Sobre
la actitud de “soltar”
Diálogo
filosófico on line
3.1
27
de mayo de 2025, portal “Filósofos Asesores”, 19:00 horas
El
genuino desapego no equivale a no desear, sino a desear soltando
lo deseado. Equivale a vivir con una pasión desapegada.
Mónica
Cavallé, El coraje de ser
Conviene
al estudiante mirar en su interior lo que quiere decir en sus actos,
en sus pensamientos, en sus motivos, en sus reacciones y tratar de
discernir “apasionadamente-sereno” y sin finalidad alguna en ese
mirar, lo que en él son atributos. Cuando la mente ve los atributos
como atributos y no como parte de sí misma, tales atributos dejan de
ser importantes. Quiere esto decir que cada atributo descubierto es
un atributo que muere y, en consecuencia, una parte de nosotros
mismos –de lo que creíamos ser nosotros mismos– que muere en
sentido figurado. «Morid
antes de morir».
Ibn
Arabi, Tratado de la unidad
¿En
qué consiste “soltar”?
Como
diría el poeta Luis
García Montero, aunque
tú no lo sepas, todos nosotros
sabemos más de lo que creemos saber. Sócrates
no hablaba en vano: en nosotros ya está, esencialmente, todo lo que
necesitamos saber para poder vivir bien, sólo que adormecido,
esperando despertar. Y ésta puede ser una función de la filosofía
de todos los tiempos, acompañar nuestra propia lucidez. Pues bien,
esto ha quedado patente después de nuestro segundo Diálogo
filosófico desde el sitio de
Internet “Filósofos asesores”, formados en la Escuela
de filosofía sapiencial (EFS),
dirigida por Mónica
Cavallé (además, existe
una asociación profesional ligada a dicha escuela, de nombre
“Sýnesis”).
Resulta
que los participantes, ellos y ellas, eligieron como tema central del
diálogo “el soltar”, pero previamente el moderador del encuentro
había planteado una cuestión inicial sobre la muerte, desde una
concepción que la percibe formando parte de la vida: aprender a
morir para aprender a vivir mejor. Deseaban algunos de los
participantes continuar con esta misma cuestión, pero, cosa rara, el
moderador les pidió que eligieran otro tema, de manera que el
encuentro fuera lo más variado posible en sus contenidos. Y mira tú
por dónde, sobrevino de otra manera el tema de “la vida con la
muerte”, como un “soltar” lo que nos acontece, evitando
cualquier forma de apego que nos impida ver lo que hay tal como lo
hay, y así poder vivir a partir de ahí. Y esto es maravilloso. Una
pena que el moderador del encuentro filosófico no hubiera sido capaz
en ese momento de percibir cómo el grupo trataba de ahondar en
aquello que le había tocado en el fondo, del ejercicio filosófico
inicial. (Pero bueno, para eso está aquí este relator). Vayamos por
partes y contemos por su orden lo que aquella tarde, de finales de
mayo, aconteció en un medio tan artificial, que fue humanizándose
poco a poco.
El
moderador comenzó por introducir las características peculiares de
este encuentro filosófico. Antes dio las gracias a los asistentes y
destacó la afluencia de personas interesadas que, en dos días y
medio, coparon las plazas disponibles (ampliadas), si bien es cierto
que solamente estábamos allí presentes veintidós personas, de las
treinta y cinco plazas acordadas. Sin embargo, esto confirma, una vez
más, el deseo generalizado de la ciudadanía de disponer de un
espacio (público), un ágora de reflexión y diálogo. Escasean. Y
así, el moderador hizo hincapié en la naturaleza presencial de un
encuentro como éste, de manera que la sesión, en este caso, tan
solo podría ser una aproximación, una muestra de lo que puede
llegar a ser. De nuevo, se había pedido que no se grabara la sesión
para, en lo posible, ayudar a crear un ambiente lo más natural,
espontáneo y cómodo posible, en el que todos participemos como
actores y no espectadores. Hay que decir que la inmensa mayoría de
los asistentes no nos conocíamos, pero eso era lo de menos, ya que
no interesa, para este encuentro, nuestra procedencia, formación o
intereses particulares, pues venimos como personas y participamos,
simplemente, desde nuestra propia experiencia como personas. En
último término, se trata de pasar un buen rato filosofando juntos.
