¿Por qué aprender a filosofar?
Leer
con atención las obras de Óscar Brenifier, o mejor aún, participar
directamente o como espectador en alguna de las prácticas
filosóficas de este filósofo francés, que viaja por todo el mundo
con su arte de preguntar a cuestas, nos lleva necesariamente a colmar
de sentido el conocido dicho kantiano: “No se aprende filosofía,
sino que se aprende a filosofar”. Su práctica filosófica no deja
indiferente a nadie, cual Sócrates o Diógenes, que de ambos tiene
una parte. Y no es por la dificultad del trabajo que propone, sino
por la radicalidad de su planteamiento y la coherencia de su puesta
en acción. Brenifier no describe casi nunca en qué consiste su
trabajo filosófico, sino que lo muestra y lo exhibe de una
manera espectacular. Un estilo provocador que produce a menudo una
remoción dramática en el ánimo del participante, un cataclismo
para las opiniones tenidas o aceptadas sin más y desconocidas de sí
mismas: “Para el cínico la virtud consiste fundamentalmente en
desaprender lo que está mal, y especialmente todo aquello que es
producto de la facilidad, la tradición, la autoridad establecida, la
propiedad y la convención”.
Y no siempre es placentero, puesto que muchas veces preferimos no
saber, aunque, paradójicamente, nos esté impidiendo vivir mejor.
Pero es necesario, cuando el filósofo nos lleva a vivir de otra
manera, ya que continuamente está cuestionándonos a nosotros mismos
y nuestra propia vida. “La forma en que Sócrates producía este
impacto en sus interlocutores era por medio del cuestionamiento,
incitándoles a descubrir su propia incoherencia e ignorancia, un
proceso que permitía que la persona diera a luz nuevos conceptos: la
mayéutica”.
Y para alcanzar dicho estado hace falta filosofar y no basta con
saber mucha filosofía. Saber lo que otros han pensado, a lo máximo
que puede llevarnos es a disponer de variadas opiniones verdaderas
—a decir de Platón—, las cuales utilizas en tu vida como un
repertorio de respuestas ya hechas, pero que no nos conduce a
conocernos ni a pensar por nosotros mismos. De ahí que Kant
estuviera tan convencido de que “el alumno no ha de aprender
pensamientos, sino aprender a pensar”,
y para ello sólo cabe orientarlo, pero no conducirlo, de manera que
en el futuro esté capacitado para andar por sí mismo. Y sigue
diciendo: “El joven que ha cumplido la instrucción escolar estaba
acostumbrado a aprender, entonces piensa que va a aprender filosofía,
lo que es imposible, pues ha de aprender a filosofar”. Este dicho
kantiano, tan citado, está justificado por el hecho de que la
filosofía no es una disciplina como las demás, a las que en un
momento dado puede considerárselas una disciplina acabada. Siempre
está por hacerse. Es imposible aprender la filosofía. Se
pueden adquirir conocimientos de filosofía, pero eso no ayuda por sí
solo a ser capaces de construir pensamiento filosófico propio, ni a
acceder de una manera profunda al pensamiento de otros. Se entiende,
así, que únicamente quepa enseñar a filosofar, si queremos ayudar
a pensar. Pues bien, como decíamos, esto mismo es lo que nos ofrece
Brenifier: un enfoque filosófico y unas herramientas filosóficas
afinadas ex profeso para dicha finalidad. La práctica de
la filosofía en la escuela primaria es el texto principal que
utilizaremos de referencia para mostrar lo anterior, a la par que
damos noticia de su reciente traducción al castellano por parte de
Gabriel Arnáiz y Felicidad Martínez-Pais. En él se hallan
expuestos no sólo las técnicas para los distintos talleres a través
de los cuales se puede aprender a filosofar, sino también algunos de
sus fundamentos, expuestos de una manera más sistemática que en
otras obras (ver bibliografía). El título es engañoso puesto que
su propuesta de una filosofía práctica se aplica tanto a niños
desde los tres o cuatro años, como a adolescentes que están en la
edad de la enseñanza media. Y no sólo es aplicable en el contexto
escolar sino fuera de él, en la forma de talleres dirigidos a
personas de cualquier edad y en otros contextos sociales o
individuales, a través de cafés filosóficos, consultas filosóficas
o, propiamente, talleres de filosofía. Pero, antes de seguir, cabe
preguntar: ¿no parece un imposible mezclar la filosofía con algo
práctico?
¿Puede ser la
filosofía una práctica?
Desde
luego nos suena a algo imposible, si tomamos en consideración la
concepción tradicional en la enseñanza de la filosofía. Esta
enseñanza tradicional entiende la filosofía únicamente como una
materia que hay que aprender y de la que hay que examinarse, como
cualquiera otra. Así pues, tanto en referencia a ella como a las
otras materias del currículo, prima una comprensión del saber como
conjunto de conocimientos establecidos por la comunidad de expertos,
adaptados a las capacidades propias de cada nivel educativo. Sin
embargo, a partir de esta concepción el alumno simplemente
memorizará y devolverá lo que se le ha trasmitido a través de
libros de texto o de la autoridad profesor, y, en el mejor de los
casos, sabrá aplicarlo a algún otro contexto o le quedará como una
culturilla general, pero no estará muy preparado para pensar por sí
mismo. Mostrará serias dificultades para recrear el proceso de
investigación que ha llevado a cada disciplina a descubrir los
conocimientos que son exigidos luego formalmente dentro del currículo
oficial; es muy probable que no sea capaz de integrar esos
conocimientos en su vida de un modo activo que le lleve a hallar
otros nuevos con autonomía, a enfrentarse a ellos de una manera
suficientemente crítica como correspondería a un ciudadano “mayor
de edad” en el sentido kantiano. (Como veremos, la filosofía
entendida como una práctica podría, en este sentido, aportar
algunos beneficios a las demás materias). Para lograrlo, según
Brenifier, es necesario aprender a “pensar el pensamiento”, una
capacidad metarreflexiva que es posible desarrollar cuando entendemos
a la filosofía como una práctica:
“Partimos del principio de que filosofar no consiste simplemente en
pensar, sino más bien en “pensar el pensamiento”, es decir, en
pensar nuestros propios pensamientos. Filosofar significa convocar
ideas, intentando ser conscientes de la naturaleza, la fragilidad e
implicaciones de las ideas que expresamos, tanto de las nuestras como
de las de nuestros interlocutores. Es entonces cuando la palabra se
convierte en apelación al ser” (p. 41).
