Todos somos políticos.
Ciudadanos. Pero no cualquiera puede ser un político. Ejercer
adecuadamente su función y servicio público. Comenzando por la
capacidad de retirarse a tiempo y dejar el terreno libre a otros con
mejores proyectos. Capacidad que, por consiguiente, ha de ir
acompañada de esta otra: reconocer que los demás pueden tener ideas
tan buenas como las mías, o incluso, mejores. Ya sabemos que el
profesionalismo en la política es una de las desviaciones que
mayores males nos procura. Nos detendremos, a continuación, en la
necesaria creatividad o capacidad para mirar las situaciones desde
una perspectiva nueva, que facilite desarrollos alternativos a una
dificultad o problema. Y esto nos hace tanta falta en política...
Pero se requiere a su vez altura de miras. Una visión más
amplia que la acostumbrada, que permita tomar decisiones en el largo
plazo, de modo que no se ahoguen nuestras decisiones, prisioneras del
día a día. Así, no parece muy conveniente aplicar en exceso la
ley del Gatopardo.
Solamente nos valdría durante un tiempo, ese inmovilismo y la
conservación de lo que hay, conmigo dentro. El conservadurismo, de
izquierdas o de derechas. Tendría los años contados o, como mucho,
las décadas. De hecho, no hay nada en el mundo, ni en el universo,
que no cambie. Todo cambia y el cambio político es de lo más fácil
de comprobar que cambia, y cambiará. Y si todo cambia en esta vida,
no es tan extraño que yo cambie -como dice la canción- con la
sociedad conmigo dentro. Por esta razón, un requisito mínimo que se
le puede exigir, no ya a un político, que de éstos hay miríada,
sino a un buen político, es su habilidad en el arte de
gobernar las crisis para que se cimente con robustez un futuro social
más halagüeño.
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