CAFÉ FILOSÓFICO ALMENARA 2/3
(21 de enero de 2011, Sala de Biblioteca, 17:30 horas)
A la vuelta de la festividad de Entreaños venimos a retomar nuestro encuentro filosófico y, como correspondía a las fechas en que estábamos, cada uno de los participantes se fue presentando al resto expresando un deseo, una esperanza de vida mejor.
Así que esta vez se reunieron allí, en la Biblioteca del IES Almenara, una apretada y florida biznaga de deseos, que para eso estábamos en Málaga: empezando por la izquierda, el genérico deseo de ser feliz, que la agricultura deje de ser maltratada por el mercado y sus intermediarios, la humana necesidad de entenderse, y la no menos humana necesidad de que algo de ti quede en los demás, sacar buen partido a tu tiempo, un anhelo más global de justicia en el mundo que vivimos, una inundación de energía positiva para todos, poder trasmitir el valor de los libros, salud, cómo no, también que vivamos en un mundo más pacífico y que la educación sea capaz de trasmitirlo, disfrutar de un suficiente estado saludable y, finalmente, gozar de la serenidad para vivir. Doce deseos para la vida que podrían comenzar a sustanciarse quizás una pizca aquella tarde.
Se planteó la temática de la conveniencia de vivir en el presente y, en todo caso, en el futuro, pero nunca en el pasado; la omnipresente estulticia estúpida humana, la ignorancia; la problemática de la educación actual; y por último, si en la vida humana hay meta o hay camino, misteriosa propuesta que atrajo poderosamente ese día los asistentes. Cuestión muy metafísica, muy general y abstracta, pero a la vez muy cercana e ineludible, el destino humano de tener que buscar un sentido a su propia vida. No cabe duda. Cada momento es único, cada grupo es único y cada tema responde a las inquietudes de las personas que se dan cita en cada reunión. Allá va. ¿Hay meta o hay camino en la vida humana? ¿Qué será lo que mejor la define? La respuesta fácil es decir que son lo mismo, puesto que no hay uno sin lo otro. Pero no estábamos allí para otra cosa que para disfrutar del problema, y no para zanjarlo sin más. Para desglosarlo y ser más conscientes. No se trata de una cuestión baladí, pues si lo determinante de la vida humana es la meta a la que se encamina ésta, corres el riesgo de olvidarte de vivir; y si dejas de tener en vista un horizonte de sentido, es posible que acabes dando tumbos de acá para allá en la borrachera de la vida. Como pensaron, buscar metas puede tener el inconveniente de olvidarse del camino, y viceversa.
Metafísicos que estaban aquella tarde. Y eso que de ninguna manera se encontraban en el trance de Rocinante, el famélico y afamado caballo de Don Quijote de la Mancha cuando fue interpelado de esta misma guisa por Babieca, pues estaban los participantes debatiendo junto a una taza de café, u otra cosa, con pastas:
-Metafísico estás, -dijo Babieca, el noble caballo del Cid Campeador.
A lo que respondió Rocinante:
-Es que no como.
Vinieron primero a analizar la meta de la vida. ¿Todos tenemos metas al vivir? Para responder, en primer lugar, habrá que especificar lo que entendemos por “meta”. Estaba la definición más general y metafísica, de origen aristotélico: el fin al tiende cada ser y que le permite, cuando es alcanzado, realizarse como tal ser (había por allí un ex alumno muy aplicado). Y estaba también la idea, más mundana, de la meta entendida como aquello que es objeto de deseo. La distinción entre metas y deseos vino como anillo al dedo para clarificar la cuestión sobre si las metas que perseguimos son enteramente nuestras o están siendo influidas desde fuera a causa del mundo que nos rodea: si sentimos verdaderamente el deseo de alcanzar una determinada meta, se convino, esto podría marcar a dicha meta como propia, personal y no enajenada.
¿Qué tipo de meta es preferible seguir? ¿Una solidaria y que tenga en cuenta a los demás? ¿O una egoísta, a mi imagen y semejanza? Parecía que era mejor perseguir una meta con humildad sabiendo que será difícil de cumplir, por ver si conseguimos lo que se pueda conseguir. Y se manifestó públicamente la fortuna de que existan metas que pueden ser mías y pueden ser también tuyas. Pues sí, es una suerte, que esto sea posible. Porque, en el supuesto de que sea elegida una meta por interés propio, no tiene por qué ser para nada incompatible con que pueda ser también buena para otros. ¡Resuelto de un plumazo el conflicto entre egoísmo y solidaridad, hala! Pero es cierto como mínimo que, si cumplo metas deseadas me realizo, ello me hará sentirme mejor y así puedo irradiar más vitalidad en torno mío, que ayude a los demás también a realizarse como personas. Que yo sea mejor persona favorece el contexto para que otros puedan también ser mejores. Así que si surge la desesperanza ante la titánica labor de hacer del mundo un lugar más habitable, siempre puedo procurar arreglar mi mundo, que si estoy al día en la cuota de mi vida, estoy a la vez arrimando mi porción al saldo de la vida.
