Marc Sautet au Café des Phares (Paris 1994) Photo: Wolfgang Wackernagel

viernes, 23 de agosto de 2013

Sobre la mala conciencia

Café filosófico Juan de la Cierva 1.4
7 de junio de 2013, Sala de Biblioteca, 17:30 horas.


“Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño. (…)
En otro tiempo el espíritu amó el «Tú debes» como su cosa más santa: ahora tiene que encontrar ilusión y capricho incluso en lo más santo, de modo que robe el quedar libre de su amor: para ese robo se precisa el león.
Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño?
Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.
Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo” (Nietzsche, De las tres transformaciones del espíritu).

 “¿No es acaso evidente que los que ignoran el mal no lo desean y que el objeto de sus deseos es una cosa que ellos creían buena, aun cuando fuera mala, de manera que, deseando ese mal que desconocen y que creen es un bien, lo que en realidad desean es un bien? […] ¿Hay, pues, un solo hombre que apetezca sufrir y ser desdichado? […] Por consiguiente, Menón, nadie puede apetecer el mal (Sócrates, en el diálogo platónico Menón)”.

           
¿Cuándo tenemos mala conciencia?

El sentimiento de culpa tradicionalmente ha recibido un tratamiento religioso, pero nuestra reunión es filosófica y, por tanto, está situada en un nivel de conciencia anterior: el de la aclaración racional —pero sin apartarse de la vida y de lo vivido— de algo tan humano como sentirse mal por algo que hemos hecho. Ya sabemos que la moral es previa a la religión organizada. Tan sólo es necesario constatarlo una vez más. No eran muchos los participantes, pero representantes eran de lo humano, pues hay algo común en dicho sentimiento, aunque cada uno lo lleve como buenamente puede. Una carga que es más pesada para unos que para otros de nosotros. Pero que puede resultar liviana, si hemos aprendido a vivir con nosotros mismos. Y aprenderás. ¡Vaya si aprenderás! Nadie está dispuesto a sufrir indefinidamente, si llega a ser consciente de este tipo de sufrimiento evitable. La mala conciencia se evita con una buena conciencia. Lo que supone una transformación de ti mismo.
“Señalo algo de lo que yo espero de la (mi) vida”. Algo sencillo, mínimo, simple, sin más pretensiones. Esto les pidió el moderador, y la primera participante dijo que Felicidad: estar bien conmigo misma y con mi entorno. —¿Qué sentimiento inundaría tu vida, de lograrlo? —“Alegría”. —Y, ¿cómo lo notarías? —Se me notaría, pues me sentiría llena, con Plenitud. Y recuerda que luego tú dijiste que en tu vida quieres estar con “Esperanza”. —¿Qué sentimiento lo mostraría? —El que se tiene en un estado de Serenidad. Bien, sigamos: tú te conformabas con “Salir de aquí”, y así te sentirías Renacer. ¿Y tú? —“Trabajar en lo que quiera y donde quiera”. Y el estado al que aspirabas con ello era el de la Tranquilidad. El quinto participante se centraba en “Ser mejor de lo que soy”, ser más optimista, más positivo. Se te notaría pudiendo conservar mejor tus amistades, no “rayándolos”. —¿Y ellos no tendrían que hacer nada contigo? —Pues también, escuchándonos mutuamente. —Así pues, qué estado emocional alcanzarías de ese modo? —El de Equilibrio.
A lo largo de la búsqueda de aquella tarde se incorporarían tres integrantes adultos más, después de su cita obligada con la Oficial Escuela de Idiomas. (Al parecer, deseando estaban de saldar su prueba de habilidad con el inglés para unirse a nosotros... y revolucionaron la reunión, la sacaron de su curso, compruébese, si no, al final de esta crónica). Y resultó que estaban allí para investigar sobre la mala conciencia, no sobre la conciencia —o al menos esos pensaban ellos inicialmente—. Desecharon tratar de las relaciones humanas, y se preguntaron: ¿Cuándo tenemos mala conciencia?
Aunque esta pregunta no hubiera surgido si no se hubiera discutido antes por qué unos tienen mala conciencia y otros no. O al menos era el punto de partida de algunos participantes. (¿Tendrían mala conciencia?) Por de pronto hubieron de definir de qué estaban hablando: la mala conciencia es un sentimiento de remordimiento por algo que hemos hecho. Por tanto —parecía— tenía que ser algo posterior al acto mismo. Y se cuestiona: —¿Hay alguno que no tenga remordimiento alguna vez? Pongamos por caso: un terrorista, ¿nunca siente mala conciencia? ¿Ni siquiera cuando acaba matando a “uno de los suyos” por accidente?
Entonces, ¿en qué condiciones tenemos todos alguna vez mala conciencia? Se responde entre todos: “Cuando hago algo que va contra mi… moral, mis valores… Cuando voy contra mí mismo”. En ese estado me traiciono a mí mismo y por ello me decepciono. Así surge el sentimiento de culpabilidad. Y quedó claro a través de la discusión que tanto se refiere dicha “traición a mi mismo” a un contenido propio, como de otras personas que me rodean. Sí, pues la culpabilidad es solidaria. No en vano es una deformación de la responsabilidad. Por consiguiente, hay que tener mucho cuidado con tal desliz, si no queremos pasarlo mal innecesariamente.
Por ejemplo, cuando me acuso a mí mismo injustamente, o lo hago falsamente. Haríamos bien, en estos casos —señalan los participantes— en evitar la aparición del sentimiento de culpa analizando el caso con objetividad, recabando la visión de otras personas cercanas, que nos permitan ver el asunto con más distancia. ¿Podemos hablar de otras situaciones y encontrar para ellas su receta? Aquí se produjo un impasse en la discusión. Momento que no desaprovechó el moderador para profundizar en la idea del conocimiento real de la situación —que se ha de tener para no sufrir— en la que uno se siente culpable de lo que ha pasado, a través del caso ya discutido del terrorista desalmado. Puede que no tuviera remordimientos debido a que “él creía que lo hacía bien”. Esta cuestión, que gira en torno a la base de la acción buena, también le interesó a Platón, una cuestión heredada de su maestro: quizás desconoce el verdadero bien y se engaña a sí mismo sobre ello. Lo que llevaría la hipótesis de una moral universal, por encima de cualquier otra particular. Unos valores universales. Nosotros, ciudadanos del siglo veintiuno, estamos acostumbrados a suponerlo (recuerda la realidad que otorgamos a los derechos humanos). Pero aún así, a pesar de Platón, ¿qué motivación podemos tener para cumplir con un valor moral, si, por ejemplo, sé que no me van a pillar? Señalan los participantes que poniendo sanciones (que no son eficaces), lanzando mensajes impactantes (a los que nos acostumbramos), que el sujeto sienta el daño en sus carnes…
…Que el terrorista sienta en sus propias carnes el daño que puede causar a otros. Veamos: si ha de sentirlo, habremos de apelar a su propia conciencia y mostrarle que contiene creencias inadecuadas o limitadas. Es un asunto de ignorancia, así pues, pero no ignorancia del verdadero bien —sobre el cual puede haber discrepancias—, sino de sus creencias. Desde Platón, por tanto, volvemos a Sócrates. El maestro es el maestro. Actuamos mal por ignorancia, por alguna carencia de nuestro conocimiento: nos falta información, se basa en conocimientos erróneos, estamos siendo condicionados por algún trastorno, algún fármaco, algún dogma, etc. Y ahora tenemos un trabajo que podemos realizar poco a poco: esclarecer nuestras creencias limitadas. Esto nos conducirá a una nueva visión de nosotros mismos y del mundo, una transformación de la conciencia, desde la que podemos percibir cuán equivocados estábamos. A nuestro terrorista le puede pasar con tiempo y reflexión: comprender que los medios, si no son adecuados, pervierten el fin, por muy loable que éste sea.

