Marc Sautet au Café des Phares (Paris 1994) Photo: Wolfgang Wackernagel

jueves, 26 de septiembre de 2024

¿Qué hacer con nuestra indiferencia?


Sobre la indiferencia

Café Filosófico en Torre del Mar 14.5

6 de junio de 2024, Taberna El Oasis, 18:00 horas


Homo sum; nihil humani a me alienum puto dijo el cómico latino. Y yo diría más bien, nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño. Porque el adjetivo humanus me es tan sospechoso como su sustantivo abstracto humanitas, la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo simple ni el sustantivado, sino el sustantivo concreto: el hombre.

Miguel de Unamuno


Denomino “conciencia de separatividad” a un determinado nivel de conciencia, en concreto, a un estado contraído del yo, a un estado subjetivo de aislamiento en el que nos sentimos desconectados de nuestra propia fuente, de modo que no reconocemos ni encontramos en nuestro interior, al menos de forma significativa y estable, un fondo ontológico que nos sostenga, nos guíe, nos inspire y nos proporcione un sentimiento de confianza básica.

Mónica Cavallé



¿Qué hacer con nuestra indiferencia?

Es suficiente que uno deje que las cosas de este mundo sigan su curso para ver cómo circulan juntas; que no influyamos para que reciban su influjo unas de otras. Si el animador del encuentro filosófico propuso una práctica a partir del término griego enthusiasmós, los participantes decidieron hablar de la indiferencia que muchas veces reina en nuestras sociedades. Si el encuentro permitió que salieran a la luz las pasiones confesables más propias de cada participante, la mayor parte del tiempo trataron de levantar cabeza de un magma indiferenciado. Pero de ese cóctel de contrarios emergió la actitud más adecuada para deshacer la inmunización a que parecemos estar sometidos; ante el pasotismo (que antes se decía) y la pasividad y la indiferencia, brotó el entusiasmo responsable. ¿Cómo fue esto posible? Vamos a caminar...

Las pasiones son pasivas, las padecemos, nos arrastran y somos su juguete pues se adueñan de nosotros. Éste es el sentido de la passio latina, pero también está la idea que recoge el pathos griego: una afección activa, consciente, libre. Los celos nos ciegan y nos esclavizan, pero una afición, como el deporte o la música, puede desarrollar algunas de nuestras cualidades y hacer que nos sintamos más nosotros mismos. En lugar de sufrir nuestras pasiones, entregarnos lúcida y conscientemente a ellas. Un tal enthousiasmós, que es un arrebato y un éxtasis de inspiración divina, como el arrobo de las sibilas durante sus oráculos que se diría que “llevan un dios dentro”. Pues bien, preguntó el facilitador del encuentro: ¿cuál es tu pasión consciente y libre, tu más reciente entusiasmo? Y destilaron los participantes en público sus pasiones: bailar, mi pasión está en la actitud que pongo, en el trabajo de ayuda a los demás que desarrollo, la pasión está para mí en la misma magia de la vida, en el mismo hecho de vivir, en la poesía, en la contemplación de la belleza, en las artes escultóricas, en mi curiosidad y el interés que pongo en conocer, leyendo algo que me gusta, en todo lo que hago o procuro hacer, tratando de conocerme a mí misma, comprobando cómo las personas cambian su vida con algo de ayuda, en mi telar de tapices, cuando indago en la poesía y los poetas, cuando encuentro un texto clave, con la verdadera compasión, la palabra ahimsa a mí me suscita todo eso, cuando comprendo el sufrimiento, el asombro ante el universo, el viaje y sus descubrimientos, poniendo en práctica lo aprendido... todo esto, a lo que podemos añadir tus propias pasiones más entusiastas; tuyas, no que ellas te tienen.