Pero, ¿tienen los jóvenes metas comparables a las de los adultos? (No olvidéis que la reunión es diversa en edades). Los adultos, con la edad, se vuelven más pragmáticos y escogen metas menos alejadas de la realidad, se vuelven menos ambiciosos. ¿Es bueno que sea sí? ¿Es bueno que los jóvenes no se conformen y quieran cambiar el mundo? “El joven que con veinte años no es revolucionario no tiene corazón, y el mayor que sigue siéndolo no tiene cabeza”, concluyó la voz de la experiencia. Y se le preguntó si el adulto que asienta su cabeza debería mirar con ojos desconfiados al joven utópico. Y se respondió, orteguianamente, que esa es la misión de lo jóvenes, que cada generación tiene su misión, que es aportar su granito de arena para que este mundo sea un poco mejor.
Con todo esto, se estaba olvidando el otro cuerno del falso dilema: ¿Qué hay del camino de la vida? Y se les pidió que no desatendieran esta cuestión. Hay tantos caminos en la vida como personas hay. ¿Son caminos solitarios? De nuevo el conflicto renacido, en otro recodo del camino de este trayecto, entre lo individual y lo social. Ya parecía resuelto anteriormente, pero estaba claro que necesitaba una embestida más. Un campo de pruebas podría ayudarnos. Se mencionó a un querido compañero de profesión amante acérrimo del Camino (de Santiago y de otros caminos). Tú haces tu camino solo, buscas esa soledad en el camino, pero también te vas nutriendo del camino, que no es sólo tuyo. Viniste a él buscándote a ti mismo, pero te ibas llenando de pequeños encuentros con otros, con los que ibas coincidiendo aquí y allá. Momentos únicos, experiencia única que no eres el único que la anota. Sin tu presencia en su camino, su camino habría sido diferente, y tampoco habría sido el camino de tu vida.
Otro campo de pruebas: la relación de pareja. Los que se aman ¿son uno? Un anterior café filosófico, en otro lugar, ya abordó esta cuestión y os transcribo la conclusión: “¿Se trata de una complementariedad? ¿Dos conjuntos complementarios? Mejor… una intersección de conjuntos (…) Una relación de intersección entre dos mundos que coinciden y se comparten, pero no completamente, pues, a la vez no dejan de, ni deben dejar de, tener su mundo propio, es decir, que no se anulan entrando en colisión, ni tampoco se aíslan y se endiosan, sino que se engrandecen mutuamente”. O algo así podría describir lo que parecía alumbrarse también aquella tarde, pero aplicado a la vida en su conjunto y en su trayecto temporal, una proyección de momentos de acercamiento mutuo y de ensimismamiento individual. Algo así como lo que está inscrito en la figura del Caduceo (1), descriptivo símbolo certero del destino de la humanidad. El sentido que esa tarde intentamos desentrañar, aunque fuera someramente.
No hubo conclusión, sobre si en la vida hay meta o hay camino y su predominio. No hacía falta. Pero el tiempo compartido en que trabajamos juntos mostró a las claras que, puesto que las metas son difíciles de alcanzar de un modo completo y permanente, total (es difícil culminarlas), nos queda siempre y para siempre el goce del camino, que es la vida. Y, puesto que no hubo conclusión, quisimos comprobar si el camino había merecido la pena, que a decir de los participantes sí que la mereció. Y es que no nos reunimos para encontrar la verdad, sino para buscarla. Nos encanta buscarla, porque en la búsqueda está la acción, y está, quizás, la esperanza. En el instante actual, vivido intensamente, en el que puede devolvérsenos la posibilidad rara de ser un poco eternos. Así lo expresó Goethe:
“Para mi, la convicción de que tenemos una vida eterna surge del concepto de actividad, pues si no ceso de obrar hasta el final de mis días, la naturaleza estará obligada a asignarme otra forma de existencia cuando la actual haya dejado de mantener mi espíritu” (en J. P. Eckermann, Conversaciones con Goethe, 4 de febrero de 1829, p. 357)
(1) El Caduceo de Mercurio (o de Hermes), donde queda representado el destino humano, que consta de: Daimon, o destino individual, Tyche, o fortuna, entrelazados ambos como dos serpientes, Eros, o amor, simbolizado en el beso de ambas serpientes, Ananké, o necesidad, que está en el eje, y Elpís, las alas de la esperanza.
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Esa distinción entre meta y camino me recuerda un poco a la que hace Ronald Dworkin entre dos modelos de ética: el modelo del impacto y el modelo del desafío. Para el primero el valor de una vida humana reside en sus consecuencias para el resto del mundo; para el segundo, “una buena vida tiene el valor inherente de un ejercicio ejecutado con destreza”. Muy a menudo el mirar fijamente hacia la meta puede hacer que tropieces. Pero el desentenderte por completo de ella hace que te sientas perdido. Verdaderamente, que sais-je?
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