Excurso uno: ¿Qué valores habríamos de perseguir?

—Por supuesto, los valores cristianos, que están más que contrastados.
—¿En qué hay que educar, en valores o en religión? Las personas no cristianas, ¿Pueden llegar a los mismos valores que un cristiano?
—Por supuesto.
—Entonces, ¿en qué hay que educar, en valores o en valores cristianos?
—En valores —se asiente.
Conclusión que afecta al mismísimo propósito del ministro Wert, quien confunde anacrónicamente la ética y la moral, pues pretende que la escuela pública ofrezca una moral para cristianos y otra moral para ateos, o algo así.

Excurso dos: ¿Todo el mundo persigue su propio bien?

—Un psicópata, clarísimamente no.
—¿Es posible que no persiga, con lo que hace, su propio bien?
—Sí, es así. Hay mucha gente que no siente empatía, ni mala conciencia. Es su naturaleza y en ello hay grados.
—Por esa regla de tres, el mundo estará lleno de psicópatas, a juzgar por el mal que existe (y ha existido siempre) y la ausencia de mala conciencia en muchos de los responsables de muchas instancias actuales políticas o económicas.
—Es cierto, los que tienen poder sí, y además le dejamos seguir…
—Pero, entonces, ¿no se puede hacer nada, si eso ocurre por naturaleza? ¿A dónde nos lleva lo que es por naturaleza? Pongamos el caso de un can rotweiler: ¿Todo animal busca su bien?
—Sí, un perro también. Pero lo que ocurre es que ha tenido malas experiencias y se ha vuelto agresivo.
—¿No es reeducable, entonces?
—Sí puede serlo.
—¿Y no se puede tratar de hacer lo mismo con el psicópata, aunque sea a un nivel básico para poder convivir? (Por ejemplo: haciendo que su bien incluya el bien de otro)
            Pudiera ser que todo el mundo buscara en el fondo lo mismo, su propio bien, pero a veces por caminos tortuosos y dañinos para sí mismo o para otros: sentirnos bien; no lograr grandes valores o ideales, sino alcanzar brevemente —aunque sea— algunos estados básicos esenciales que nos reconforten, como los que buscaban nuestros participantes al comienzo de este diálogo (recordad: alegría, plenitud, serenidad, renacimiento, tranquilidad, armonía). Esta hipótesis nos lleva, al menos, a hacer lo que podamos; la contraria quizás no…

viernes, 9 de agosto de 2013

Aprender a filosofar con Óscar Brenifier

 

Óscar Brenifier, La práctica de la filosofía en la escuela primaria, Valencia, Diálogo, 2012 (edición original 2007, traducción de Gabriel Arnaiz y Felicidad Martínez-Pais).


¿Por qué aprender a filosofar?

Leer con atención las obras de Óscar Brenifier, o mejor aún, participar directamente o como espectador en alguna de las prácticas filosóficas de este filósofo francés, que viaja por todo el mundo con su arte de preguntar a cuestas, nos lleva necesariamente a colmar de sentido el conocido dicho kantiano: “No se aprende filosofía, sino que se aprende a filosofar”. Su práctica filosófica no deja indiferente a nadie, cual Sócrates o Diógenes, que de ambos tiene una parte. Y no es por la dificultad del trabajo que propone, sino por la radicalidad de su planteamiento y la coherencia de su puesta en acción. Brenifier no describe casi nunca en qué consiste su trabajo filosófico, sino que lo muestra y lo exhibe de una manera espectacular. Un estilo provocador que produce a menudo una remoción dramática en el ánimo del participante, un cataclismo para las opiniones tenidas o aceptadas sin más y desconocidas de sí mismas: “Para el cínico la virtud consiste fundamentalmente en desaprender lo que está mal, y especialmente todo aquello que es producto de la facilidad, la tradición, la autoridad establecida, la propiedad y la convención”1. Y no siempre es placentero, puesto que muchas veces preferimos no saber, aunque, paradójicamente, nos esté impidiendo vivir mejor. Pero es necesario, cuando el filósofo nos lleva a vivir de otra manera, ya que continuamente está cuestionándonos a nosotros mismos y nuestra propia vida. “La forma en que Sócrates producía este impacto en sus interlocutores era por medio del cuestionamiento, incitándoles a descubrir su propia incoherencia e ignorancia, un proceso que permitía que la persona diera a luz nuevos conceptos: la mayéutica”2. Y para alcanzar dicho estado hace falta filosofar y no basta con saber mucha filosofía. Saber lo que otros han pensado, a lo máximo que puede llevarnos es a disponer de variadas opiniones verdaderas —a decir de Platón—, las cuales utilizas en tu vida como un repertorio de respuestas ya hechas, pero que no nos conduce a conocernos ni a pensar por nosotros mismos. De ahí que Kant estuviera tan convencido de que “el alumno no ha de aprender pensamientos, sino aprender a pensar3”, y para ello sólo cabe orientarlo, pero no conducirlo, de manera que en el futuro esté capacitado para andar por sí mismo. Y sigue diciendo: “El joven que ha cumplido la instrucción escolar estaba acostumbrado a aprender, entonces piensa que va a aprender filosofía, lo que es imposible, pues ha de aprender a filosofar”. Este dicho kantiano, tan citado, está justificado por el hecho de que la filosofía no es una disciplina como las demás, a las que en un momento dado puede considerárselas una disciplina acabada. Siempre está por hacerse. Es imposible aprender la filosofía. Se pueden adquirir conocimientos de filosofía, pero eso no ayuda por sí solo a ser capaces de construir pensamiento filosófico propio, ni a acceder de una manera profunda al pensamiento de otros. Se entiende, así, que únicamente quepa enseñar a filosofar, si queremos ayudar a pensar. Pues bien, como decíamos, esto mismo es lo que nos ofrece Brenifier: un enfoque filosófico y unas herramientas filosóficas afinadas ex profeso para dicha finalidad. La práctica de la filosofía en la escuela primaria es el texto principal que utilizaremos de referencia para mostrar lo anterior, a la par que damos noticia de su reciente traducción al castellano por parte de Gabriel Arnáiz y Felicidad Martínez-Pais. En él se hallan expuestos no sólo las técnicas para los distintos talleres a través de los cuales se puede aprender a filosofar, sino también algunos de sus fundamentos, expuestos de una manera más sistemática que en otras obras (ver bibliografía). El título es engañoso puesto que su propuesta de una filosofía práctica se aplica tanto a niños desde los tres o cuatro años, como a adolescentes que están en la edad de la enseñanza media. Y no sólo es aplicable en el contexto escolar sino fuera de él, en la forma de talleres dirigidos a personas de cualquier edad y en otros contextos sociales o individuales, a través de cafés filosóficos, consultas filosóficas o, propiamente, talleres de filosofía. Pero, antes de seguir, cabe preguntar: ¿no parece un imposible mezclar la filosofía con algo práctico?

¿Puede ser la filosofía una práctica?