Muchos son los cambios, los desafíos, que nos están esperando a una velocidad que da vértigo. ¿Y qué hacemos con ello? ¿Estamos a la altura? A nuestros participantes de aquella tarde les preocupaba la tendencia hacia la indiferencia o la pasividad, sobre todo cuando se trata de situaciones injustas o de peligrosas. Quizás, lo pensaron como contraste del entusiasmo que había salido a la luz durante la preparación de la sesión. Quizás, porque habían traído ya esa percepción con ellos y con ellas. La cosa es que ahí estaba, nuestra indiferencia ante los desafíos que a menudo nos cercan y acorralan. ¿Por qué somos tan indiferentes? ¿Por qué no somos capaces de apreciar lo que está pasando, y no nos comprometemos con mayor firmeza? ¿Cuál sería la actitud más adecuada? Sobre este telón de fondo trataron de indagar. Y ésa era la impresión general, el predominio actual de la indiferencia; mirada así, a lo grueso, porque enseguida comenzaron a aparecer los contraejemplos: en algunos casos de personas u organizaciones no se observa dicha indiferencia, todo lo contrario. No se puede generalizar. Caemos a menudo en las garras de tamaña falacia. Hay individualismo, hay inacción y fatalismo, y delegamos y derivamos. Y buscamos muchas veces nuestra pura satisfacción personal, generalmente de tipo material (“vive alegre y despreocupadamente la vida”) y nos alojamos en nuestra zona de confort. Sí, pero es posible que todo esto sean mecanismos de defensa, fruto de algo más profundo: la impotencia que sentimos ante acontecimientos y fenómenos sociales que no controlamos, que no creemos que podamos llegar a controlar, que no dependen de nosotros; lo que, vivido por vidas individuales, se transforma en frustración e impotencia social. No sería, pues, la indiferencia sino la impotencia la que manda en un mundo que va muy por delante de nuestros pasos, que se escurre entre los dedos cuando tratamos de agarrarlo y empuñarlo. De manera que no busquemos culpables entre las personas que nos rodean, comprendamos qué está pasando en nuestras sociedades. El que no sean regímenes autoritarios nuestras democracias, no significa que las sentimos más nuestras, “gobiernos a favor del pueblo”. La siembra de la indiferencia y la pasividad (de lo que ya hablamos en un café filosófico anterior) busca alcanzar la cosecha perfecta para conservar de la relación actual de fuerzas: individuos cabizbajos y confusos, egocéntricos y cortoplacistas en sus aspiraciones; y para esto, ciertos medios tecnológicos están siendo la mar de eficientes.

Pero, lo que más interesaba a los participantes era: ¿qué actitud adoptamos frente a ello? Porque no estaban allí para quejarse, sino para aclararse, para comprender y comprenderse. Y propusieron ellos y ellas un cambio de rumbo: minar la base de nuestras indiferencias. Comienza por tu círculo más cercano, implicándote, de manera que, por lo que a ti respecta, contribuyas a hacer del mundo un mundo mejor; imagina muchos círculos excéntricos que van aumentando su tamaño... hasta cubrir toda la superficie. Si no hay conciencia social (que lo que afecta a muchos me afecta a mí, y que lo que me pasa a mí les pasa a muchos), vamos a ir creándola progresivamente; una reeducación que lleve a comprender que lo tuyo es también problema mío. Además, necesitamos un amplio conocimiento de lo que sucede, sin sesgos, sin desviaciones o polarizaciones, sino tratando de ver lo que hay tal como lo hay, sin tener que defender posturas; esto es un trabajo de todos, no se trata de que otros sean los que nos cuenten o nos informen... buscar nosotros la información. No dejar, en general, que otros piense por nosotros, que actúe por nosotros. A esto lo llamaba Immanuel Kant, simplemente, llegar a ser un ciudadano ilustrado. Necesitamos, los ciudadanos de a pie, recrear y mantener buenos foros de intercambio de experiencias, ideas, acciones. Algunos dijeron que este diálogo filosófico lo era. Pero es tan raro hoy día...