A esto venimos y no a hablar de filosofía, sino a filosofar, como
recomendaba Immanuel Kant.
Las
reglas especiales del encuentro, dado el medio tan mediatizado en el
que se desarrollaba la sesión, consistieron básicamente en cerrar
los micrófonos y que las intervenciones fueran muy breves (para
ello, es bueno pensar antes de hablar: ¿voy a aportar algo a la
discusión del grupo, lo que voy a decir es oportuno, ya ha pasado su
momento o ya ha sido dicho...? Y si, a pesar de todo, intervengo de
ese modo, justificarlo); además de esperar mi turno de palabra y
escuchar al otro (para ello, mientras tanto “quitarme yo –y mis
cosas– de en medio”); y, finalmente, a diferencia de otras
ocasiones, no hacía falta que todos respondieran en voz alta a la
pregunta inicial, que a continuación formularemos (pues, en el
fondo, se trata de una cuestión para uno mismo, una cuestión de
autoconocimiento). Explicó también el moderador, muy brevemente, la
procedencia y características de esta modalidad grupal de Filosofía
practicada y, por último,
anunció las peculiaridades del encuentro, tal como este animador o
facilitador lo propone: los protagonistas son los asistentes y no
necesitamos una charla previa por parte del filósofo práctico sobre
un determinado tema o problema filosófico, que previamente se haya
determinado (esta manera receptiva y abierta de llevarlo a cabo
evita, además, algunos riesgos: por ejemplo, la fabricación previa
de las respuestas y la defensa a ultranza de las mismas durante el
diálogo); en fin, se trata de crear un ambiente público de diálogo,
investigar juntos y poder acceder a algunas respuestas mínimas,
provisionales, esenciales o básicas, que permitan a los asistentes
clarificar sus nociones y continuar posteriormente la reflexión, con
un mayor conocimiento de causa sobre la cuestión que sea. También,
quiere este encuentro servir de estímulo para el desarrollo en la
ciudadanía las habilidades propias del diálogo (no cualquier cosa
es un diálogo: ha de haber trabajo conjunto y colaboración, una
búsqueda conjunta del bien y la verdad; tampoco cualquier diálogo
es un dialogo filosófico,
en donde sea posible acceder a algún grado de autoconocimiento y
transformación interior, que propicie a la vez un cambio en lo
exterior de nuestras vidas).
Para
abrir boca, para crear un ambiente de seguridad y confianza mutua, el
moderador, como hemos dicho, plantea esta cuestión: “Trae
a la memoria un cambio importante en tu vida y trata de ser muy
consciente: en esos momentos, ¿qué acabó o murió?, ¿qué empezó
o nació?”. Al objeto de
entender el fondo del ejercicio convenía efectuar algunas
aclaraciones previas: es obvio que la vida está en el inicio de
nuestra existencia y se mantiene mientras vivimos; pero en el caso de
la muerte, solemos considerar que, únicamente, está situada al
final de la vida, que supone el final de la vida, y que la muerte y
la vida son incompatibles; si está una, no está la otra y
viceversa. Pero, ¿y si estuvieran ambas siempre presentes durante la
vida, también la muerte y no sólo la vida? Por otro lado, el tema
de la vida y la muerte ha sido un tema recurrente en la tradición
filosófica. Así, en el diálogo Fedón
de Platón
se dice: “Cuantos se dedican a la filosofía, en el recto sentido
de la palabra, no practican otra cosa que el morir y el estar
muertos”. Michel de
Montaigne, citando a
Cicerón,
señala que “filosofar no es otra cosa que prepararse para morir”.