Antes
de continuar presentando la propuesta brenifieriana, convendría
situarla en un marco más amplio. En efecto, estaríamos tratando de
una de las concreciones más depuradas de un amplio y diverso
movimiento internacional que poco a poco va perfilando la etiqueta
—cada vez más utilizada— de “Práctica filosófica”: una
nueva manera de comprender la función de la filosofía en el mundo
actual, que tendría una dimensión social, individual y terapéutica
que habría perdido en los últimos siglos, al haber reducido su
presencia casi exclusivamente al ámbito académico y especializado.
Este “giro práctico” de la filosofía,
más allá del “giro pragmático” y también de las “filosofías
aplicadas”, se manifiesta en la forma de consultas filosóficas
individuales o referidas a empresas, instituciones u organizaciones,
cafés filosóficos en donde la filosofía sale a la calle al
encuentro de personas de todo tipo, diálogos socráticos en
los cuales un grupo de personas investigan juntos durante un tiempo
algo más prolongado a partir de sus experiencias vitales compartidas
y talleres de filosofía, una aplicación al aula o a un
contexto más formalizado de esta nueva concepción de la filosofía,
que es principalmente la modalidad que estamos abordando a través de
la obra de Óscar Brenifier.
Su
planteamiento, sin embargo, se distingue con claridad de muchas otras
plasmaciones del giro práctico de la filosofía actual; enfoques
que, en muchas ocasiones, son más condescendientes con los
contenidos, las opiniones y la preservación políticamente correcta
del encuentro filosófico, evitando la confrontación productiva de
ideas a través de la interrelación y el cuestionamiento mutuo.
Especialmente, el contraste es muy evidente respecto a la modalidad
pionera de filosofía en la escuela, el movimiento denominado
Filosofía para niños, iniciado por Matthew Lipman y al que
Brenifier dedica en su libro un apéndice bastante crítico. A raíz
de la asistencia a un congreso internacional del movimiento fundado
por Lipman, celebrado en Varna (Bulgaria) en 2003, pudo observar en
directo cómo se desarrollaba un taller de filosofía. Cuando
preguntó a los participantes si les había gustado la actividad, le
respondieron que “lo mejor de la filosofía era que no había nada
verdadero ni falso y que cada uno podía decir lo que quisiera” (p.
200). Este abuso de la opinión se nutre del relativismo banal
circundante, dice Brenifier; y, en concreto, en el contexto escolar
es muy bien recibido en cuanto el profesor da la oportunidad a su
alumnado de que se exprese libremente, por contraste con el aburrido
yugo escolar que constantemente les está diciendo lo que es la
verdad, y del que los alumnos aprovechan para liberarse en la primera
ocasión que tienen. Aunque esto introduce un mecanismo similar: del
“esto es así porque sí” se pasa al “esto así porque sí”.
Sin embargo, como vamos a ver, según Brenifier, “el arte del
filosofar no se limita a producir ideas, sino que también exige su
disección, verificación, valoración y jerarquización”. Ya se ha
referido que el filosofar no es tal si no se produce una
metarreflexión sobre lo dicho. Y en torno a la desactivación de la
idea según la cual si filosofamos, cada uno puede decir lo que
quiera, gira lo esencial de su crítica a esta corriente de filosofía
en la escuela. El funcionamiento básico de un taller al estilo
Lipman sería aproximadamente así, según relata Brenifier:
“Después de reunirse en círculo, los alumnos leen un breve
fragmento de un texto de Lipman —o de otro autor—, leyendo por
turnos una frase cada uno. Cuando terminan, el animador pregunta si
el texto les ha suscitado alguna pregunta. Los alumnos levantan la
mano para proponer sus preguntas y se produce así una lista de
ellas. Luego se clasifican y se elige entre todas ellas una por
votación. Después se inicia una discusión en la que cada uno
responde como buenamente entienda a la pregunta que se ha elegido o
comenta a su modo lo que ha oído decir a sus compañeros, y donde el
animador elige a los intervinientes por orden cronológico, según
vayan levantando la mano” (p. 202).
Según
Brenifier, de esta manera se utiliza el texto como un mero
pretexto, pero se desaprovecha la ocasión para aprender a
leer, que tiene mucho que ver con la naturaleza del filosofar
—como veremos ahora—, leer el mundo, leerse a uno mismo, leer al
otro, y no simplemente proyectar sobre el texto lo que nosotros
queramos. Bastaría con pedir al alumno que justifique en qué parte
del texto se plantea la pregunta o en qué parte se responde a otra,
analizar un poco su estructura interna, sus presupuestos, sus puntos
ciegos, sus errores, sus inconsistencias; bastaría con proponer al
grupo que justifiquen con un argumento cualquier elección de sus
preguntas o respuestas sobre el texto para que ya no fuera un lectura
tan superficial. También se pregunta Brenifier de qué sirve una
simple lista de opiniones, si no se establecen conexiones
entre las intervenciones, sino que se van sumando sin más; levantar
la mano y pedir el turno puede quedarse en un treta formal o en una
cortesía vacía, si sólo espero mi turno para decir lo que tengo
que decir, si sólo quiero expresarme, aunque no tenga que ver con lo
que se ha dicho antes, si no se plantean objeciones que inviten al
autor de una respuesta a profundizar en su pensamiento. En una
verdadera comunidad de investigación los integrantes han de
trabajar juntos, lo que conlleva evitar el debate por el debate,
argumentar por argumentar para defender nuestra posición cueste lo
que cueste, y también la presión del grupo para que el participante
acepte el pensamiento mayoritario y se pierdan por el camino buenas
ideas y bellos problemas, como le gusta decir a Brenifier. Como
muestra su propia metodología de manera brillante, es suficiente
“pensar lo impensable” o hacer uso de “experimentos mentales”
para que la contemplación conjunta de la pura posibilidad de pensar
de otra manera haga que todo cambie, y que sea posible la
profundización en los conceptos. “Filosofar es un proceso
artificial” cuya finalidad es enseñar a pensar, lo que supone que
“los alumnos deben estar tanto dentro como fuera de la discusión”
(pp. 208-9) y el profesor ha de guiarles, “darles el tono”, en
este proceso de aprendizaje acerca de sí mismos y del mundo que nos
rodea.