Sin embargo, este plano social de actitudes que conlleven nuevas acciones, desconocidas en los últimos tiempos, no podrá materializarse sin un cambio de rumbo en los propios individuos, en su interior, en sus modos de ver y más adentro todavía, sin la conciencia de su propia identidad insobornable, como personas, como seres humanos. Por aquí dijeron que habría que empezar, por nosotros mismos. Y la clave que aportaron: autorresponsabilizarnos. Si el cambio de actitud fuera por dentro, se verían sus efectos por fuera. Y si esto sucede en un porcentaje crítico de personas, el cambio consciente, no indiferente, sería posible. Primero, he de mirarme yo: que nada en mí me sea indiferente, de lo contrario, la indiferencia hacia lo que sucede en mi interior, reaparecerá de mil formas en el exterior. Esto no significa que yo empiece a sentirme culpable por el actual funcionamiento del mundo. Esta es una tendencia también muy de nuestros días: arrojar el peso de toda la responsabilidad sobre el individuo, para que éste, ante su manifiesta impotencia, decline hacer nada y se evada y sustituya y compre y tenga y crea que, de ese modo, se tiene más y mejor a sí mismo. De esta manera, la armonía y la cordialidad que uno no encuentra en sí mismo, tiende a buscarlas fuera y, si no lo logra, lo sustituye conjugando los verbos de acción conseguir, poseer, dominar, acumular y otros del mismo linaje. Entonces, así pues, volver a conectarse uno consigo mismo, con su fondo. Desenmascarar esa “conciencia de separatividad” que tanto abunda y reconocer la siempre fresca, siempre viva, conciencia de unidad en mí, un canal que me conduce directamente al encuentro y al vínculo con los demás seres. Sin culpas, sin esfuerzos o desesperanzas, recoger nuestra esencia más humana y que nada de lo injusto o inhumano nos sea indiferente, como canta Mercedes Sosa. Para interesarnos y cuidar del mundo, empezar por cuidar de nosotros mismos. Cura sui, cura nostri.





martes, 17 de septiembre de 2024

LOS OLIVOS SABIOS

Aureliano Alfonzo


Había una tierra fragosa que miraba al sol de la campiña, ese mismo sol que se encaramaba a medio día en lo alto de la sierra baja colindante. Allí, en un jardín sin cercas donde las piedras formaban acirates, vivían sesenta olivos centenarios muy respetados por los nuevos llegados al lugar. Éstos se habían instalado en la haza contigua, tejiendo marcos o hileras rectilíneas en las cuatro direcciones, bastante pegados los unos a los otros. Al principio se sentían muy contentos de haber agarrado en ese paraje; pero, conforme sus necesidades iban en aumento, las raíces de estos plantones comenzaron a competir por la humedad y los minerales, chocaban y se enredaban todo el tiempo en discusiones sin término, y se rompían en ocasiones unos a otros. Admiraban la calma de sus vecinos arrugados, el espacio que se abría entre ellos, el tiempo detenido en sus hojas verdes. Hasta el viento parecía dejarse seducir por el sosiego de sus ramas. Realmente, no entendían estos olivos jóvenes el mundo que les había tocado en suerte vivir. A menudo lanzaban preguntas en forma de aromas a aquellos ancianos tranquilos, que parecían vivir al margen de la prisa y de todo cálculo de rentabilidad. No soportaban los olivos jóvenes el estrés de la vida moderna que corroía sus ramas, la angustia que se adueñaba de ellos, empujados siempre por el imperativo del fruto rápido y la productividad. Ni siquiera mudaban las hojas cuando ellos querían: un agente químico forzaba sus ciclos, y el exceso de agua y abonos los enviciaba y envilecía. Sabían, por lo que habían oído de sus vecinos de grandes troncos retorcidos, que sus vidas serían cortas. ¡Cómo admiraban a aquellos ancianos! Continuamente, por medio de los aromas, preguntaban y preguntaban a qué se debía su buena fortuna y su longevidad. Los viejos olivos respondían a esto contando historias de otros tiempos. Como si fueran oráculos, los jóvenes eternamente jóvenes y hacinados trataban de interpretar el significado inasible de sus mensajes. «¿Por qué estamos aquí?», preguntaban. «Escuchad con mucha atención», les respondían los olivos centenarios. «Pero no tenemos tiempo», se quejaba alguno. «¡Callad!», gritaban los más interesados, que algo intuían.