Desde luego nos suena a algo imposible, si tomamos en consideración la concepción tradicional en la enseñanza de la filosofía. Esta enseñanza tradicional entiende la filosofía únicamente como una materia que hay que aprender y de la que hay que examinarse, como cualquiera otra. Así pues, tanto en referencia a ella como a las otras materias del currículo, prima una comprensión del saber como conjunto de conocimientos establecidos por la comunidad de expertos, adaptados a las capacidades propias de cada nivel educativo. Sin embargo, a partir de esta concepción el alumno simplemente memorizará y devolverá lo que se le ha trasmitido a través de libros de texto o de la autoridad profesor, y, en el mejor de los casos, sabrá aplicarlo a algún otro contexto o le quedará como una culturilla general, pero no estará muy preparado para pensar por sí mismo. Mostrará serias dificultades para recrear el proceso de investigación que ha llevado a cada disciplina a descubrir los conocimientos que son exigidos luego formalmente dentro del currículo oficial; es muy probable que no sea capaz de integrar esos conocimientos en su vida de un modo activo que le lleve a hallar otros nuevos con autonomía, a enfrentarse a ellos de una manera suficientemente crítica como correspondería a un ciudadano “mayor de edad” en el sentido kantiano. (Como veremos, la filosofía entendida como una práctica podría, en este sentido, aportar algunos beneficios a las demás materias). Para lograrlo, según Brenifier, es necesario aprender a “pensar el pensamiento”, una capacidad metarreflexiva que es posible desarrollar cuando entendemos a la filosofía como una práctica:

“Partimos del principio de que filosofar no consiste simplemente en pensar, sino más bien en “pensar el pensamiento”, es decir, en pensar nuestros propios pensamientos. Filosofar significa convocar ideas, intentando ser conscientes de la naturaleza, la fragilidad e implicaciones de las ideas que expresamos, tanto de las nuestras como de las de nuestros interlocutores. Es entonces cuando la palabra se convierte en apelación al ser” (p. 41).

Antes de continuar presentando la propuesta brenifieriana, convendría situarla en un marco más amplio. En efecto, estaríamos tratando de una de las concreciones más depuradas de un amplio y diverso movimiento internacional que poco a poco va perfilando la etiqueta —cada vez más utilizada— de “Práctica filosófica”: una nueva manera de comprender la función de la filosofía en el mundo actual, que tendría una dimensión social, individual y terapéutica que habría perdido en los últimos siglos, al haber reducido su presencia casi exclusivamente al ámbito académico y especializado4. Este “giro práctico” de la filosofía5, más allá del “giro pragmático” y también de las “filosofías aplicadas”, se manifiesta en la forma de consultas filosóficas individuales o referidas a empresas, instituciones u organizaciones, cafés filosóficos en donde la filosofía sale a la calle al encuentro de personas de todo tipo, diálogos socráticos en los cuales un grupo de personas investigan juntos durante un tiempo algo más prolongado a partir de sus experiencias vitales compartidas y talleres de filosofía, una aplicación al aula o a un contexto más formalizado de esta nueva concepción de la filosofía, que es principalmente la modalidad que estamos abordando a través de la obra de Óscar Brenifier.

Su planteamiento, sin embargo, se distingue con claridad de muchas otras plasmaciones del giro práctico de la filosofía actual; enfoques que, en muchas ocasiones, son más condescendientes con los contenidos, las opiniones y la preservación políticamente correcta del encuentro filosófico, evitando la confrontación productiva de ideas a través de la interrelación y el cuestionamiento mutuo. Especialmente, el contraste es muy evidente respecto a la modalidad pionera de filosofía en la escuela, el movimiento denominado Filosofía para niños, iniciado por Matthew Lipman y al que Brenifier dedica en su libro un apéndice bastante crítico. A raíz de la asistencia a un congreso internacional del movimiento fundado por Lipman, celebrado en Varna (Bulgaria) en 2003, pudo observar en directo cómo se desarrollaba un taller de filosofía. Cuando preguntó a los participantes si les había gustado la actividad, le respondieron que “lo mejor de la filosofía era que no había nada verdadero ni falso y que cada uno podía decir lo que quisiera” (p. 200). Este abuso de la opinión se nutre del relativismo banal circundante, dice Brenifier; y, en concreto, en el contexto escolar es muy bien recibido en cuanto el profesor da la oportunidad a su alumnado de que se exprese libremente, por contraste con el aburrido yugo escolar que constantemente les está diciendo lo que es la verdad, y del que los alumnos aprovechan para liberarse en la primera ocasión que tienen. Aunque esto introduce un mecanismo similar: del “esto es así porque sí” se pasa al “esto así porque sí”. Sin embargo, como vamos a ver, según Brenifier, “el arte del filosofar no se limita a producir ideas, sino que también exige su disección, verificación, valoración y jerarquización”. Ya se ha referido que el filosofar no es tal si no se produce una metarreflexión sobre lo dicho. Y en torno a la desactivación de la idea según la cual si filosofamos, cada uno puede decir lo que quiera, gira lo esencial de su crítica a esta corriente de filosofía en la escuela. El funcionamiento básico de un taller al estilo Lipman sería aproximadamente así, según relata Brenifier:

“Después de reunirse en círculo, los alumnos leen un breve fragmento de un texto de Lipman —o de otro autor—, leyendo por turnos una frase cada uno. Cuando terminan, el animador pregunta si el texto les ha suscitado alguna pregunta. Los alumnos levantan la mano para proponer sus preguntas y se produce así una lista de ellas. Luego se clasifican y se elige entre todas ellas una por votación. Después se inicia una discusión en la que cada uno responde como buenamente entienda a la pregunta que se ha elegido o comenta a su modo lo que ha oído decir a sus compañeros, y donde el animador elige a los intervinientes por orden cronológico, según vayan levantando la mano” (p. 202).

Según Brenifier, de esta manera se utiliza el texto como un mero pretexto, pero se desaprovecha la ocasión para aprender a leer, que tiene mucho que ver con la naturaleza del filosofar —como veremos ahora—, leer el mundo, leerse a uno mismo, leer al otro, y no simplemente proyectar sobre el texto lo que nosotros queramos. Bastaría con pedir al alumno que justifique en qué parte del texto se plantea la pregunta o en qué parte se responde a otra, analizar un poco su estructura interna, sus presupuestos, sus puntos ciegos, sus errores, sus inconsistencias; bastaría con proponer al grupo que justifiquen con un argumento cualquier elección de sus preguntas o respuestas sobre el texto para que ya no fuera un lectura tan superficial. También se pregunta Brenifier de qué sirve una simple lista de opiniones, si no se establecen conexiones entre las intervenciones, sino que se van sumando sin más; levantar la mano y pedir el turno puede quedarse en un treta formal o en una cortesía vacía, si sólo espero mi turno para decir lo que tengo que decir, si sólo quiero expresarme, aunque no tenga que ver con lo que se ha dicho antes, si no se plantean objeciones que inviten al autor de una respuesta a profundizar en su pensamiento. En una verdadera comunidad de investigación los integrantes han de trabajar juntos, lo que conlleva evitar el debate por el debate, argumentar por argumentar para defender nuestra posición cueste lo que cueste, y también la presión del grupo para que el participante acepte el pensamiento mayoritario y se pierdan por el camino buenas ideas y bellos problemas, como le gusta decir a Brenifier. Como muestra su propia metodología de manera brillante, es suficiente “pensar lo impensable” o hacer uso de “experimentos mentales” para que la contemplación conjunta de la pura posibilidad de pensar de otra manera haga que todo cambie, y que sea posible la profundización en los conceptos. “Filosofar es un proceso artificial” cuya finalidad es enseñar a pensar, lo que supone que “los alumnos deben estar tanto dentro como fuera de la discusión” (pp. 208-9) y el profesor ha de guiarles, “darles el tono”, en este proceso de aprendizaje acerca de sí mismos y del mundo que nos rodea.