Aunque
son muchas y variadas las modalidades de práctica filosófica, en
Brenifier son una con bastante claridad. Su trabajo
filosófico sigue un hilo común que se aplica a los distintos
contextos que antes se han mencionado (grupal, individual, dentro y
fuera del ámbito escolar). Y en todos ellos queda patente cómo la
filosofía puede convertirse en una práctica. Según Brenifier, para
que una teoría o un procedimiento sea una práctica ha confrontarse
con la materialidad de todo aquello “que ofrece una
resistencia a nuestra voluntad y a nuestras acciones” (p. 26), lo
otro sobre lo que pretendemos actuar: 1) la totalidad del mundo
en sus múltiples manifestaciones, que conocemos a través de
narraciones o de discursos lógicos; 2) el otro que va con
nosotros, nuestra propia imagen, con la que podemos entrar en
diálogo o en confrontación; 3) la coherencia y unidad del
discurso, una exigencia, que si no es completa ni consistente
hemos de hacerla frente y puede llevarnos más allá de nosotros
mismos. A partir de estos principios tan básicos es posible poner a
prueba el propio pensamiento sobre el mundo, sobre uno mismo y sobre
los demás, a través de ejercicios en los que hay que identificar
los supuestos en los que se asienta, analizarlo críticamente,
poniendo de manifiesto los problemas inherentes y formular los
conceptos que expresen la idea de conjunto de lo hallado, para lo que
habrá que crear términos que “al nombrarlos den cuenta de las
contradicciones y las resuelvan”. Estas tres operaciones del
pensamiento constituyen y determinan el filosofar como una práctica,
mediante la que cada participante puede ser más consciente de su
concepción del mundo y de sí mismo, deliberar sobre otras
posibilidades de funcionamiento mental y comprometerse en un proceso
dialéctico que le ayude a trascender su particular opinión y sea
capaz de transgredirla. Eso es filosofar, según Óscar Brenifier.
“La práctica filosófica implica confrontar la teoría con la
alteridad, una visión con otra visión, una visión con la realidad
que la sobrepasa, una visión con ella misma. Esto implica concebir
el pensamiento desde el enfoque del desdoblamiento, desde la
perspectiva del diálogo: diálogo con uno mismo, con el otro, con la
realidad, con la verdad” (p. 27).
Para
identificar algo hay que confrontarlo, pues todo se define
mutuamente. Esto supone una dialéctica de lo mismo y de lo
diferente: nada es ni puede pensarse si no es en relación a otros
seres. Y al identificarlo, profundizamos en ello. Algunas de las
herramientas que pueden facilitar el trabajo en el aula pueden ser
éstas: analizar, resumir, argumentar (para profundizar en una tesis,
más que para darle la razón), explicar, ofrecer ejemplos y
analizarlos y buscar los supuestos ocultos. Ahora bien, es necesario
también problematizar, pues, afirma Brenifier, todo objeto de
pensamiento es parcial, al estar circunscrito a unas determinadas
elecciones particulares, y merece el despliegue de una actividad
crítica. Podemos sospechar, negar, interrogar o comparar, cualquier
forma de oposición que sea capaz de generar una problemática. Para
ello, debo convertirme en una persona diferente, una nueva
naturaleza, por eso resulta a veces una tarea ardua y penosa.
Ahora ya no es solo el objeto del pensamiento lo que cambia, sino el
sujeto, al oponerse a través del desdoblamiento a sí mismo,
mediante la formulación de una problemática. Por esto es tan
importante el otro, la presencia del interlocutor que encarna de modo
natural la exterioridad necesaria para este trabajo de negatividad,
mediante preguntas y objeciones. Finalmente,
conceptualizar supone pensar simultáneamente lo otro y a uno
mismo, unifica la pluralidad. Es “identificar el término clave de
una proposición (o una tesis) o bien producir ese término
omnipresente incluso aunque no se lo mencione” (p. 30). Una palabra
o una expresión que es capaz de esclarecer un problema o resolverlo.
Pero no es la etapa final del proceso de problematización, puesto
que inaugura un nuevo discurso tanto como lo termina. Un concepto
debe contener en sí mismo al menos la enunciación de una
problemática, que abra nuevas posibilidades. Y lo más sorprendente
del planteamiento de Brenifier es que esta metodología se puede usar
exitosamente inclusive con niños pequeños. ¿Y cómo es esto
posible? Veamos.
¿Es posible filosofar
con niños?
Es
totalmente factible filosofar con niños —y Brenifier nos lo
muestra practicándolo—, si adaptamos este tipo de ejercicios a
cada nivel educativo y a cada grupo y nos sacudimos un poco la
presión de los contenidos y del tiempo escaso. Pero siempre los
alumnos tienen, como mínimo, que producir ideas y confrontarlas con
las de los demás. Es decir, que es posible no abordar los contenidos
a la manera escolar como habitualmente se viene haciendo, pero sin
por ello rebajar —sino todo lo contrario— la calidad filosófica
del trabajo que se realiza. Según Brenifier, en la cultura francesa
se discute mucho, pero no se sabe dialogar, fenómeno actual
perfectamente extensible a nuestro contexto. De ahí la importancia
del aprendizaje de la escucha mutua en la escuela. Desde muy
temprano. Puede que luego ya sea tarde. Los alumnos podrán filosofar
con un cierto rigor en los niveles superiores, si han ido
desarrollando las herramientas necesarias en los niveles anteriores.
