Café Filosófico en Castro del Río 6.8
30 de junio de 2023, Peña Flamenca Castreña, 20:00 horas
Martin Luther King
¿Qué es la buena convivencia?
De entre los temas propuestos en la tórrida tarde castreña del 30 de junio, en la ya acostumbrada Peña Flamenca, se llevó la palma el dedicado al análisis de la convivencia: ¿qué es la buena convivencia? La pregunta se nos antojaba algo redundante pues, los allí presentes, no concebíamos que una relación mutua que no fuese buena pudiera ser calificada de convivencia; sin embargo, como se apuntó que bien podrían darse relaciones entre dos o más personas –ya sean de pareja, entre compañeros de trabajo, etc.- en las que dominara un mero soportarse mutuo y forzado, se convino el mantener el calificativo de buena en la pregunta sobre la convivencia, para resaltar nuestra intención de aspirar a un nivel más elevado e íntegro a la hora de vivir-con (que no otra cosa significa convivir) otras personas. A la pregunta anterior habría de añadirse otra para tratar de articular nuestra investigación conjunta: ¿por qué, a menudo, resulta tan difícil convivir?
Ya planteado el tema, una participante –bien curtida como el resto del grupo en el campo de batalla de la convivencia- se apresuró a defender que “la clave fundamental de toda buena convivencia es el respeto mutuo”. Otro de los asistentes, tomó la réplica para defender que el fundamento de la convivencia no reside tanto en el respeto hacia la(s) otra(s) persona(s) como en el respeto a unas normas básicas que, previamente, deben haber estado consensuadas. ¿Tiene prioridad entonces el respeto a las personas o a las normas que regulan la convivencia? El conflicto sale en este punto a relucir y el diálogo parece caldear los ánimos por momentos. ¿Puede hablarse de convivencia –o de buena convivencia- cuando las normas resultan injustas para alguna de las partes? ¿Son lícitas esas normas? Según uno de los participantes, todas las normas son lícitas siempre que se hayan consensuado y aceptado previamente. En este punto el moderador cita a modo de ejemplo el documento privado con las abusivas condiciones que el físico Albert Einstein impuso a su primera mujer Mileva como requisito para continuar viviendo en el domicilio familiar. Una de las participantes se revuelve: “lo primero debe ser el respeto a la persona y, en todo caso, en toda convivencia hay unas normas implícitas que deben inculcarse mediante la educación”. “¿Puede haber acuerdo a la hora de consensuar las normas –pregunta otro asistente con mucha intención- si previamente no hay respeto entre las personas?” Nos parece claro que es importante respetar las normas de convivencia pero, no obstante, estas normas no son un fin en sí mismas sino que su sentido es precisamente garantizar una convivencia justa entre las personas: dar prioridad a las normas por encima de las personas sería como poner el carro delante de los caballos. Al consenso alcanzado, apostilla uno de los asistentes que el fundamento para toda buena convivencia se cifra en el amor (la “querencia”, dice) al otro.