Aunque son muchas y variadas las modalidades de práctica filosófica, en Brenifier son una con bastante claridad. Su trabajo filosófico sigue un hilo común que se aplica a los distintos contextos que antes se han mencionado (grupal, individual, dentro y fuera del ámbito escolar). Y en todos ellos queda patente cómo la filosofía puede convertirse en una práctica. Según Brenifier, para que una teoría o un procedimiento sea una práctica ha confrontarse con la materialidad de todo aquello “que ofrece una resistencia a nuestra voluntad y a nuestras acciones” (p. 26), lo otro sobre lo que pretendemos actuar: 1) la totalidad del mundo en sus múltiples manifestaciones, que conocemos a través de narraciones o de discursos lógicos; 2) el otro que va con nosotros, nuestra propia imagen, con la que podemos entrar en diálogo o en confrontación; 3) la coherencia y unidad del discurso, una exigencia, que si no es completa ni consistente hemos de hacerla frente y puede llevarnos más allá de nosotros mismos. A partir de estos principios tan básicos es posible poner a prueba el propio pensamiento sobre el mundo, sobre uno mismo y sobre los demás, a través de ejercicios en los que hay que identificar los supuestos en los que se asienta, analizarlo críticamente, poniendo de manifiesto los problemas inherentes y formular los conceptos que expresen la idea de conjunto de lo hallado, para lo que habrá que crear términos que “al nombrarlos den cuenta de las contradicciones y las resuelvan”. Estas tres operaciones del pensamiento constituyen y determinan el filosofar como una práctica, mediante la que cada participante puede ser más consciente de su concepción del mundo y de sí mismo, deliberar sobre otras posibilidades de funcionamiento mental y comprometerse en un proceso dialéctico que le ayude a trascender su particular opinión y sea capaz de transgredirla. Eso es filosofar, según Óscar Brenifier.

“La práctica filosófica implica confrontar la teoría con la alteridad, una visión con otra visión, una visión con la realidad que la sobrepasa, una visión con ella misma. Esto implica concebir el pensamiento desde el enfoque del desdoblamiento, desde la perspectiva del diálogo: diálogo con uno mismo, con el otro, con la realidad, con la verdad” (p. 27).

Para identificar algo hay que confrontarlo, pues todo se define mutuamente. Esto supone una dialéctica de lo mismo y de lo diferente: nada es ni puede pensarse si no es en relación a otros seres. Y al identificarlo, profundizamos en ello. Algunas de las herramientas que pueden facilitar el trabajo en el aula pueden ser éstas: analizar, resumir, argumentar (para profundizar en una tesis, más que para darle la razón), explicar, ofrecer ejemplos y analizarlos y buscar los supuestos ocultos. Ahora bien, es necesario también problematizar, pues, afirma Brenifier, todo objeto de pensamiento es parcial, al estar circunscrito a unas determinadas elecciones particulares, y merece el despliegue de una actividad crítica. Podemos sospechar, negar, interrogar o comparar, cualquier forma de oposición que sea capaz de generar una problemática. Para ello, debo convertirme en una persona diferente, una nueva naturaleza, por eso resulta a veces una tarea ardua y penosa. Ahora ya no es solo el objeto del pensamiento lo que cambia, sino el sujeto, al oponerse a través del desdoblamiento a sí mismo, mediante la formulación de una problemática. Por esto es tan importante el otro, la presencia del interlocutor que encarna de modo natural la exterioridad necesaria para este trabajo de negatividad, mediante preguntas y objeciones. Finalmente, conceptualizar supone pensar simultáneamente lo otro y a uno mismo, unifica la pluralidad. Es “identificar el término clave de una proposición (o una tesis) o bien producir ese término omnipresente incluso aunque no se lo mencione” (p. 30). Una palabra o una expresión que es capaz de esclarecer un problema o resolverlo. Pero no es la etapa final del proceso de problematización, puesto que inaugura un nuevo discurso tanto como lo termina. Un concepto debe contener en sí mismo al menos la enunciación de una problemática, que abra nuevas posibilidades. Y lo más sorprendente del planteamiento de Brenifier es que esta metodología se puede usar exitosamente inclusive con niños pequeños. ¿Y cómo es esto posible? Veamos.

¿Es posible filosofar con niños?

Es totalmente factible filosofar con niños —y Brenifier nos lo muestra practicándolo—, si adaptamos este tipo de ejercicios a cada nivel educativo y a cada grupo y nos sacudimos un poco la presión de los contenidos y del tiempo escaso. Pero siempre los alumnos tienen, como mínimo, que producir ideas y confrontarlas con las de los demás. Es decir, que es posible no abordar los contenidos a la manera escolar como habitualmente se viene haciendo, pero sin por ello rebajar —sino todo lo contrario— la calidad filosófica del trabajo que se realiza. Según Brenifier, en la cultura francesa se discute mucho, pero no se sabe dialogar, fenómeno actual perfectamente extensible a nuestro contexto. De ahí la importancia del aprendizaje de la escucha mutua en la escuela. Desde muy temprano. Puede que luego ya sea tarde. Los alumnos podrán filosofar con un cierto rigor en los niveles superiores, si han ido desarrollando las herramientas necesarias en los niveles anteriores. Esto lo tiene muy claro nuestro autor. Filosofar no equivale sólo a expresarse, a comunicarse con otro, a defender una tesis. Como insiste Brenifier, el discurso filosófico ha de ser “un tipo de discurso que se entiende a sí mismo, se contempla a sí mismo y se elabora de una manera determinada” (p. 40). Por eso llama la atención sobre ciertos límites en los intercambios habituales, que por complacencia o por no saber cómo afrontarlo mantienen un nivel muy pobre de exigencia filosófica, recurriendo con facilidad a la mera asociación de ideas y, en el contexto escolar, terminando el profesor las frases de sus alumnos y felicitándose porque, por fin, el alumno haya hablado. No cualquier práctica es una práctica filosófica. Para que una discusión en el aula sea verdaderamente filosófica, en todo momento hay que “saber lo que se dice”. Para ello, hablar cuando toca es más importante de lo que se cree habitualmente: de esta manera, pensar se convierte en un acto voluntario y consciente de sí mismo, algo que no es tan fácil (basta que preguntemos al niño o a un adulto que repita lo que acaba de decir); con esta instrucción tan sencilla se le está pidiendo mucho, pues se le pide que cuide de sí mismo, al tener que cuidar lo que dice y cómo lo dice, para que le comprendan, y todo ello hacerlo en el momento oportuno; si convertimos esta exigencia en un ejercicio en sí mismo que le lleva al alumno a comprometerse en un diálogo consigo mismo y a no repetir impulsiva y mecánicamente lo que ha oído por ahí. También es muy importante para poder filosofar en el aula, la posibilidad de desarrollar las ideas sin prisas, sin la impaciencia del profesor o de otro compañero que tiende a terminar las frases de su interlocutor, como se ha dicho; hay que dar tiempo suficiente para que el otro acabe su trabajo sobre sí mismo y su pensamiento; aunque muy bien el profesor puede, y es necesario, ayudarle a salir del callejón de salida enseñándole a identificar el problema y a pedir ayuda a otros compañeros para solventarlo. Un requisito crucial es no dejarse atrapar por “el zumbido de un enjambre de avispas” (Hegel) en que se puede convertir la clase, donde apenas es posible distinguir nada; la discusión podrá así ser muy amistosa o muy entretenida, pero ¿será filosófica?, se pregunta Brenifier; ni la sinceridad, ni la profundidad de lo que se dice podrá constituir pensamiento, sino la clarificación del proceso mismo del pensamiento, que permite distinguir entre aquellas personas que son conscientes de sus propias carencias y aquellas que prefieren ignorarlas. Y a esto debe contribuir el filosofar. Afirma Brenifier que ante la exigencia de la verdad, la realidad, la eficacia, la claridad…, todo discurso puede estar limitado, distorsionado, puede ser contradictorio, incompleto confuso o falso, y esto hay que clarificarlo como condición previa. Pedirle al alumno que califique su discurso, es decir, que diga lo que va a hacer con sus palabras y solicitar ayuda de sus compañeros para comprobar si lo cumple, localizar las palabras clave, la proposición principal, resumir el propio discurso, resaltar la idea fuerte que nadie ha dicho y que está presente, por qué decimos lo que decimos, cuáles son las ideas en disputa, como se relacionan, qué contradicciones puede haber entre ellas, qué desconoce nuestro discurso… todas estas tareas nos ponen en el camino para aprender a filosofar, que es aprender a pensar. No es suficiente tener ideas y expresarlas.