Y les contaban la historia de Atenea. «Hace mucho mucho tiempo, en los albores de la civilización griega…» «¿Pero cómo sabéis eso?», interrumpía algún olivo desconfiado. «Si queréis conocer la respuesta, no debéis interrumpir. Lo sabemos por lo que nos dijo el más anciano de entre nosotros: un olivo milenario que lo escuchó de sus antepasados», repuso con paciencia el narrador mientras una de sus patas centenarias se inclinaba para amonestar con el dedo. «Cuando Atenas no tenía nombre todavía, compitieron Atenea y Poseidón para que los dioses y los hombres tomaran de ellos su nombre. Poseidón clavó en las rocas su tridente y una fuente de agua comenzó a manar de la ladera. Fueron los hombres a probarla y la sal que contenía pintó una mueca de desagrado en sus rostros. Probó Atenea después mejor suerte y, justo por encima de la fuente, hizo brotar un olivo. Comprobada la dureza y resistencia de su madera, los usos y beneficios para la salud que ofrecían sus frutos, todas las mujeres votaron a favor de Atenea, ganando el escrutinio final por un sólo voto. Desde entonces, y a pesar de la cólera de Poseidón, que consiguió de Zeus que las mujeres no pudieran votar en la asamblea y que sus hijos llevaran siempre el apellido de los padres, desde entonces, Atenea, la diosa de la sabiduría, es nuestra madre y protectora.»

Otro día un olivo nuevo preguntaba: «¿Por qué vosotros no disputáis por ser quien más sol recibe?» Y ésta fue la respuesta: «Porque a nosotros nos importa lo importante, lo que es de todos y no es propiedad de nadie, lo que está siempre presente en todo. Y eso, querido, es inagotable.» Otras veces preguntaban si vendrían tiempos mejores o si algún tiempo pasado fue mejor. A lo que solían responder: «Sólo podemos decir que en todas las épocas –y nosotros hemos pasado ya por unas cuantas– se prepara la misma comida. Pero debéis aprender a mirar. Porque en cada época hay de todo y sus límites son las posibilidades. Con esto tenéis que construir vuestro tronco y vuestras ramas.» Los más soñadores volvían siempre a lo mismo: «¿Alguna vez llegaremos a mover nuestras raíces por encima de la tierra y alzarnos sobre ella, como hacemos con nuestros aromas?» Y una mirada compasiva asomaba de las chuecas de los olivos más longevos.

Pero la pregunta que con más insistencia se repetía iba directa al origen de su sabiduría: de dónde habían aprendido a decir esas cosas que tanto les daban que pensar. Un día respondieron: «Hemos vivido mucho y hemos escuchado a los hombres más sabios de la historia. Ellos insistían en que venían a aprender de nosotros, pero éramos nosotros quienes aprendíamos de ellos. Nuestros antepasados atenienses nos contaron que una vez se acercó a nuestra sombra el gran Sócrates rodeado de un enjambre de jóvenes, pues Sócrates era así de atractivo para los jóvenes. Ese día querían saber lo que unía a todos los seres humanos. Sócrates les devolvió la pregunta, como solía hacer, a lo que un joven moreno, que estaba sentado en la segunda fila y hacía poco que acompañaba al grupo, dijo que era la sangre, pues ésta es la misma para todos los hombres del mismo linaje. Entonces Sócrates, como solía, le planteó una objeción: «¿No es roja y viscosa la sangre de todos los hombres, sean del linaje que sean?» «Así es», respondió el alumno. Y prosiguió el joven su razonamiento, pensando en voz alta: «¿Eso quiere decir que todos los hombres están unidos por la misma sangre?» «Eso es, estimado Glaucón, respondió el maestro. Pero la sangre no es más que una relación material. Dime, Glaucón, ¿qué une mejor a las almas de los hombres y les permite entenderse unos a otros?» «No lo sé, maestro.» Y los demás: «Nosotros tampoco lo sabemos, maestro. No nos dejes otra vez con la respuesta en el aire.» A lo que Sócrates dijo algo que se nos quedó grabado en el tuétano de la edad: «La palabra nos une como las raíces de los árboles de un olivar como éste. Desde entonces nos vemos y nos escuchamos unos a otros, desde aquel día comprendimos que únicamente juntos podíamos llegar a ser sabios. ¿Lo entendéis, ahora, mis solitarios olivos jóvenes?» Los solitarios olivos jóvenes miraron las chuecas de aquellos más viejos y ya no les parecían tan intrincadas ni retorcidas; ahora veían la profundidad y el vigor de sus nervios leñosos. Mirarse en los pilares de sus ramas era como ponerse delante de un espejo. Se veían a sí mismos, pero más claros y luminosos.