Por su parte, el sabio sufi Ibn
Arabi aconsejaba a sus
discípulos: “Morid antes de morir”. Estas manifestaciones,
aunque son muy acertadas, pueden o suelen interpretarse de un modo
dramático e incluso trágico, según los casos. Enfatizan el morir,
olvidando que esta preparación o ejercitamiento de la muerte, se
realiza viviendo. ¿Y si, en
consecuencia, te preparase también para vivir? Vivir lleva a morir,
pero ¿y si aprender a morir nos ayudara a vivir mejor? ¿Y si el
morir y el vivir suceden en cada instante, momento a momento? La
ciencia corrobora que, al cabo de unos ocho o diez años, nuestro
cuerpo ha renovado casi todas sus células y, para eso, nuestras
células habrían de morir continuamente. Y si miramos con atención
cualquier proceso natural, nos resultará difícil desligar la muerte
de la vida: el fruto sigue a la flor, la flor muere y el fruto nace,
así como una idea sustituye a otra idea, una emoción a otra
emoción, una experiencia a otra experiencia... y siempre, la misma
presencia inseparable de la vida y la muerte, algo que empieza y algo
que acaba. Así pues, tomemos conciencia de ello. Hacia esto mismo se
orientaba el ejercicio filosófico propuesto. Y no interesa ahora
referir cuáles fueron sus respuestas personales, la de los
participantes, ellos y ellas, sino cuál es tu propia respuesta...
Pudo
haber sido “el odio”, “el sentido de la vida” o “la
relación con uno mismo”, pero fue “el soltar” el tema del día.
¿En qué consiste
“soltar”? ¿Hay
un momento mejor para soltar? ¿Qué obstáculos nos impiden soltar?
Entendía el grupo, como
punto de partida general, que es preferible soltar algo que te
aprisiona o constriñe, que permanecer atrapados, vivir libremente y
no de un modo condicionado, etc., pero quedaba todo un camino por
recorrer, para que esto cobrara pleno sentido. Y así, hasta donde
pudimos, lo fuimos recorriendo. De hecho, sólo dio tiempo, para no
alargar más de la cuenta el encuentro, a tratar la primera pregunta.
Aunque, sin demasiado esfuerzo, puede intuirse alguna respuesta a las
dos restantes. Este trabajo te lo dejamos a ti, estimado lector o
lectora, si tú quieres. Una pista posible para cada de las
cuestiones: quizás, siempre sea un buen momento para empezar a
soltar; quizás sea el mayor obstáculo para soltar nuestros lastres
vitales (ese “espíritu del camello”, que diría Nietzsche)
nuestra propia resistencia
a soltarlos.