Esto lo tiene muy claro nuestro autor. Filosofar no equivale sólo a
expresarse, a comunicarse con otro, a defender una tesis. Como
insiste Brenifier, el discurso filosófico ha de ser “un tipo de
discurso que se entiende a sí mismo, se contempla a sí mismo y se
elabora de una manera determinada” (p. 40). Por eso llama la
atención sobre ciertos límites en los intercambios habituales, que
por complacencia o por no saber cómo afrontarlo mantienen un nivel
muy pobre de exigencia filosófica, recurriendo con facilidad a la
mera asociación de ideas y, en el contexto escolar, terminando el
profesor las frases de sus alumnos y felicitándose porque, por fin,
el alumno haya hablado. No cualquier práctica es una práctica
filosófica. Para que una discusión en el aula sea verdaderamente
filosófica, en todo momento hay que “saber lo que se dice”. Para
ello, hablar cuando toca es más importante de lo que se cree
habitualmente: de esta manera, pensar se convierte en un acto
voluntario y consciente de sí mismo, algo que no es tan fácil
(basta que preguntemos al niño o a un adulto que repita lo que acaba
de decir); con esta instrucción tan sencilla se le está pidiendo
mucho, pues se le pide que cuide de sí mismo, al tener que cuidar lo
que dice y cómo lo dice, para que le comprendan, y todo ello hacerlo
en el momento oportuno; si convertimos esta exigencia en un ejercicio
en sí mismo que le lleva al alumno a comprometerse en un diálogo
consigo mismo y a no repetir impulsiva y mecánicamente lo que ha
oído por ahí. También es muy importante para poder filosofar en el
aula, la posibilidad de desarrollar las ideas sin prisas, sin
la impaciencia del profesor o de otro compañero que tiende a
terminar las frases de su interlocutor, como se ha dicho; hay que dar
tiempo suficiente para que el otro acabe su trabajo sobre sí mismo y
su pensamiento; aunque muy bien el profesor puede, y es necesario,
ayudarle a salir del callejón de salida enseñándole a identificar
el problema y a pedir ayuda a otros compañeros para solventarlo. Un
requisito crucial es no dejarse atrapar por “el zumbido de un
enjambre de avispas” (Hegel) en que se puede convertir la clase,
donde apenas es posible distinguir nada; la discusión podrá así
ser muy amistosa o muy entretenida, pero ¿será filosófica?, se
pregunta Brenifier; ni la sinceridad, ni la profundidad de lo que se
dice podrá constituir pensamiento, sino la clarificación del
proceso mismo del pensamiento, que permite distinguir entre
aquellas personas que son conscientes de sus propias carencias y
aquellas que prefieren ignorarlas. Y a esto debe contribuir el
filosofar. Afirma Brenifier que ante la exigencia de la verdad, la
realidad, la eficacia, la claridad…, todo discurso puede estar
limitado, distorsionado, puede ser contradictorio, incompleto confuso
o falso, y esto hay que clarificarlo como condición previa. Pedirle
al alumno que califique su discurso, es decir, que diga lo que
va a hacer con sus palabras y solicitar ayuda de sus compañeros para
comprobar si lo cumple, localizar las palabras clave, la proposición
principal, resumir el propio discurso, resaltar la idea fuerte que
nadie ha dicho y que está presente, por qué decimos lo que decimos,
cuáles son las ideas en disputa, como se relacionan, qué
contradicciones puede haber entre ellas, qué desconoce nuestro
discurso… todas estas tareas nos ponen en el camino para aprender a
filosofar, que es aprender a pensar. No es suficiente tener ideas y
expresarlas.
Óscar Brenifier describe con bastante detalle cómo puede
concretarse esta práctica del filosofar cuando llevamos a cabo la
tarea con niños de distintas edades para que sea un ejercicio
filosófico factible y haga posible “saber lo que se dice”. Y no
son unas situaciones educativas sobre las que teoriza Brenifier, sino
que están extraídas de su propia experiencia educativa.
Primero, hemos de ser capaces en el aula de trabajar la opinión,
“moldearla como la arcilla” y conseguir que salga de su estado de
“evidencia petrificada”, que se transforme al confrontarse con lo
que no es. Seguro que habrá resistencias, de ahí que insista
tanto Brenifier en crear en la clase un marco formalizado y
artificial: hablar cuando toca, por turnos, que evita que se produzca
la batalla campal y la crispación propia de la precipitación
(tomarse un tiempo es preciso para el filosofar); para ello, viene
bien provocar cierta teatralización del proceso, que nos permita
singularizar cada turno de palabra, pedir que cada uno intervenga
para todos, lo que evita que haya grupos y dispersiones; también
permite la objetivación, el distanciamiento y el metalenguaje, y así
podemos huir mejor de una “visión consumista del discurso” donde
la palabra se trivializa y se despilfarra porque parece que no cuesta
nada, olvidando la importancia de “pesar las palabras”, elegir
con cuidado las ideas y los términos que desea emplear. “En
resumen, gracias a otras perspectivas diferentes a la nuestra y al
principio de no contradicción, se produce un efecto de espejo que
nos ayuda a ser más conscientes de nuestros presupuestos, de
nuestros puntos ciegos y de nuestras contradicciones” (p. 33).
En segundo lugar, lo mismo que pensar es dialogar con nosotros mismos
y para eso hay que saber lo que decimos, de igual forma cuando lo
hacemos con otra persona hay que saber lo que ella dice. Para
responder al otro de verdad necesitamos escuchar y entender lo
que dice “el extranjero” que es ese otro. Así no repetiremos
simplemente lo que él dice, podremos comparar adecuadamente sus
respuestas con las nuestras y estaremos capacitados para responderle
si surge un problema o un desacuerdo. Con el objeto de facilitar este
ambiente y atraer la atención de todos, el animador preguntará
periódicamente si alguien está de acuerdo con lo que ha dicho
mengano, sobre todo si es original o provocador. También preguntará
a quién le ha gustado tal o cual idea o a quien no, es decir,
desplegará procedimientos para favorecer la pluralidad de
perspectivas y que cada uno de los participantes sea capaz de
distinguir sus propias ideas respecto a las de otros, sus pares, el
grupo o cualquier autoridad. Evitamos así caer en la superposición
de opiniones, sin tiempo para pensarlas, quedarse en un sí o un no,
sin más ni más, y favorecer la concentración y la memoria, que el
animador forzará a emplear periódicamente.
En tercer lugar, nos recuerda Brenifier, que las opiniones son
tenaces y el hábito de “pensar antes de hablar” no es fácil de
adquirir, de ahí que en muchas ocasiones no sea suficiente el
procedimiento formal de la escucha. Pero puede completarse con otro
que es muy eficaz: preguntarse unos a otros. Antes de pasar a
otra opinión dejamos un cierto tiempo para las preguntas. El
participante deberá comportarse como si fuera Sócrates, y entre
todos profundizar y estudiar cada idea que se formule. Dice Brenifier
que todos comprobarán con sorpresa, una vez que han sido capaces de
distinguir entre una pregunta y una afirmación, que es más difícil
preguntar que afirmar. Porque una pregunta debe ser una verdadera
pregunta: una interrogación, que contiene lo que llamaba Hegel una
“crítica interna, es decir, un examen de la coherencia de un
discurso y una solicitud de esclarecimiento de sus supuestos
iniciales”. Está inspirado también este trabajo en el principio
de “ascensión anagógica” de Platón, inscrita en el método
socrático: “el interrogado irá dándose cuenta de los límites de
sus afirmaciones y de sus contradicciones implícitas, confrontación
que le ayudará a reconsiderar su posición, siempre y cuando haya
sido capaz de entrever los presupuestos que permanecían invisibles”,
cuando descubre una “unidad paradójica, sustancial y primera que
oscurece la multiplicidad dispersa de las palabras”. Pero la
pregunta debe tener en cuenta al máximo los mismos términos del
discurso del otro y adherirse a su estructura y elementos; la persona
que escucha la pregunta no puede saber cuál es la opinión del que
está preguntando. Este ejercicio posee muchas bondades para el
desarrollo de la discusión e incluso para el que pregunta, que se
descentra de sí mismo al preguntar.