De esta manera acostumbraban a dialogar, sobre todo cuando al atardecer el sol iba perdiendo su fuerza cortante sobre las hojas verdes, con las que se protegían las ramas más expuestas de las copas. A los olivos jóvenes les gustaba también escuchar las conversaciones de los humanos, quienes venían a veces a hacerles cosquillas y otras a provocarles cortes y heridas. ¿Para qué hacían aquello? Nada de eso les parecía necesario para que ellos pudieran vivir y crecer. Además, el comportamiento de estos humanos era de lo más chocante: no se movían por las entrañas de la tierra sino que, desarraigados, se apoyaban sobre dos extremidades sueltas y, cuando se cansaban, echaban todo su cuerpo sobre el suelo. ¿Qué querían de ellos cuando pisaban y escarbaban a su alrededor? Lo peor era cuando traían consigo unas partes duras y afiladas que clavaban en el suelo y con las que removían la tierra, la aireaban y la secaban por dentro. ¡Cuántas veces habían oído chillar a las lombrices, antes de exhalar su último aliento! Y las semillas les decían que rompían su nicho de germinar. Nada de eso era justo. Tampoco, que pretendieran dirigir su savia, cortándoles las ramas por donde a ellos les parecía. Estas heridas les ocasionaba un tipo de dolor que los humanos ni se imaginaban. Si desarrollaran su capacidad poética, tal vez encontraran ciertos parecidos, aunque desde luego no sería lo mismo. Si bien, no tendría que hacerles falta esa habilidad: para percibir el dolor de otro basta con que sientas tu propio dolor de un modo muy consciente. Tales conclusiones extraían después de hablar durante horas con aquellos olivos viejos.

Una vez los jóvenes les preguntaron: «¿Por qué los humanos vienen a incordiarnos?» Entonces alguno de ellos solía responder –pues se turnaban para intervenir cuando, no bastando los aromas, proseguían a través de las raíces– con estas palabras u otras semejantes: «Los humanos actúan así porque ellos nos necesitan.» A lo que hasta los plantones más pequeños replicaban: «¡Pero nosotros no!» Y se les respondía: «Eso es lo que vosotros creéis, como ellos tampoco creen que nos necesiten a nosotros y a los que son como nosotros, las plantas y los animales. Nos necesitan para mucho más que cosecharnos y hacernos más rentables.» «No lo entendemos…», dijeron al unísono los olivos más cercanos. «Mirad, ya os hemos explicado que muchas cosas que sabemos, las sabemos por los humanos más sabios, esos que han llegado a conocerse a sí mismos, una proeza formidable pero sin la cual no es posible luego conocer a los demás. Y si nosotros hemos aprendido de ellos, ahí tenéis una parte de la respuesta: nos necesitamos. Esto lo comprendimos cuando escuchamos con atención el eco de las palabras del sabio Aristóteles, que nos fueron transmitidas por nuestros ancestros: todos los seres existentes buscan realizarse mediante la actualización de sus potencialidades, y llegar de ese modo a ser felices (tenéis que saber que hay muchas formas de “felicidad”, según cada clase de los seres); pero a la vez, y ésta es la magia de la vida, al tratar los seres de realizarse a sí mismos, persiguiendo su propio fin, contribuyen a mantener el orden cósmico y, en consecuencia, están ayudando a cada uno de los demás seres existentes, a realizarse también a sí mismos.»