Óscar Brenifier describe con bastante detalle cómo puede concretarse esta práctica del filosofar cuando llevamos a cabo la tarea con niños de distintas edades para que sea un ejercicio filosófico factible y haga posible “saber lo que se dice”. Y no son unas situaciones educativas sobre las que teoriza Brenifier, sino que están extraídas de su propia experiencia educativa.

Primero, hemos de ser capaces en el aula de trabajar la opinión, “moldearla como la arcilla” y conseguir que salga de su estado de “evidencia petrificada”, que se transforme al confrontarse con lo que no es. Seguro que habrá resistencias, de ahí que insista tanto Brenifier en crear en la clase un marco formalizado y artificial: hablar cuando toca, por turnos, que evita que se produzca la batalla campal y la crispación propia de la precipitación (tomarse un tiempo es preciso para el filosofar); para ello, viene bien provocar cierta teatralización del proceso, que nos permita singularizar cada turno de palabra, pedir que cada uno intervenga para todos, lo que evita que haya grupos y dispersiones; también permite la objetivación, el distanciamiento y el metalenguaje, y así podemos huir mejor de una “visión consumista del discurso” donde la palabra se trivializa y se despilfarra porque parece que no cuesta nada, olvidando la importancia de “pesar las palabras”, elegir con cuidado las ideas y los términos que desea emplear. “En resumen, gracias a otras perspectivas diferentes a la nuestra y al principio de no contradicción, se produce un efecto de espejo que nos ayuda a ser más conscientes de nuestros presupuestos, de nuestros puntos ciegos y de nuestras contradicciones” (p. 33).

En segundo lugar, lo mismo que pensar es dialogar con nosotros mismos y para eso hay que saber lo que decimos, de igual forma cuando lo hacemos con otra persona hay que saber lo que ella dice. Para responder al otro de verdad necesitamos escuchar y entender lo que dice “el extranjero” que es ese otro. Así no repetiremos simplemente lo que él dice, podremos comparar adecuadamente sus respuestas con las nuestras y estaremos capacitados para responderle si surge un problema o un desacuerdo. Con el objeto de facilitar este ambiente y atraer la atención de todos, el animador preguntará periódicamente si alguien está de acuerdo con lo que ha dicho mengano, sobre todo si es original o provocador. También preguntará a quién le ha gustado tal o cual idea o a quien no, es decir, desplegará procedimientos para favorecer la pluralidad de perspectivas y que cada uno de los participantes sea capaz de distinguir sus propias ideas respecto a las de otros, sus pares, el grupo o cualquier autoridad. Evitamos así caer en la superposición de opiniones, sin tiempo para pensarlas, quedarse en un sí o un no, sin más ni más, y favorecer la concentración y la memoria, que el animador forzará a emplear periódicamente.

En tercer lugar, nos recuerda Brenifier, que las opiniones son tenaces y el hábito de “pensar antes de hablar” no es fácil de adquirir, de ahí que en muchas ocasiones no sea suficiente el procedimiento formal de la escucha. Pero puede completarse con otro que es muy eficaz: preguntarse unos a otros. Antes de pasar a otra opinión dejamos un cierto tiempo para las preguntas. El participante deberá comportarse como si fuera Sócrates, y entre todos profundizar y estudiar cada idea que se formule. Dice Brenifier que todos comprobarán con sorpresa, una vez que han sido capaces de distinguir entre una pregunta y una afirmación, que es más difícil preguntar que afirmar. Porque una pregunta debe ser una verdadera pregunta: una interrogación, que contiene lo que llamaba Hegel una “crítica interna, es decir, un examen de la coherencia de un discurso y una solicitud de esclarecimiento de sus supuestos iniciales”. Está inspirado también este trabajo en el principio de “ascensión anagógica” de Platón, inscrita en el método socrático: “el interrogado irá dándose cuenta de los límites de sus afirmaciones y de sus contradicciones implícitas, confrontación que le ayudará a reconsiderar su posición, siempre y cuando haya sido capaz de entrever los presupuestos que permanecían invisibles”, cuando descubre una “unidad paradójica, sustancial y primera que oscurece la multiplicidad dispersa de las palabras”. Pero la pregunta debe tener en cuenta al máximo los mismos términos del discurso del otro y adherirse a su estructura y elementos; la persona que escucha la pregunta no puede saber cuál es la opinión del que está preguntando. Este ejercicio posee muchas bondades para el desarrollo de la discusión e incluso para el que pregunta, que se descentra de sí mismo al preguntar.

Aprender a leer es también fundamental, ya sea un texto ya sea un interlocutor. Muchas veces lo que impide la lectura o la escucha auténticas es no aceptar los conceptos del otro, más que el no comprenderlo (como no se está de acuerdo, el texto carece de sentido). No será capaz de preguntar al texto y acabará desarrollando sus propias ideas al margen del él. Esta situación típica, podemos evitarla simplemente pidiéndole que resuma lo esencial de lo que ha dicho el otro, en una sola frase, si es posible. Pero, lo mismo ocurre con la persona a quien se pregunta. Será suficiente preguntarle a qué pregunta está respondiendo y se dará cuenta de su comportamiento, pues no se acordará de la pregunta formulada o nos ofrecerá una lectura muy imprecisa o sesgada. Todo esto se debe hacer constantemente para que en la discusión haya un máximo de concentración y precisión, señala Brenifier. Y se pedirá constantemente tanto al interrogador como al que responde si están satisfechos, de lo contrario habrá que resumir, aclarar o reformular. De esta amanera, evitaremos dos dificultades propias de dos tipos de personas (se da mucho en los adolescentes): el que funciona con un esquema mental demasiado conciliador y el que lo hace con una perspectiva demasiado personal y conflictiva.

En quinto lugar, Brenifier no olvida la importancia, en este tipo de prácticas, de la dimensión lúdica. Ya que el ejercicio exige mucho de los participantes —una cierta alienación, pues en el fondo supone “una pérdida de uno mismo en el otro”—, el animador ha de tener mucho tacto y no exigir igual a todos los participantes: empujarles un poco si hace falta, o bien ayudarles y animarles, según el caso. El humor es muchas veces una “anestesia epidural” que facilita el alumbramiento de ideas. Sin esta dimensión lúdica la presión sobre el que pregunta y el que interroga puede ser a veces demasiado fuerte. Y se logra también desdramatizando, indicando que no se trata de tener razón o de que uno diga la última palabra, sino de una gimnasia, igual que con un deporte o un juego de mesa. Otra manera de conseguir este ambiente concentrado, pero a la vez cómodo, es presentar el ejercicio por analogía con una comunidad de investigación: todos han de colaborar y lo importante no es que uno se contradiga, sino saber que se contradice; el pensamiento ha de construirse entre todos, y las contradicciones e insuficiencias son parte del proceso mismo. Y esto no es nada lesivo para nadie, puesto que el discurso perfecto no existe, ni el del profesor, ni el de los alumnos.