Aprender a leer es también fundamental, ya sea un texto ya
sea un interlocutor. Muchas veces lo que impide la lectura o la
escucha auténticas es no aceptar los conceptos del otro, más que el
no comprenderlo (como no se está de acuerdo, el texto carece de
sentido). No será capaz de preguntar al texto y acabará
desarrollando sus propias ideas al margen del él. Esta situación
típica, podemos evitarla simplemente pidiéndole que resuma lo
esencial de lo que ha dicho el otro, en una sola frase, si es
posible. Pero, lo mismo ocurre con la persona a quien se
pregunta. Será suficiente preguntarle a qué pregunta está
respondiendo y se dará cuenta de su comportamiento, pues no se
acordará de la pregunta formulada o nos ofrecerá una lectura muy
imprecisa o sesgada. Todo esto se debe hacer constantemente para que
en la discusión haya un máximo de concentración y precisión,
señala Brenifier. Y se pedirá constantemente tanto al interrogador
como al que responde si están satisfechos, de lo contrario habrá
que resumir, aclarar o reformular. De esta amanera, evitaremos dos
dificultades propias de dos tipos de personas (se da mucho en los
adolescentes): el que funciona con un esquema mental demasiado
conciliador y el que lo hace con una perspectiva demasiado personal y
conflictiva.
En quinto lugar, Brenifier no olvida la importancia, en este tipo de
prácticas, de la dimensión lúdica. Ya que el ejercicio
exige mucho de los participantes —una cierta alienación, pues en
el fondo supone “una pérdida de uno mismo en el otro”—, el
animador ha de tener mucho tacto y no exigir igual a todos los
participantes: empujarles un poco si hace falta, o bien ayudarles y
animarles, según el caso. El humor es muchas veces una “anestesia
epidural” que facilita el alumbramiento de ideas. Sin esta
dimensión lúdica la presión sobre el que pregunta y el que
interroga puede ser a veces demasiado fuerte. Y se logra también
desdramatizando, indicando que no se trata de tener razón o de que
uno diga la última palabra, sino de una gimnasia, igual que con un
deporte o un juego de mesa. Otra manera de conseguir este ambiente
concentrado, pero a la vez cómodo, es presentar el ejercicio por
analogía con una comunidad de investigación: todos han de colaborar
y lo importante no es que uno se contradiga, sino saber que se
contradice; el pensamiento ha de construirse entre todos, y las
contradicciones e insuficiencias son parte del proceso mismo. Y esto
no es nada lesivo para nadie, puesto que el discurso perfecto no
existe, ni el del profesor, ni el de los alumnos.
Por último, la función del profesor ha de cambiar
radicalmente. Ahora es más bien un árbitro o un animador. Así, se
asegurará al máximo de que los pensamientos sean claros e
inteligibles, algo que comprobará por sí mismo pero también por
las reacciones de los participantes, y para ello potenciará al
máximo las relaciones entre los participantes, en lugar de ser él
mismo el que emita un juicio; además, podrá subrayar los problemas
que vaya planteando la discusión y las grandes cuestiones
filosóficas de los autores clásicos cuando éstas surjan, y también
podrá contribuir a que florezcan en el seno del grupo. Para ello
tendrá que mostrar gran flexibilidad intelectual a la hora de
identificar un problema filosófico clásico aunque esté expuesto de
modo poco claro o esquemático. También potenciará la aparición y
la comprensión de los principios lógicos y dialécticos del pensar,
pero mediante el propio debate y no únicamente de un modo teórico.
Construyendo continuamente con sus alumnos un metadiscurso evitará
los nocivos y relativistas “depende” y los “si, no; sí, no”
que no dicen nada sin las razones que los acompañen. El profesor
reticente a esta metodología, recuerda Brenifier, irá comprendiendo
que todos estos ejercicios y sus resultados desarrollan capacidades
que incluso son de utilidad para las tareas tradicionales de la clase
de filosofía, como la disertación filosófica. Sólo tiene que
“perder el miedo a equivocarse o a andar a tientas”. El profesor
y sus alumnos “podrán experimentar juntos preciosos momentos
filosóficos que los inquieten, los formen y les dejen huella”.
Repasemos con Brenifier posibles metodologías de talleres
filosóficos para llevar todas estas virtualidades a cabo.
¿Cómo convertir el
aula en un taller filosófico?
Podríamos
distinguir varios niveles de exposición sobre una práctica: a)
teorizaciones o fundamentos de una práctica, como son
muchos ensayos pedagógicos o filosóficos; b) prácticas teóricas,
o teoría para la práctica en donde se expone la base
conceptual de una práctica filosófica, en este caso; c)
procedimientos para la práctica, metodologías o
instrucciones para llevarla a cabo; y d) materiales para
aplicar directamente en clase y trabajar con el alumnado. En el caso
que nos ocupa, encontramos los fundamentos y la base conceptual de
otras obras de Brenifier, pero también nos ofrece un manantial de
herramientas y procedimientos que podríamos adaptar sin mucha
dificultad a las condiciones concretas del trabajo que vamos a
desarrollar con nuestros alumnos. Veamos esto último: una detallada
tipología de posibles talleres que Óscar Brenifier expone de modo
atractivo y claro.
El taller práctico de filosofía que Brenifier nos propone no
excluye otros tipos de discusión, puesto que más bien es la manera
de llevarlos a cabo lo que los hace acercarse más o acercarse menos
al debate o discusión formalizada como lo llama él (pp.
23-4), de cuyas características ya hemos hablado: “¿qué hay de
nuevo”?, la asamblea de clase, el debate de opiniones, la tormenta
de ideas, los ejercicios de discusión, el debate argumentativo. Él
añade, además, como tipos de talleres aptos para poner en acción
un tipo de reflexión que incita a pensar el propio pensamiento y el
de los demás, de un podo pausado, no desaprovechando el desacuerdo y
propiciando siempre la metarreflexión que es esencial en el
filosofar, los siguientes: taller sobre un tema, un texto, una
película, una situación o incluso sobre un objeto, muy indicado
para niños más pequeños. Y en relación a estos posibles formatos
de taller desglosa, como también hacía en su libro El diálogo
en clase,
distintos esquemas de discusión, que cada profesor o
profesora debería adaptar a su estilo, a sus posibilidades y las de
su alumnado en cada ocasión. En todos los casos el profesor es el
animador que cuida de estas tareas: hace preguntas a los alumnos,
permite que se pregunten unos a otros y asegura la buena marcha del
proceso, les invita a enunciar y a justificar de manera breve y
precisa sus intervenciones, valora sus intervenciones y relaciona los
diferentes turnos de palabra, suscita siempre que puedan darse
momentos filosóficos y regula el debate dramatizando o
desdramatizando el proceso.