Con frecuencia alguno de los olivos jóvenes lanzaba una pregunta en apariencia insolente: «¿Eso quiere decir que hemos de aguantar todo lo que nos hagan los humanos?» En estas ocasiones acostumbraban a responderles: «No, eso quiere decir que no hay que ser impacientes, que todos tenemos que desarrollar nuestra propia conciencia y que la nueva visión llega antes o después, nos cueste el sufrimiento que nos cueste. Los humanos tienen todavía mucho camino que recorrer junto a nosotros, las plantas y los animales. El día que comprendan esto –que ninguno de los seres se encuentra separado ni puede vivir separado de los demás– lo apreciaréis en sus rostros cuando, al subir por la pendiente de esta colina los veáis resplandecer, luminosos como nosotros»

Días después de uno de esos coloquios, subían por la pendiente dos hermanos mozalbetes. Uno llevaba una azadilla, el otro una hachuela. Venían a quitarles a los olivos los bigotes o las varetas (como llaman a esos brotes que salen de sus pies) para que nada de su savia se desvíe y puedan recoger así buenas aceitunas, que luego se transformen en ese oro líquido que los humanos llaman “aceite de oliva virgen extra”. Los hermanos querían, de ese modo, ayudarles. O eso pensaban. Porque ellos, los olivos viejos, ya sabían, y los jóvenes empezaban a sospechar cuál era la verdad: que los humanos les ayudan en la medida en que se ayudan a sí mismos; cuando aprenden a respetarlos y no se proponen aumentar la producción a toda costa. Cuando no pretendían hacerlos “mejores”. «¡Qué petulancia ciega e insolente!», murmuraban para sus adentros incluso los olivos más jóvenes. Por lo visto, su padre había mandado a los dos hermanos a la vieja mata de los olivares a una hora muy temprana, sin admitir excusas, para aprovechar la frescura del aire cuando el sol comienza a saludar las haraperas de sus ramas. «Papá, tengo mucho sueño, anoche me acosté muy tarde.» «Niños, a quien madruga dios le ayuda: uno que madrugó, un bolso se encontró.» «Por favor, papá, más madrugaría el que se le perdió.» «Hijo, madrugar es de buenos.» «Más prefiero ser malo y estarme quedo.» Y dicen que los olivos de aquella vetusta ladera vieron llegar esa mañana a los dos hermanos mozalbetes que, muy despiertos, aprovechaban la frescura del aire, cuando el sol comenzaba a saludar las haraperas de sus ramas.

Escrito por Diotima

lunes, 16 de septiembre de 2024

¿Cómo se facilita la creación?


Sobre el proceso creativo

Café Filosófico en Vélez-Málaga 14.4

24 de mayo de 2024, Fundación Eugenio de la Torre, 18:00 horas


Es como si no fuera el pintor quien mira, sino que hay algo

que mira a través del pintor, y ese algo se queda en el cuadro

y habla calladamente a través de él.

Jon Fosse


Todo gran poeta poetiza sólo desde un único Poema.

La grandeza se mide por la amplitud con que se afianza a este

único Poema y hasta qué punto es capaz de mantener

puro en él su decir poético.

Heidegger


Dejar de ser para dejar ser.

Schelling



¿Qué facilita la creación?

Estábamos reunidos en la terraza de la Fundación Eugenio de la Torre, con vistas al antiguo mercado de Vélez-Málaga, en el que también pudimos llevar a cabo hace unos pocos años nuestros encuentros filosóficos. Un espacio singular, de arte y pensamiento nuevos, donde artistas de variada estirpe pueden convivir y exponer sus obras. Agradecemos la invitación para filosofar juntos. Y nada mejor que tratar el tema que tratamos: el proceso de la creación artística. Era irremediable, dado el sitio y la adscripción artística de la mayoría de los participantes.