Por último, la función del profesor ha de cambiar radicalmente. Ahora es más bien un árbitro o un animador. Así, se asegurará al máximo de que los pensamientos sean claros e inteligibles, algo que comprobará por sí mismo pero también por las reacciones de los participantes, y para ello potenciará al máximo las relaciones entre los participantes, en lugar de ser él mismo el que emita un juicio; además, podrá subrayar los problemas que vaya planteando la discusión y las grandes cuestiones filosóficas de los autores clásicos cuando éstas surjan, y también podrá contribuir a que florezcan en el seno del grupo. Para ello tendrá que mostrar gran flexibilidad intelectual a la hora de identificar un problema filosófico clásico aunque esté expuesto de modo poco claro o esquemático. También potenciará la aparición y la comprensión de los principios lógicos y dialécticos del pensar, pero mediante el propio debate y no únicamente de un modo teórico. Construyendo continuamente con sus alumnos un metadiscurso evitará los nocivos y relativistas “depende” y los “si, no; sí, no” que no dicen nada sin las razones que los acompañen. El profesor reticente a esta metodología, recuerda Brenifier, irá comprendiendo que todos estos ejercicios y sus resultados desarrollan capacidades que incluso son de utilidad para las tareas tradicionales de la clase de filosofía, como la disertación filosófica. Sólo tiene que “perder el miedo a equivocarse o a andar a tientas”. El profesor y sus alumnos “podrán experimentar juntos preciosos momentos filosóficos que los inquieten, los formen y les dejen huella”. Repasemos con Brenifier posibles metodologías de talleres filosóficos para llevar todas estas virtualidades a cabo.

¿Cómo convertir el aula en un taller filosófico?

Podríamos distinguir varios niveles de exposición sobre una práctica: a) teorizaciones o fundamentos de una práctica, como son muchos ensayos pedagógicos o filosóficos; b) prácticas teóricas, o teoría para la práctica en donde se expone la base conceptual de una práctica filosófica, en este caso; c) procedimientos para la práctica, metodologías o instrucciones para llevarla a cabo; y d) materiales para aplicar directamente en clase y trabajar con el alumnado. En el caso que nos ocupa, encontramos los fundamentos y la base conceptual de otras obras de Brenifier, pero también nos ofrece un manantial de herramientas y procedimientos que podríamos adaptar sin mucha dificultad a las condiciones concretas del trabajo que vamos a desarrollar con nuestros alumnos. Veamos esto último: una detallada tipología de posibles talleres que Óscar Brenifier expone de modo atractivo y claro.

El taller práctico de filosofía que Brenifier nos propone no excluye otros tipos de discusión, puesto que más bien es la manera de llevarlos a cabo lo que los hace acercarse más o acercarse menos al debate o discusión formalizada como lo llama él (pp. 23-4), de cuyas características ya hemos hablado: “¿qué hay de nuevo”?, la asamblea de clase, el debate de opiniones, la tormenta de ideas, los ejercicios de discusión, el debate argumentativo. Él añade, además, como tipos de talleres aptos para poner en acción un tipo de reflexión que incita a pensar el propio pensamiento y el de los demás, de un podo pausado, no desaprovechando el desacuerdo y propiciando siempre la metarreflexión que es esencial en el filosofar, los siguientes: taller sobre un tema, un texto, una película, una situación o incluso sobre un objeto, muy indicado para niños más pequeños. Y en relación a estos posibles formatos de taller desglosa, como también hacía en su libro El diálogo en clase6, distintos esquemas de discusión, que cada profesor o profesora debería adaptar a su estilo, a sus posibilidades y las de su alumnado en cada ocasión. En todos los casos el profesor es el animador que cuida de estas tareas: hace preguntas a los alumnos, permite que se pregunten unos a otros y asegura la buena marcha del proceso, les invita a enunciar y a justificar de manera breve y precisa sus intervenciones, valora sus intervenciones y relaciona los diferentes turnos de palabra, suscita siempre que puedan darse momentos filosóficos y regula el debate dramatizando o desdramatizando el proceso.

1) El arte de preguntarse mutuamente, cuyo “principio consiste en trabajar específicamente sobre las preguntas como instrumento de elaboración de las ideas”.

2) Aprender a leer un texto, ejercicio que “se basa en la idea de que uno de los fundamentos de toda enseñanza consiste en aprender a leer, el mundo o la existencia”.

3) Contar una historia, ejercicio que “invita a los participantes a trabajar el ejemplo a través de un procedimiento específico de discusión y análisis que les obligue a reflexionar sobre su enunciación, su elección, su utilización y su sentido”.

4) Preguntar a quien pregunta, permite “ejercitarse en la interpretación de una pregunta, profundizando en los presupuestos de su articulación, en el sentido de los términos que se utilizan y en las problemáticas que constituyen su esencia”.

5) La corrección mutua, un “ejercicio colectivo que consiste en evaluar en común un trabajo dado”.


Todas estas técnicas de discusión están minuciosamente detalladas y comentadas sus singularidades y dificultades en ambas obras del autor, con la salvedad de las dos últimas que sólo aparecen en El diálogo en clase. Asimismo, las ejemplificaciones, en este segundo caso, a diferencia del primero que enfatizan su aplicación a los niveles infantil y primaria, están adaptadas al contexto de la enseñanza con adolescentes. En La práctica de la filosofía en la escuela primaria, añade además una serie de interesantes variantes a estos ejercicios: el trabajo sobre los personajes (para niños más pequeños), sobre una lista de palabras (para un grupo difícil), sobre citas de un texto (también provechoso para un grupo difícil), utilizando obras de arte, que sean los propios alumnos los que animan el taller (para alumnos que les falta autonomía y les cuesta hablar), el ejercicio de la disputa, o el de anunciar lo que se va a decir. Aclara después Brenifier que el énfasis en la discusión formalizada no excluye la utilización del trabajo escrito, sino que puede integrarse perfectamente e incluso sacársele, a través de ello, aún más partido a ambos tipos de trabajo, el oral y el escrito. Así, el trabajo escrito puede servir para preparar el trabajo oral y facilitarlo, continuar las discusiones de manera que puede culminar en un texto escrito del alumno, también puede ser una huella del trabajo realizado a lo largo del curso, a través de la elaboración de un cuaderno de clase o bien del alumno, o incluso, en algún caso puede ser interesante un mayor protagonismo del trabajo escrito, realizando un taller escrito, acerca de lo cual también aporta Brenifier algunas sugerencias muy útiles.

En esta obra dedica una atención especial a cómo se puede filosofar en la etapa infantil:

a) Con niños de tres años:

A pesar de las dificultades —por su edad— hay un ejercicio que funciona muy bien, si queremos trabajar con todo el grupo (en grupos pequeños es siempre más factible): “¿De qué queréis hablar?”. Se expone una idea, una segunda idea, ¿es una idea nueva? Si ya se ha dicho, ¿quién la ha dicho? ¿La persona nombrada está de acuerdo? ¿Los demás están de acuerdo? ¿Quién sí y quién no? Se vota. Luego, de la lista de ítems, elegir uno entre todos. Pedir si alguien quiere decir alguna cosa sobre ello: ¿Tiene relación con el tema? Se vota, y así se sigue adelante.

b) Con niños de cuatro años:

Ya se puede trabajar más fácilmente con media clase, al menos. No olvidar su nivel de desarrollo intelectual, pues seguramente no les resultará fácil hablar, pero se les puede introducir poco a poco, evitando en lo posible utilizar el pronombre indefinido o el plural siempre que se pueda, y más bien ir recurriendo, según las dificultades, a la formulación en singular e ir haciendo alusiones a alguien concreto y real.

c) Con niños de cinco años:

Aquí ya se tendría que poder discutir con el grupo completo bastante bien. Se les puede iniciar en el trabajo de justificación o argumentación, a través de la superpregunta, a la que hay que acostumbrarlos ya: ¿Por qué? Sacándolos del fácil “porque me gusta” o del “porque sí”, o salidas semejantes, con ayuda del grupo. Si hay dificultades en el caso de algún niño, un truco es darle una razón absurda. Y si hay mucha dificultad —pero hay que intentar evitarlo— se le puede dar una lista de posibles razones. Respuestas que hay luego que comparar y confrontar.

