinarse de una infinidad de maneras, todas sus posibilidades combinatorias se dan en el mismo cubo, así sucede con nuestras diferencias en nosotros mismos y con los demás. No hay diferencias posibles, sino desde una base compartida. Solamente, que hemos de situar la conciencia en el nivel adecuado de comprensión. Alejarse de lo particular y diferente hasta poder vislumbrar el conjunto y su unidad originaria, de la que provienen las diferencias particulares. Así sucede con nuestras relaciones... humanas. Incluso, el que quiere aislarse (o eso pretende), en un alejado paraje, de la humanidad, se lleva consigo a la humanidad entera, en su pretendido autodestierro o misantropía. Incluso, quien proclama el carácter exclusivo e intransferible de los gustos personales, sus diferencias irreductibles, tiene que saber que los gustos diferentes comparten el hecho de que todos son gustos, y no hay nada más humano que eso de tener gustos diferenciados para sentirse que uno es “alguien único”. Mis gustos serán distintos (o eso creo) de los tuyos, pero puedo llegar a comprender que tú tienes “gustos”, como yo, y para qué los tienes, así que no tendré ningún problema con ello. En ti me veré a mí, tratando de vivir lo mejor posible. Acto seguido, el respeto a la diferencia sería tan natural para nosotros como la rosa lo es para el tallo de la rosa.

La dificultad estriba en el descubrimiento de ese fondo común. ¿Cómo acercarme a ello? ¿Qué necesito desarrollar en mí para poder situarme ahí, y comenzar a vivir las relaciones con los demás de un modo nuevo, arraigado, enriquecedor? Pues, nada más que algo tan sencillo como querer de veras, poner todo mi interés en ello. Y para esto, lo primero es la confianza en que ese fondo común lo hay; descubrirlo en mí y, sin discontinuidad alguna, seré capaz de verlo en los demás. Desde ahí, las relaciones seguirán siendo complejas, claro, pero serán más agradecidas que difíciles o complicadas; no brotarán, como de la nada, los conflictos, las disputas, en las que el otro aparece como mi enemigo, que he de negar a toda costa para afirmarme yo. Incluso las sempiternas guerras de la humanidad dejarían de tener sentido. Serían tan absurdas como no admitir que todos los seres vivos están tan vivos como yo; que los demás seres humanos son tan valiosos como “los míos”, mis allegados, mis compatriotas, mis correligionarios... Y que sienten y que sufren también. En realidad, el otro busca lo mismo que yo, es como yo. De hecho, el que odia no ha mirado dentro de lo que odia; de ser así, no lo odiaría. O, quizás, no quiera verse a sí mismo. El infierno no está, sin más, en la relación con los demás, que decía Sartre (“el infierno son los otros”); puede estar dentro de nosotros, si no somos capaces de mirarnos y, en el otro, reconocernos. Vale así.

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