Un texto de nuestra querida María Zambrano, que nos sirvió de antesala, aclaraba la cita aproximada del cartel anunciador de este Café filosófico. Un cartel que presentaba otro enigma: la imagen de un pelador de pollos. ¿Qué tendrá que ver un pelador de pollos con la filosofía? Lo cierto es que los caminos asociativos del pensamiento son insondables y la filosofía, cuando se practica, no hace ascos a nada. Un pollo desplumado arrojó el viejo Diógenes de Sinope, el cínico, dentro de la Academia de Platón, diciendo: “Ahí tenéis al hombre de Platón”; según la definición del ser humano dada, al parecer, en alguna de sus sesiones: “Animal bípedo implume”. Aquella performance, al puro estilo kinikoi, dicen que obligó a modificar dicha formulación, añadiendo: “y de uñas planas”. Porque el filosofar no busca solamente unir conceptos sino mostrar el sentido, cuando a los conceptos se les escapa, por hallarse muchas veces la verdad en las lindes del pensamiento y del lenguaje. Y ahí, en ese límite, arte y filosofía aparecen hermanadas, cada una haciendo uso de sus propios recursos. No se puede dar una definición cerrada, conclusa, de lo que es un ser humano. Ni de lo que es el arte. Para comprender el arte, hay que vivir el arte, bien sea como creador o bien sea como receptor de la obra. De la misma manera que para entender a un ser humano, hay que vivir como un ser humano. Así que vaya despidiéndose la IA de ese antojo, el de querer recrear lo humano. Solamente logrará reducirlo al trampantojo de un algoritmo. El arte y la vida son otra cosa. Vamos a comprobarlo, una vez más, dialogando, oyendo unos de otros, a lo que nos invita aquel poema de Hölderlin: “El ser humano ha experimentado muchas cosas, nombrado a muchos dioses, desde que somos un diálogo y podemos oír unos de otros”.

Escribió María Zambrano en su Hacia un saber del alma: “El despertar de la filosofía fue primeramente «entrar en razón». Mas, cuando la razón se ha embriagado, el despertar es «entrar en realidad»”. Y este “entrar en realidad” nos sirvió, a los que allí estábamos, para situarnos en la experiencia misma del existir. Del lógos pasar al pathos, del pensar al sentir, del razonar a la presencia. Lo que, a la larga, se convirtió en una preparación para abordar el proceso creativo en sí mismo. El animador del encuentro planteó la siguiente situación, que debía ser interiorizada, sentirse y, luego, ser expresada: “Yo me he sentido presente, todo yo, cuando...” y dio comienzo la ronda de intervenciones: cuando estoy desayunando, pintando, contemplando la luna, bajo los efectos de la droga (sabiendo que este estado no es natural, sino inducido), con mis perros en la montaña, ahora mismo aquí, en silencio, a veces incluso en medio del caos, ahora que no me siento cómoda pero me doy cuenta, volviendo del vivero con mi hermana (“¡qué bien estamos!”), cuando estoy cocinando, escribiendo, mirando a los ojos de mis hijos, justo antes de dormirme, a mí me cuesta estar presente (pero, de nuevo, esta participante se da cuenta, está ahí, con ese “no estar presente”, por lo tanto, está presente), me siento así en contacto con el barro, soy escultor. Hay, pues, muchas formas de estar presentes. Pero, cada vez que renunciamos a ello, somos menos nosotros mismos, menos seres humanos, puesto que no hay nada más humano que la conciencia y la autoconciencia.