Una
vez establecida la pregunta, siguiendo el método socrático (la
pregunta orienta y circunscribe la indagación, además de abrir una
brecha en nuestras comprensiones habituales), comienzan las
intervenciones. “Soltar” consiste en quitar peso, que
decíamos, pero como esto continúa siendo algo metafórico, afinamos
un poco más: esos lastres pueden ser sueños, expectativas,
objetivos, roles, hábitos..., en el fondo nuestros deseos, que no se
pueden separar de nuestros temores. Soltar todo aquello que nos
impide ser nosotros mismos, por ejemplo, algunos vínculos
emocionales obstinados; eso que se dice ahora mucho, por
influencia de un orientalismo a veces algo superficial: los “apegos”
(pero no olvidar que los apegos pueden ser tanto agradables como
desagradables; pues, tanto nos lastra lo que detestamos u odiamos
como lo que deseamos revivir una y otra vez). De ahí que otro matiz
del “soltar”, que dijeron ellos y ellas, consistiera en dejar
ir sin crispación o tristeza. De todo esto necesitamos tomar
conciencia, un cambio de mente, dejar de creer en lo que creíamos
antes, nuestras autojustificaciones, para continuar siempre con lo
mismo, como en un círculo infinito. “¿Y si lo que sucede es que
me “sueltan” a mí?”, dijo una persona de las asistentes. Como
ves, querido lector o lectora, el grupo a la vez que afinaba la
naturaleza del soltar, debía ir deshaciendo confusiones o
malentendidos. Otro participante dijo: “Pero, sostener un
compromiso es necesario para vivir. ¡Con “soltar” parece que
queréis defender la supresión de lo que nos hace humanos!”. Sin
embargo, no se estaba diciendo que debíamos desprendernos de
nuestros compromisos con la vida, con el mundo, con los demás; lo
crucial, en este caso, es cómo sostengo yo ese compromiso:
¿quedo apegado a ese compromiso?, ¿quedo a su merced, siendo cegado
o arrastrado por él, sin ya saber bien lo que estoy haciendo,
diciendo o pensando? La actitud de “soltar” no se refiere a lo
que suelto, sino a cómo lo sostengo, si me pierdo yo mismo en
dicho trato con las cosas...
Y
en este momento del diálogo, emerge, a través de una pregunta del
moderador, una distinción que se antojaba esencial, aunque no todos
los participantes pudieran apreciar su importancia en un principio:
identidad frente a identificación. Los apegos (positivos o
negativos) que conviene aprender a soltar son todos ellos
identificaciones. Cuando yo me identifico con algo aparecen dos
consecuencias evitables: primero, al identificarme con algo
particular, yo me pierdo en ello, mi verdadera (y profunda) identidad
queda oculta, relegada y reducida o menospreciada; y segundo, quedo
al albur del objeto con el que me he identificado, pues tal como le
vaya a ese objeto, o bien, a mi relación con él, así me irá a mí;
si yo soy mi equipo de fútbol, yo soy mi idea o yo soy
mi deseo (no que los tengo, sino que los soy), si éstos me
fallan... ¿qué pasará conmigo?, ¿no creeré estar en riesgo yo, y
entonces, podré ser arrastrado hacia el fracaso, la tensión, la
angustia o la depresión, en el grado que sea? Yo no soy eso.
Mi identificación no es mi identidad como ser humano. Yo
puedo llegar a ser o hacer muchas cosas, pero lo que yo soy no se
reduce a lo que he dicho, he hecho o he pensado en un momento dado.
Yo soy todas mis posibilidades y no sólo algunas, las que he
realizado, o bien, las que desearía realizar.
Con
este bagaje, el grupo podía afrontar de otro modo el tema que nos
había traído aquella tarde. Claro que esta nueva conciencia supone
un proceso de maduración progresiva de mi capacidad para ser más
consciente. Porque yo no soy mis creencias y, menos aún, las
más arraigadas, por ejemplo, las creencias religiosas que se citaron
en el transcurso del diálogo. De manera que el grupo llegó a una
ensenada donde fondear sus barcos, aunque fuera provisionalmente: la
importancia de aprender a soltar lo que no soy, todas mis
identificaciones, para tratar de descubrir, cada día, un poco más,
lo que yo soy en mi fondo. Esto no es fácil, pero al menos,
ya sabemos hacia dónde orientarnos para poder vivir mejor, más
plena y lúcidamente, también con una mayor serenidad. Una clave
para aprender a renacer o renovarnos en cada instante. Aprender a
vivir requiere aprender a morir, aprender a soltar lo que no somos
esencialmente y poder vivir desde donde nosotros somos más
nosotros mismos (esto es posible entrenarlo y puede
experimentarse). No aferrarse a lo que no soy yo de verdad. No
obstinarse. Aprender
a decir “hola” a lo que viene y, cuando haga falta, aprender a
decir “adiós” a lo que se va, dentro o fuera de nosotros.
Nuestras células ya lo hacen. Vale.