1) El arte de preguntarse mutuamente, cuyo “principio
consiste en trabajar específicamente sobre las preguntas como
instrumento de elaboración de las ideas”.
2) Aprender a leer un texto, ejercicio que “se basa en la
idea de que uno de los fundamentos de toda enseñanza consiste en
aprender a leer, el mundo o la existencia”.
3) Contar una historia, ejercicio que “invita a los
participantes a trabajar el ejemplo a través de un procedimiento
específico de discusión y análisis que les obligue a reflexionar
sobre su enunciación, su elección, su utilización y su sentido”.
4) Preguntar a quien pregunta, permite “ejercitarse en la
interpretación de una pregunta, profundizando en los presupuestos de
su articulación, en el sentido de los términos que se utilizan y en
las problemáticas que constituyen su esencia”.
5) La corrección mutua, un “ejercicio colectivo que
consiste en evaluar en común un trabajo dado”.
Todas estas técnicas de discusión están minuciosamente detalladas
y comentadas sus singularidades y dificultades en ambas obras del
autor, con la salvedad de las dos últimas que sólo aparecen en El
diálogo en clase. Asimismo, las ejemplificaciones, en este
segundo caso, a diferencia del primero que enfatizan su aplicación a
los niveles infantil y primaria, están adaptadas al contexto de la
enseñanza con adolescentes. En La práctica de la filosofía en
la escuela primaria, añade además una serie de interesantes
variantes a estos ejercicios: el trabajo sobre los personajes (para
niños más pequeños), sobre una lista de palabras (para un grupo
difícil), sobre citas de un texto (también provechoso para un grupo
difícil), utilizando obras de arte, que sean los propios alumnos los
que animan el taller (para alumnos que les falta autonomía y les
cuesta hablar), el ejercicio de la disputa, o el de anunciar lo que
se va a decir. Aclara después Brenifier que el énfasis en la
discusión formalizada no excluye la utilización del trabajo
escrito, sino que puede integrarse perfectamente e incluso
sacársele, a través de ello, aún más partido a ambos tipos de
trabajo, el oral y el escrito. Así, el trabajo escrito puede servir
para preparar el trabajo oral y facilitarlo, continuar las
discusiones de manera que puede culminar en un texto escrito del
alumno, también puede ser una huella del trabajo realizado a lo
largo del curso, a través de la elaboración de un cuaderno de clase
o bien del alumno, o incluso, en algún caso puede ser interesante un
mayor protagonismo del trabajo escrito, realizando un taller escrito,
acerca de lo cual también aporta Brenifier algunas sugerencias muy
útiles.
En esta obra dedica una atención especial a cómo se puede filosofar
en la etapa infantil:
a) Con niños de tres años:
A pesar de las dificultades —por su edad— hay un ejercicio que
funciona muy bien, si queremos trabajar con todo el grupo (en grupos
pequeños es siempre más factible): “¿De qué queréis hablar?”.
Se expone una idea, una segunda idea, ¿es una idea nueva? Si ya se
ha dicho, ¿quién la ha dicho? ¿La persona nombrada está de
acuerdo? ¿Los demás están de acuerdo? ¿Quién sí y quién no? Se
vota. Luego, de la lista de ítems, elegir uno entre todos. Pedir si
alguien quiere decir alguna cosa sobre ello: ¿Tiene relación con el
tema? Se vota, y así se sigue adelante.
b) Con niños de cuatro años:
Ya se puede trabajar más fácilmente con media clase, al menos. No
olvidar su nivel de desarrollo intelectual, pues seguramente no les
resultará fácil hablar, pero se les puede introducir poco a poco,
evitando en lo posible utilizar el pronombre indefinido o el plural
siempre que se pueda, y más bien ir recurriendo, según las
dificultades, a la formulación en singular e ir haciendo alusiones a
alguien concreto y real.
c) Con niños de cinco años:
Aquí ya se tendría que poder discutir con el grupo completo
bastante bien. Se les puede iniciar en el trabajo de justificación o
argumentación, a través de la superpregunta, a la que hay que
acostumbrarlos ya: ¿Por qué? Sacándolos del fácil “porque me
gusta” o del “porque sí”, o salidas semejantes, con ayuda del
grupo. Si hay dificultades en el caso de algún niño, un truco es
darle una razón absurda. Y si hay mucha dificultad —pero hay que
intentar evitarlo— se le puede dar una lista de posibles razones.
Respuestas que hay luego que comparar y confrontar.
Recogemos un ejemplo de diálogo, que transcribe Brenifier, y que
permite salir al paso de las dificultades con el porqué:
—Por
qué quieres un postre?
—No
sé.
—¿Para
jugar?
—Sí.
—¿Juegas
con el postre?
—No.
—Entonces,
¿quieres un postre porque quieres jugar?
—No.
—¿Por
qué quieres un postre?
—No
sé.
—¿Es
porque tienes sed?
—Si.
—Si
te doy agua, ¿te estoy dando un postre?
—No.
—¿Por
qué quieres un postre?
—Porque
tengo hambre.
¿Qué se aprende con
la filosofía?
Hoy
está de moda hablar de “competencias educativas”. Incluso viene
recomendado desde Europa, como un modo de hacer frente a la
irrelevancia social y personal en que puede haber caído la enseñanza
tradicional. No se trata ya de saber, sino de saber hacer, lo
que se consigue si tú has incorporado a tu vida determinadas
destrezas que puedes llegar a usar en cualquier contexto, más allá
del estrictamente escolar. Y esto es, en efecto, lo que defiende la
concepción de la filosofía como una práctica en relación a la
propia filosofía. Pues, parte de una comprensión de la misma como
un modo de vida
que tenga algo que decir en el mundo que vivimos, ya desde el propio
contexto educativo. Aunque hay que recordar que ni esta propuesta
didáctica de la filosofía ni esta forma de entender a la filosofía
misma es nueva en absoluto. Y tampoco lo es la pretensión pedagógica
de enseñar a través de competencias, aunque se presente
habitualmente como una innovación pedagógica y una necesidad
actual.