Los clásicos hablan de las musas, los modernos de la inspiración, pero vayamos a su almendra: ¿qué es realmente el proceso creativo?, ¿cómo se produce?, ¿qué lo hace posible o lo facilita, al menos?, ¿por qué, para qué creamos? Esta capacidad nuestra de crear, que nos acerca a lo divino, o que es divina en sí (hablamos desde un plano pre-religioso, espiritual o interior), ¿qué desarrolla en nosotros? Pero, antes, ¿qué es crear?, ¿cuál es la esencia del acto creador? Lo mueve la necesidad, sí; lo mueve el dolor, sí, muchas veces... pero, ¿qué es, en sí, crear?, ¿cuándo hay creación? Y los participantes, ellos y ellas, nos dicen que hay creación con la aparición de una novedad, algo diferente que, inicialmente por el lugar donde emerge, no tiene utilidad alguna. En el mundo aparece algo que no existía, un algo nuevo o una combinación única de elementos preexistentes. Algo irrumpe en el mundo. Y sucede cada día, a cada instante, si somos capaces de estar atentos. De ahí que los antiguos griegos, los primeros filósofos, que no necesitaban partir de la idea (incluso les parecería aberrante) de creación desde la nada (“de la nada nada sale”) para entender el mundo, hablaran de la physis como causa u origen de todo cuanto existe: una continua e inagotable aparición de seres, que surgen desde sí misma, por sí mismos. Y cuando creamos, estaríamos ni más ni menos que entregándonos a dicho proceso cósmico de fluencia permanente.

Es cierto que, en muchas ocasiones, el proceso creativo viene desencadenado por una necesidad que sentimos, un dolor, una demanda interior profunda, una pulsión, dijeron algunos de los participantes. Pero ahondemos un poco más: ¿cuáles son los componentes básicos de esa pulsión, necesidad o estímulo interior?, ¿de qué está hecha? Y desgranaron algunas ideas sentidas desde su propia experiencia estética, que nos pueden servir para comprender la esencia de la creación, no solamente referida a lo artístico, sino al hecho mismo de vivir muy centrados, en cualquier contexto. Para ellos y para ellas, dichos ingredientes serían, básicamente: la libertad que se vive en esos momentos de creatividad, quizás mejor descrita como liberación o despertar; la conexión o comunicación desde lo profundo de nosotros mismos; el habitar lo que haya en ese momento de conexión; y la apertura incondicional hacia ello, mantener muy abiertas las puertas y las ventanas de nuestra psique (psyché o alma, que decían los griegos). Heidegger describe este estado del alma como apertura al ser y no a los entes. Estar siendo, receptivos, abiertos, una entrega a lo que hay como lo hay. Los entes, las cosas, los objetos, las obras, lo hallado, lo hecho se cierra sobre sí, es lo que es, presente, restringido, dado, objeto ante un sujeto, pero el acto creador en sí mismo es pura entrega o apertura al ser; o mejor dicho, a la nada, pues el no-ser, lo no delimitado, indefinido o ilimitado, incluye en su seno todas las posibilidades (Anaximandro lo llamó ápeiron), que el artista trata de despejar; alguna expresión particular de esa nada o silencio, aquí y ahora, incompleta siempre, siempre por realizar. Por eso el artista busca una y otra vez repetir el mismo ritual del acto creativo a través de una obra concreta, que permanece siempre inacabada. Busca el Arte a través de una obra de arte.

De ahí que sea algo espurio discutir si la creación artística surge del dolor o de la alegría, del sufrimiento o de la exaltación. Esto sería secundario. Aparece la creación, la novedad, desde un estado apertura del alma. A cada cual le puede valer un determinado tipo de experiencias, las suyas. Eso no es esencial, sino la receptividad o disponibilidad en la que nos hallamos, siendo nosotros mismos sin ser nosotros mismos. Pues bien, la creatividad había estado también presente allí, aquella tarde. Un grupo de personas entregándose, con todas sus capacidades abiertas, al esclarecimiento de lo que es el proceso de creación artística. Y, de nuevo, según el grado de apertura de cada participante, cada uno, cada una, pudo estar más presente o menos presente, más conectado o menos conectado con el trabajo que se había ido realizando. Cuando nosotros dejamos de ser para dejar ser, aparece la belleza, de la que la obra de arte, el encuentro o la experiencia quieren ser un óptimo vehículo. Vale.