Recogemos un ejemplo de diálogo, que transcribe Brenifier, y que permite salir al paso de las dificultades con el porqué:


—Por qué quieres un postre?

—No sé.

—¿Para jugar?

—Sí.

—¿Juegas con el postre?

—No.

—Entonces, ¿quieres un postre porque quieres jugar?

—No.

—¿Por qué quieres un postre?

—No sé.

—¿Es porque tienes sed?

—Si.

—Si te doy agua, ¿te estoy dando un postre?

—No.

—¿Por qué quieres un postre?

—Porque tengo hambre.

¿Qué se aprende con la filosofía?

Hoy está de moda hablar de “competencias educativas”. Incluso viene recomendado desde Europa, como un modo de hacer frente a la irrelevancia social y personal en que puede haber caído la enseñanza tradicional. No se trata ya de saber, sino de saber hacer, lo que se consigue si tú has incorporado a tu vida determinadas destrezas que puedes llegar a usar en cualquier contexto, más allá del estrictamente escolar. Y esto es, en efecto, lo que defiende la concepción de la filosofía como una práctica en relación a la propia filosofía. Pues, parte de una comprensión de la misma como un modo de vida7 que tenga algo que decir en el mundo que vivimos, ya desde el propio contexto educativo. Aunque hay que recordar que ni esta propuesta didáctica de la filosofía ni esta forma de entender a la filosofía misma es nueva en absoluto. Y tampoco lo es la pretensión pedagógica de enseñar a través de competencias, aunque se presente habitualmente como una innovación pedagógica y una necesidad actual.

Óscar Brenifier le dedica bastante atención a las competencias y a las capacidades asociadas a ellas, que a partir de este modo de trabajar en clase puede adquirir el alumnado. Y lo más singular de esta metodología filosófica es que está vinculada a habilidades básicas de otras materias o áreas habituales del conocimiento, por ejemplo competencias en los ámbitos lingüístico, lógico, o bien referidas al desarrollo social y personal del alumno. De hecho las virtudes del trabajo filosófico ya han sido resaltadas a nivel internacional por la UNESCO 8. Y lo más importante de la propuesta de trabajo de Brenifier es que no se trata de competencias y capacidades que se enuncien alegremente o se superpongan sin más a unos contenidos, sino que se desprenden de su misma práctica, es decir, que se logran practicando los ejercicios mismos propuestos.

Según Brenifier, el filosofar está vinculado a tres dimensiones específicas, de las que se derivan capacidades de tipo intelectual que llevan a pensar por uno mismo. Esto es: expresar lo que pensamos sobre algo; precisar nuestro pensamiento para que nos comprendan; ser conscientes de lo que pensamos, las implicaciones y consecuencias de lo que pensamos; trabajar sobre estos pensamientos y estas palabras para satisfacer las exigencias de claridad y coherencia; enfrentarse al otro, su pensamiento, lo que está diciendo, que debemos asumir para reformular el nuestro. “Ningún discurso sobre natación puede sustituir el momento de zambullirse en el agua y ponerse a nadar” (p. 15). En segundo lugar, se desarrollan determinadas capacidades a través de la dimensión existencial para ser uno mismo: en el juego que es filosofar en clase hay que atreverse a emitir juicios sin que sepamos con seguridad si acertaremos en las respuestas, porque las respuestas hay que construirlas juntos, sin que una autoridad o institución otorgue “la verdad”; así se difumina la jerarquía entre el profesor y sus alumnos, que ya no saben a quien obedecer (el prototipo buen alumno), ni a quién oponerse (el prototipo del mal alumno, imagen especular del anterior, consciente como el anterior de los mecanismos alienantes que pone en marcha de por si la escuela, pero mucho más cínico, señala Brenifier). “No queda más que implicarse y comprometerse en el juego, no tener miedo a equivocarse, ser uno mismo y ser conscientes de nuestras limitaciones, evitando tanto la complacencia de la glorificación de uno mismo como el desprecio personal” (p. 17). Y, en tercer lugar, la dimensión social que te hacer ser pensando con los otros conlleva otro grupo de capacidades que ha de expandir la escuela más allá de sí misma, cuando el alumno se incorpore a su vida diaria. Toda actividad escolar implica un proceso de socialización, pero la discusión filosófica es ella misma socialización en el sentido siguiente: crea una situación en la que la dramatización fortalece la relación con otras personas y a la vez la propia relación social que se establece puede ser objeto de análisis.

A continuación repasamos rápidamente las competencias a las que se refiere Brenifier. En este largo capítulo de su libro describe cada una en detalle e incluye por lo general algún ejercicio específico para desarrollar cada una:

a) Competencias intelectuales (operaciones del pensamiento): ralentizar el pensamiento: necesario para hacer callar el barullo exterior e interior; simplificar el pensamiento; pasar de la idea al ejemplo y del ejemplo a la idea; tratar a las ideas como hipótesis; saber decir y saber preguntar, y que lo uno conlleva a lo otro; pensar simultáneamente la afirmación y la objeción; argumentar: encadenar adecuadamente razones o argumentos; desarrollar el arte de hablar bien (retórica); saber cribar lo igual y lo diferente; amar el problema: aprender a problematizar; aprender a reformular: asegura que estamos ante una verdadera discusión y no una sucesión de monólogos; aprender a juzgar: contra el lugar común de nuestra época de que no debemos juzgar a los demás; calificar para identificar y profundizar; manejar categorías y trascendentales filosóficos de nuestra tradición; pasar de la narración a la metanarración: de lo que la historia dice a lo que quiere decir con ello; distinguir lo esencial de lo accidental; aprender a definir; conceptuar; relacionar ideas; el trabajo lógico, que les hace entrar en el universo de la forma, antes que del contenido; el uso de la dialéctica de un modo abierto: tesis, antítesis y síntesis, pero sin abusar del tercer momento; disfrutar la faceta conflictiva de toda conclusión y su dimensión estética.

b) Competencias psicológicas: ralentizar el pensamiento; distanciarse; descentrarse; trabajar la subjetividad; apropiarse del conocimiento, que es producido por ellos mismos; autonomía; desligarse del “quiero decir”, que aspira a la formulación perfecta; rehabilitar y disfrutar el problema; el desdoblamiento, como consciencia de sí mismo y del mundo.

c) Competencias sociales: reconocer el estatus del otro; relacionarse con el grupo; la responsabilidad y corresponsabilidad con el trabajo del grupo en su conjunto; aprender las reglas a través del funcionamiento mismo de éstas; aprender a pensar juntos.

¿Cómo llevar la filosofía a tu aula?

En las últimas páginas de su libro, Brenifier incluye interesantes anexos que ayudan al profesor a poner en práctica este arte del filosofar: preguntas útiles para el desenvolvimiento del taller en que se convierte la clase, cómo filosofar con antinomias (utillaje precioso para el desarrollo del pensamiento), reglas de juego de la discusión filosófica, recomendaciones al profesor y un resumen muy recomendable de su práctica en el apartado “Acceder a la ignorancia”. También se hace cargo de las objeciones que suelen plantearle los profesores cuando se inician en esta metodología, y de las reacciones más habituales que este tipo de trabajo suscita tanto en los alumnos como en los padres. Pero, aparte de las herramientas que se aportan en esta obra para poder filosofar en clase y el efecto que produce su estilo claro y directo, profuso, a veces, pero contenido a la vez cuando trata de los fundamentos de esta práctica, mostrando más que demostrando, efecto psicológico que ayuda al lector y al profesor que va leyendo el texto a cambiar de chip y a comenzar a pensar que todo esto es posible —que es posible filosofar y no solamente aprender filosofía—, aparte de todo ello, que ya en sí mismo es muy valioso, Brenifier se encarga de plantear muy nítidamente en su texto lo que no es genuinamente filosofar. Y lo hace de tal modo, tan directo y elocuente, que puede hacer sonrojar en algunas ocasiones incluso a aquellos que llevan ya un tiempo intentando filosofar con sus alumnos en sus clases. Pues, como decíamos al principio de este trabajo, la clave está ligada no simplemente a ayudar a pensar a nuestros alumnos, sino que es muy importante que les enseñemos, practicándolo, a pensar el pensamiento —esa actividad cuasi divina, que Aristóteles nombró como “noésis noeséos”—. Esto nos lleva directamente a discutir una serie de inconvenientes que pueden estar en la mente del profesor, al que se le está proponiendo dar una vuelta de tuerca más a su trabajo con el pensamiento de sus alumnos.