Óscar
Brenifier le dedica bastante atención a las competencias y a las
capacidades asociadas a ellas, que a partir de este modo de trabajar
en clase puede adquirir el alumnado. Y lo más singular de esta
metodología filosófica es que está vinculada a habilidades básicas
de otras materias o áreas habituales del conocimiento, por ejemplo
competencias en los ámbitos lingüístico, lógico, o bien referidas
al desarrollo social y personal del alumno. De hecho las virtudes del
trabajo filosófico ya han sido resaltadas a nivel internacional por
la UNESCO .
Y lo más importante de la propuesta de trabajo de Brenifier es que
no se trata de competencias y capacidades que se enuncien alegremente
o se superpongan sin más a unos contenidos, sino que se desprenden
de su misma práctica, es decir, que se logran practicando los
ejercicios mismos propuestos.
Según
Brenifier, el filosofar está vinculado a tres dimensiones
específicas, de las que se derivan capacidades de tipo intelectual
que llevan a pensar por uno mismo. Esto es: expresar lo que
pensamos sobre algo; precisar nuestro pensamiento para que nos
comprendan; ser conscientes de lo que pensamos, las implicaciones y
consecuencias de lo que pensamos; trabajar sobre estos pensamientos y
estas palabras para satisfacer las exigencias de claridad y
coherencia; enfrentarse al otro, su pensamiento, lo que está
diciendo, que debemos asumir para reformular el nuestro. “Ningún
discurso sobre natación puede sustituir el momento de zambullirse en
el agua y ponerse a nadar” (p. 15). En segundo lugar, se
desarrollan determinadas capacidades a través de la dimensión
existencial para ser uno mismo: en el juego que es filosofar
en clase hay que atreverse a emitir juicios sin que sepamos con
seguridad si acertaremos en las respuestas, porque las respuestas hay
que construirlas juntos, sin que una autoridad o institución otorgue
“la verdad”; así se difumina la jerarquía entre el profesor y
sus alumnos, que ya no saben a quien obedecer (el prototipo buen
alumno), ni a quién oponerse (el prototipo del mal alumno, imagen
especular del anterior, consciente como el anterior de los mecanismos
alienantes que pone en marcha de por si la escuela, pero mucho más
cínico, señala Brenifier). “No queda más que implicarse y
comprometerse en el juego, no tener miedo a equivocarse, ser uno
mismo y ser conscientes de nuestras limitaciones, evitando tanto la
complacencia de la glorificación de uno mismo como el desprecio
personal” (p. 17). Y, en tercer lugar, la dimensión social que te
hacer ser pensando con los otros conlleva otro grupo de
capacidades que ha de expandir la escuela más allá de sí misma,
cuando el alumno se incorpore a su vida diaria. Toda actividad
escolar implica un proceso de socialización, pero la discusión
filosófica es ella misma socialización en el sentido siguiente:
crea una situación en la que la dramatización fortalece la relación
con otras personas y a la vez la propia relación social que se
establece puede ser objeto de análisis.
A
continuación repasamos rápidamente las competencias a las que se
refiere Brenifier. En este largo capítulo de su libro describe cada
una en detalle e incluye por lo general algún ejercicio específico
para desarrollar cada una:
a)
Competencias intelectuales (operaciones del pensamiento):
ralentizar el pensamiento: necesario para hacer callar el barullo
exterior e interior; simplificar el pensamiento; pasar de la idea al
ejemplo y del ejemplo a la idea; tratar a las ideas como hipótesis;
saber decir y saber preguntar, y que lo uno conlleva a lo otro;
pensar simultáneamente la afirmación y la objeción; argumentar:
encadenar adecuadamente razones o argumentos; desarrollar el arte de
hablar bien (retórica); saber cribar lo igual y lo diferente; amar
el problema: aprender a problematizar; aprender a reformular: asegura
que estamos ante una verdadera discusión y no una sucesión de
monólogos; aprender a juzgar: contra el lugar común de nuestra
época de que no debemos juzgar a los demás; calificar para
identificar y profundizar; manejar categorías y trascendentales
filosóficos de nuestra tradición; pasar de la narración a la
metanarración: de lo que la historia dice a lo que quiere decir con
ello; distinguir lo esencial de lo accidental; aprender a definir;
conceptuar; relacionar ideas; el trabajo lógico, que les hace entrar
en el universo de la forma, antes que del contenido; el uso de la
dialéctica de un modo abierto: tesis, antítesis y síntesis, pero
sin abusar del tercer momento; disfrutar la faceta conflictiva de
toda conclusión y su dimensión estética.
b) Competencias psicológicas: ralentizar el
pensamiento; distanciarse; descentrarse; trabajar la subjetividad;
apropiarse del conocimiento, que es producido por ellos mismos;
autonomía; desligarse del “quiero decir”, que aspira a la
formulación perfecta; rehabilitar y disfrutar el problema; el
desdoblamiento, como consciencia de sí mismo y del mundo.
c) Competencias sociales: reconocer el estatus del otro;
relacionarse con el grupo; la responsabilidad y corresponsabilidad
con el trabajo del grupo en su conjunto; aprender las reglas a través
del funcionamiento mismo de éstas; aprender a pensar juntos.
¿Cómo llevar la
filosofía a tu aula?
En las últimas páginas de su libro, Brenifier incluye interesantes
anexos que ayudan al profesor a poner en práctica este arte del
filosofar: preguntas útiles para el desenvolvimiento del taller en
que se convierte la clase, cómo filosofar con antinomias (utillaje
precioso para el desarrollo del pensamiento), reglas de juego de la
discusión filosófica, recomendaciones al profesor y un resumen muy
recomendable de su práctica en el apartado “Acceder a la
ignorancia”. También se hace cargo de las objeciones que suelen
plantearle los profesores cuando se inician en esta metodología, y
de las reacciones más habituales que este tipo de trabajo suscita
tanto en los alumnos como en los padres. Pero, aparte de las
herramientas que se aportan en esta obra para poder filosofar en
clase y el efecto que produce su estilo claro y directo, profuso, a
veces, pero contenido a la vez cuando trata de los fundamentos de
esta práctica, mostrando más que demostrando, efecto psicológico
que ayuda al lector y al profesor que va leyendo el texto a cambiar
de chip y a comenzar a pensar que todo esto es posible —que es
posible filosofar y no solamente aprender filosofía—, aparte de
todo ello, que ya en sí mismo es muy valioso, Brenifier se encarga
de plantear muy nítidamente en su texto lo que no es genuinamente
filosofar. Y lo hace de tal modo, tan directo y elocuente, que
puede hacer sonrojar en algunas ocasiones incluso a aquellos que
llevan ya un tiempo intentando filosofar con sus alumnos en sus
clases. Pues, como decíamos al principio de este trabajo, la clave
está ligada no simplemente a ayudar a pensar a nuestros alumnos,
sino que es muy importante que les enseñemos, practicándolo, a
pensar el pensamiento —esa actividad cuasi divina, que
Aristóteles nombró como “noésis noeséos”—. Esto nos lleva
directamente a discutir una serie de inconvenientes que pueden estar
en la mente del profesor, al que se le está proponiendo dar una
vuelta de tuerca más a su trabajo con el pensamiento de sus alumnos.