La cuestión del respeto iba a necesitar de una labor de desenredo y clarificación teniendo cuenta las confusiones que se manifestaban. ¿Qué es lo que debemos respetar: a las personas o a sus actos o ideas? ¿Puede haber tolerancia si previamente no hay respeto? Uno de los filósofos cafeteros dice que “todas las opiniones son respetables” y otra compañera comenta que “no respeto a alguien que me ataque por mis valores e ideas”. El moderador tira entonces de ironía socrática para plantear al grupo su intención de propinar una paliza a algunos de los participantes por ser de otro pueblo, algo que dice no parecerle bien: ¿es respetable esta opinión? ¿Sería respetable este modo de proceder? Tras unos titubeos iniciales (habría que conocer tus razones, etc.) esta forma de pensar acaba por resultar a todos inaceptable de manera evidente. La compañera que dice no respetar a quien le ataque por sus ideas, reconoce que lo importante no es el ataque a sus ideas sino a su persona (el no sentirse ella respetada). Poco a poco emerge la comprensión de que no debemos confundir a las personas con las ideas o valores que, en un momento dado defienden. Precisamente, es esta identificación de las personas con sus opiniones, creencias, valores o actos una de las claves que nos permite comprender por qué nos resulta tan difícil convivir. Salta a la palestra el ejemplo de los hinchas radicales de un equipo de fútbol: su identificación con su equipo es tal que cualquier crítica o cuestionamiento de su equipo es valorado como algo personal, como una crítica o cuestionamiento de ellos mismos, lo que desencadena actitudes y respuestas de intolerancia y agresividad (literalmente y considerando su identificación, les va en ello su ser). Sin embargo, la hostilidad de un aficionado radical a un equipo hacia los adversarios se nos ofrece como algo irracional pues, si no hubiese otros equipos, el juego del fútbol no sería posible. Nos parece mucho más sensato alimentar una rivalidad sana y meramente deportiva, que permita a los aficionados al fútbol disfrutar y divertirse con un buen encuentro de fútbol, en armonía con los aficionados rivales. “La discrepancia es buena”, añade una de las asistentes, sabedora de que la intolerancia es fuente de dogmatismo y acaba con esa riqueza propia de la diversidad. “Convivir –se dice- es algo que se hace con las personas no con las ideas, valores o creencias”. Abundando en la capacidad de distinguir entre una persona y sus actos, uno de los filósofos de aquella tarde nos pone el ejemplo de una persona que comete un crimen fruto de un estado esquizofrénico. “¿Hemos de condenarlo irremisiblemente o comprenderlo?”-se pregunta. Y añade: “¿Debemos creer en la reinserción de personas que comenten malos actos?”. Para él no hay lugar a la duda, dice que “hay que creer siempre en las personas”, algo en lo que resuena la sentencia bíblica que nos encomienda condenar al pecado pero no al pecador y también la máxima spinoziana de comprender antes de condenar. Otro de los integrantes (discípulo de Sócrates infiltrado en el grupo), propone, a modo de recapitulación y resumen tres importantes aclaraciones sobre lo dicho: una cosa es comprender un determinado acto y otra muy diferente es justificarlo, no debemos confundir el respeto a una persona con estar de acuerdo con ella (con sus ideas, creencias, valores, etc) y, por último, no caer en la confusión que supone identificar a una persona con sus actos. Seguro que, de evitar estas confusiones, la convivencia será un ejercicio menos complicado de lo que a menudo nos resulta.
La conversación continúa con un ejemplo extremo propuesto por uno de los asistentes: ¿puede hablarse de buena convivencia en el caso de una pareja en el que uno de los dos, por estar enamorado, acepte y tolere sufrir abusos por parte del otro? Y, ¿qué diríamos si esa relación tóxica es el resultado de una patología genética o de una circunstancia personal (por ejemplo, el haber uno sufrido abusos en el pasado). ¿Somos realmente libres de elegir respetar a otra persona o estamos determinados genética o culturalmente? La cuestión parece desviarse del tema inicial y el tiempo apremia, quizás sea un tema apasionante para otra tarde de café y filosofía. Sin embargo, volviendo al tema de la convivencia, el compañero que propuso el anterior ejemplo parece tenerlo claro cuando es interrogado: no puede hablarse de amor cuando se trata de una relación en la que uno de los afectados sufre un daño. “No se debe llamar amor –añade otra participante- a la sumisión o dependencia. No se trata en este caso de amor, sino de miedo”. Todos hemos convenido anteriormente en que la clave de una buena convivencia es el respeto hacia el otro, ahora bien, dicho respeto, si es profundo, no puede provenir de otra fuente que no sea el reconocer en el otro la valía intrínseca e inalienable que encuentro en mi propio fondo. Dicho de otra manera: no puede haber respeto a los demás si, previamente, no me valoro y respeto a mí mismo. Una conclusión compartida aquella tarde, muy cercana a esta hermosa cita de Joel Osteen, que quizás pueda servir de colofón y cierre para toda una temporada de encuentros filosóficos: “Si no puedes convivir contigo mismo, entonces nunca podrás convivir con otras personas”.
Alfonso J. Viudez Navarro
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