¿Este tipo de diálogo en clase es un procedimiento forzado, teledirigido, artificial? En cierto modo sí, pues en la vida cotidiana rara vez aparece un contexto propicio para la reflexión y la metarreflexión. Pero, si forzamos esto un poco en un contexto adecuado, los frutos que se obtienen redundarán en una mayor y más rica penetración de nuestro pensamiento cotidiano. Según Brenifier, el filosofar no es un ejercicio natural de expresión, es un ejercicio de reflexión para que el niño descubra sus propios procesos mentales poniéndolos a prueba. Ahora bien, hay que procurar siempre que el trabajo lo haga el grupo y no el profesor, que realizará un papel más bien de mediador.

¿Estamos privilegiando más la forma que el fondo, más que el contenido? Para responder, primero habría que preguntarse qué valor puede tener una idea del alumno si la ha tomado de otros, si sólo repite lo que oye en clase o en su casa, aunque sea esto muy agradable para los adultos, dice Brenifier. A través de las preguntas aseguramos que un discurso se asume plenamente, su contenido, consecuencias e implicaciones, así también se muestran los límites de una idea poniéndola a prueba. La verdad es que no son separables, el contenido y la forma, pero si aspiramos a obtener un contenido coherente y un pensamiento propio, trabajar la forma es crucial. Y si algunos pedagogos piensan que es pronto para todo esto, insiste Brenifier, la experiencia del trabajo con niños muestra que no es así en absoluto, ya desde las primeras sesiones.

La imaginación, la espontaneidad, ¿está suficientemente destacada en esta metodología? No está para nada ausente, sólo está gobernada de manera que puedan florecer buenas ideas —no cualquier idea—, profundas y útiles. Esclarecer el problema, la búsqueda del esteticismo del problema, está bien, es necesario —se puede también objetar—, pero, ¿nos quedamos, entonces, sólo en la apreciación del problema? Y no es así, porque sin este paso previo ninguna respuesta pensada tendrá nada que decir, ningún interés contendría, ni progreso alguno permitiría. Ocurre individualmente dicho progreso, claro, y esto es valioso en sí mismo, pero mucho más productivo y atractivo es que aparezca en el seno de la discusión del grupo. En realidad, todas estas herramientas no son más que un medio para que la persona sea capaz de producir sus propias ideas que le ayuden a aprender a vivir mejor. ¿Y no se privilegian las habilidades lógicas, descuidando las capacidades psicológicas y emocionales? De ninguna manera, están muy presentes. Basta asistir a algún taller para notarlo. El trabajo filosófico propuesto por Brenifier desarrolla capacidades que son ingredientes del vivir consciente y de la vida sana: el descentrarse para centrarse, pararse a pensar, distanciarse para ser autocrítico, pensar por uno mismo, etc.

Aunque todo esto siguen siendo meras herramientas, podría objetarse después. ¿Puede el trabajo que se realiza en clase llegar muy lejos, o esto es ya una tarea individual? Las tareas que se pueden desarrollar en clase obviamente poseen limitaciones temporales. Ahora bien, preparan el trabajo individual y la profundización posterior. Y lo más importante: lo predisponen para un trabajo más rico, más riguroso, más extenso, más autónomo y más crítico.

Finalmente, puede el lector preguntarse: ¿Cómo llevar la filosofía a mi aula con mis alumnos? La propia naturaleza de esta metodología, recuerda Brenifier con insistencia, conlleva un tempo lento, mucho trabajo en sucio, perder el miedo a retroceder, a la incertidumbre, a equivocarse, al vacío, salirse a veces del programa oficial o no acabarlo a tiempo. De ahí la importancia de comenzar a aplicarla gradualmente, poco a poco, en la medida en que nos vayamos viendo más capaces, y en la medida en que va funcionando con nuestros alumnos, aquello que va funcionando mejor. Una buena estrategia inicial es usarla a modo de dosis o ráfagas en el interior de las clases habituales, hasta que progresivamente pueda convertirse en el centro de la clase. Esto no quiere decir que únicamente trabajemos de esta manera. Se puede alternar con el trabajo corriente, o incluso mejor, hacer depender a éste de la discusión en la clase, a modo de preparación activa y participativa de los contenidos de la materia. Está claro que si lo hacemos así, sin la obsesión de estar a todas horas trabajando de esta manera, otros profesores y en otras materias, tradicionalmente alejadas de la filosofía, podrían llevarlo a cabo fructíferamente y beneficiarse de las habilidades del pensar juntos. Pues el trabajo sobre el propio pensamiento y el de los demás, que es a la vez un trabajo de comprensión y discernimiento del mundo en que vivimos no es exclusivo de la clase de filosofía, como no podía ser de otra manera.


Obras de Óscar Brenifier en castellano:

    -El diálogo en clase, Tenerife, Ediciones Idea, 2005 (edición original 2001, traducción, prólogo y notas de Gabriel Arnaiz).

    -Filosofar como Sócrates. Introducción a la práctica filosófica, Valencia, Diálogo, 2011 (edición de Gabriel Arnaiz).

    -La práctica de la filosofía en la escuela primaria, Valencia, Diálogo, 2012 (edición original 2007, traducción de Gabriel Arnaiz y Felicidad Martínez-Pais).

    -Colección: Aprendiendo a filosofar, Valencia, Ediciones del laberinto, 2006 (material didáctico para educación secundaria y bachillerato).

    -Colección: SuperPreguntas, Editorial Edebé, 2006 (material didáctico para educación primaria y secundaria).

    -Colección: Ninon, Proteus Editorial, 2008 (formato de comic para que los padres puedan ayudar a sus hijos con sus preguntas).

1 Filosofar como Sócrates. Introducción a la práctica filosófica, Valencia, Diálogo, 2011 (edición de Gabriel Arnaiz), p. 28.

2 Op. cit., p. 20.

3 KANT, E.: Sobre Pedagogía, Textos, Montevideo: Universidad de la República, 1978.

4 Ver Antonio Sánchez, Practicar la filosofía: los cafés filosóficos y otras prácticas socráticas, Sevilla, Editorial Alegoría, 2013, pp. 19-50.

5 Ver Gabriel Arnaiz, “El “giro práctico” de la filosofía”, Diálogo filosófico, nº 68, mayo/agosto 2007, pp. 170-206 (trabajo basado en su tesina inédita: El "giro práctico" en la filosofía. Análisis y fundamentación de las prácticas filosóficas. Universidad de Sevilla, 2007).

6 En este libro expone dos esquemas más de trabajo y añade un provechoso análisis de las “Dificultades metodológicas” y los “Obstáculos” más frecuentes que suceden durante la práctica.

7 Ver Pierre Hadot, ¿Qué es filosofía antigua?, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1998; Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid, Siruela, 2006.

8 Ver UNESCO, La filosofía, una escuela de la libertad. Enseñanza de la filosofía y aprendizaje del filosofar: la situación actual y las perspectivas de futuro, UNESCO y UAM, México, 2011 (edición original en francés de 2007; disponible en Internet).