¿Este tipo de diálogo en clase es un procedimiento forzado,
teledirigido, artificial? En cierto modo sí, pues en la vida
cotidiana rara vez aparece un contexto propicio para la reflexión y
la metarreflexión. Pero, si forzamos esto un poco en un contexto
adecuado, los frutos que se obtienen redundarán en una mayor y más
rica penetración de nuestro pensamiento cotidiano. Según Brenifier,
el filosofar no es un ejercicio natural de expresión, es un
ejercicio de reflexión para que el niño descubra sus propios
procesos mentales poniéndolos a prueba. Ahora bien, hay que procurar
siempre que el trabajo lo haga el grupo y no el profesor, que
realizará un papel más bien de mediador.
¿Estamos privilegiando más la forma que el fondo, más que el
contenido? Para responder, primero habría que preguntarse qué valor
puede tener una idea del alumno si la ha tomado de otros, si sólo
repite lo que oye en clase o en su casa, aunque sea esto muy
agradable para los adultos, dice Brenifier. A través de las
preguntas aseguramos que un discurso se asume plenamente, su
contenido, consecuencias e implicaciones, así también se muestran
los límites de una idea poniéndola a prueba. La verdad es que no
son separables, el contenido y la forma, pero si aspiramos a obtener
un contenido coherente y un pensamiento propio, trabajar la forma
es crucial. Y si algunos pedagogos piensan que es pronto para todo
esto, insiste Brenifier, la experiencia del trabajo con niños
muestra que no es así en absoluto, ya desde las primeras sesiones.
La imaginación, la espontaneidad, ¿está suficientemente destacada
en esta metodología? No está para nada ausente, sólo está
gobernada de manera que puedan florecer buenas ideas —no cualquier
idea—, profundas y útiles. Esclarecer el problema, la búsqueda
del esteticismo del problema, está bien, es necesario —se puede
también objetar—, pero, ¿nos quedamos, entonces, sólo en la
apreciación del problema? Y no es así, porque sin este paso previo
ninguna respuesta pensada tendrá nada que decir, ningún interés
contendría, ni progreso alguno permitiría. Ocurre individualmente
dicho progreso, claro, y esto es valioso en sí mismo, pero mucho más
productivo y atractivo es que aparezca en el seno de la discusión
del grupo. En realidad, todas estas herramientas no son más que un
medio para que la persona sea capaz de producir sus propias ideas que
le ayuden a aprender a vivir mejor. ¿Y no se privilegian las
habilidades lógicas, descuidando las capacidades psicológicas y
emocionales? De ninguna manera, están muy presentes. Basta asistir a
algún taller para notarlo. El trabajo filosófico propuesto por
Brenifier desarrolla capacidades que son ingredientes del vivir
consciente y de la vida sana: el descentrarse para centrarse, pararse
a pensar, distanciarse para ser autocrítico, pensar por uno mismo,
etc.
Aunque todo esto siguen siendo meras herramientas, podría objetarse
después. ¿Puede el trabajo que se realiza en clase llegar muy
lejos, o esto es ya una tarea individual? Las tareas que se pueden
desarrollar en clase obviamente poseen limitaciones temporales. Ahora
bien, preparan el trabajo individual y la profundización posterior.
Y lo más importante: lo predisponen para un trabajo más rico, más
riguroso, más extenso, más autónomo y más crítico.
Finalmente, puede el lector preguntarse: ¿Cómo llevar la filosofía
a mi aula con mis alumnos? La propia naturaleza de esta metodología,
recuerda Brenifier con insistencia, conlleva un tempo lento,
mucho trabajo en sucio, perder el miedo a retroceder, a la
incertidumbre, a equivocarse, al vacío, salirse a veces del programa
oficial o no acabarlo a tiempo. De ahí la importancia de comenzar a
aplicarla gradualmente, poco a poco, en la medida en que nos vayamos
viendo más capaces, y en la medida en que va funcionando con
nuestros alumnos, aquello que va funcionando mejor. Una buena
estrategia inicial es usarla a modo de dosis o ráfagas en el
interior de las clases habituales, hasta que progresivamente pueda
convertirse en el centro de la clase. Esto no quiere decir que
únicamente trabajemos de esta manera. Se puede alternar con el
trabajo corriente, o incluso mejor, hacer depender a éste de la
discusión en la clase, a modo de preparación activa y participativa
de los contenidos de la materia. Está claro que si lo hacemos así,
sin la obsesión de estar a todas horas trabajando de esta manera,
otros profesores y en otras materias, tradicionalmente alejadas de la
filosofía, podrían llevarlo a cabo fructíferamente y beneficiarse
de las habilidades del pensar juntos. Pues el trabajo sobre el propio
pensamiento y el de los demás, que es a la vez un trabajo de
comprensión y discernimiento del mundo en que vivimos no es
exclusivo de la clase de filosofía, como no podía ser de otra
manera.
Obras de Óscar
Brenifier en castellano:
-El
diálogo en clase, Tenerife, Ediciones Idea, 2005 (edición
original 2001, traducción, prólogo y notas de Gabriel Arnaiz).
-Filosofar
como Sócrates. Introducción a la práctica filosófica,
Valencia, Diálogo, 2011 (edición de Gabriel Arnaiz).
-La
práctica de la filosofía en la escuela primaria, Valencia,
Diálogo, 2012 (edición original 2007, traducción de Gabriel
Arnaiz y Felicidad Martínez-Pais).
-Colección:
Aprendiendo a filosofar, Valencia, Ediciones del laberinto,
2006 (material didáctico para educación secundaria y
bachillerato).
-Colección:
SuperPreguntas, Editorial Edebé, 2006 (material didáctico
para educación primaria y secundaria).
-Colección:
Ninon, Proteus Editorial, 2008 (formato de comic para que los
padres puedan ayudar a sus hijos con sus preguntas).